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90’s: Volumen & distorsión

90’s: Volumen & distorsión

Ilustración

¿Qué tiene que ver la Constitución del 91 con el rock colombiano? ¿Cómo se cocinó el nacimiento de Rock al Parque? ¿Qué valor simbólico hay en un casete? ¿Se puede hallar esperanza dentro de un disco? ¿Qué tan guerrera fue la escena del rock bogotano en los años noventa? Suban el volumen, estas son algunas memorias del rock bogotano: un, dos, tres, cua…

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[Se aprecian algunos miembros de las bandas Navarra y Cancerbero y a Alexei Restrepo, ex integrante de The Flippers y Ex-3]

A
 inicios de los años noventa una legión de hombres y mujeres se sintió atraída por los sonidos del punk, el grunge, el metal. Adolescentes de diferentes barrios de Bogotá comenzaron a rastrearse de oriente a occidente, de sur a norte, buscando algún sonido revelador: una batería latiendo detrás de las paredes de una casa era una buena señal.

Algunos practicaban grácilmente sobre los mástiles de las guitarras. Otros construían poemas sin estructura, repetían arengas contra el Estado, o cantaban blasfemias con –o sin– sentido.

Una minoría de privilegiados compraron sus instrumentos fuera de Colombia, otros consiguieron herramientas de mediana calidad en almacenes musicales, unos los hallaron en prenderías. Algunos con espíritu alquimista –creativos y de bajos recursos– se dedicaron a transformar viejas guitarras de palo en piezas electroacústicas que vomitaban sonidos hechizos. De igual forma imitaron el estruendo de un bombo utilizando cajas de cartón.

En casas y apartamentos de todos los estratos se reunían para escuchar esa música que los hermanaba, que describía su disgusto y desencanto con crudeza –en muchos casos– sin virtud, pero con el vigor y poder suficiente como para identificarse. Así comenzaron a replicar armonías y bajo ensayo y error se fueron apropiando de un ruido inapropiado.

Las agrupaciones anunciaban sus conciertos pegando en los postes las hojas fotocopiadas que especificaban con letra manuscrita, fecha, lugar y dirección del evento. Los combos acudían ávidos al encuentro.

Ir a un concierto en tiempos violentos era una ganancia. Sin importar el género que fuera o dónde fuera. Una bodega en la zona industrial, un hangar en la Sabana, un sótano en la Jiménez, un bar en Chapinero, una casa abandonada en Engativa. Un concierto era (es) una posibilidad de romper la rutina; aún más en  tiempos de guerra.

Los conciertos estaban repletos de cazadores de sonidos. Jovencitos excitados que saltaban, sudaban y naufragaban entre jabs y patadas. Cada puñetazo exteriorizaba la crisis personal y social que se vivía.

En los toques se veían hombres y mujeres vestidos con jeans estrechos, botas para obreros que dejaban entrever una coraza metálica. Los punkeros y sus camisetas rotas, ganchos en las orejas, pelos mohicanos multicolor. El neoliberalismo importó los dreadlocks de las tribus guerreras a las tribus urbanas. Los cabezas rapadas y sus chaquetas bompers, sus tirantes, los jeans remangados, las botas militares, los cordones rojos, amarillos, azules.  Los metaleros siempre de luto y sus melenas impecables hasta la cintura. No faltaba quien tenía para comprar la camiseta de alguna banda, tampoco quién no tenía, pero se las ingeniaba para hacer la de alguna agrupación local. También estaban esos que privilegiaban el sonido por encima de la ropa. Aunque el look siempre fue importante, porque los identificaba, los caracterizaba. Por su apariencia se distinguían los parches, por lo menos para armar una gresca.

Una y otra y otra vez los equipos de sonido reproducían a todo volumen los álbumes de sus héroes: Madness, Exploited, Kortatu, Anthrax, Pixies, Mano Negra; sólo por contar algunos de los que venían de fuera. Aunque el estallido del punk de Medellín fue vital y descarnado y el mito de Kraken se estaba esculpiendo en bronce.

Los CDs eran artículos de lujo, los discos giraban a 33 revoluciones por minuto. Los casetes se pirateaban sin vergüenza; cientos de copias de calidad infame rotaban de mano en mano para sacar una grabación cada vez peor. Fue la forma en que el rock se incubó acá.

Querían  saber qué pasaba en el mundo. Qué sonaba en Inglaterra, Estados Unidos, Argentina Jamaica, México. La Radiodifusora Nacional de Colombia abrió sus ondas a la música en español y un joven “profe”, Álvaro González impartía La Clase de Español: un programa especializado en rock cantado en español.

Lo crucial del proyecto de la Radiodifusora fue tener en cuenta a los jóvenes, sus gustos, sus deseos y hasta promocionar sus propios proyectos musicales. Los domingos en la noche el programa 4 Canales invitaba a los interesados (músicos o no) a enviar sus grabaciones. Fue enterarse de la existencia de unos y otros, y escuchar los demos, lo que instigó a sus oyentes a multiplicarse, a entender que sí se podía hacer algo.

Algunas bandas grabaron en los pocos estudios que había en Bogotá, grabaciones análogas producidas en algunos casos por ingenieros de sonido empíricos y de buena voluntad, y en otros, por expertos de egos exuberantes que interpusieron sus ideas por encima de los conceptos de sus clientes. También hubo maestros que compartieron su conocimiento y llevaron a buen puerto el producto.

No todos tenían dinero para pagar un estudio ni un ingeniero. Entonces volvieron a recurrir a lo que tenían  a la mano, los estéreos de sus casas, las grabadoras de sus padres o de quién fuera. Lo importante era que cuando oprimieran el botón de grabar todos supieran medianamente lo que tenían que hacer.

Un–dos–tres–cua… empezaron a grabar demos de metal, de grunge, de ska, de punk, hardcore. Lo que habían escuchado surtió efecto.

Fue inevitable la apertura musical. La ciudad reclamaba espacios culturales para el esparcimiento.

Antanas Mockus propuso la cultura como antídoto para la violencia. Mario Duarte (cantante de La Derecha), Bertha Quintero (Subdirectora de fomento y desarrollo de cultura en el IDCT) y Julio Correal (para ese momento manager de La Derecha) llevaron rock a cuatro puntos diferentes de la ciudad: el Estadio Olaya Herrera, la Media Torta, El Parque Simón Bolívar y la Plaza de Toros La Santa María.

El Festival convocó a todas las bandas rockeras que estaban trabajando, sin importar si eran ricos o pobres, empíricos o de conservatorio, de la capital o de la provincia. Lo que se requería era calidad.

Las bandas escogidas para la primera edición de Rock al Parque fueron: Vértigo, Danny Dodge, Why Six, Mr. Crowley, La Corte, Leit Motiv, 1280 Almas, Bruma Sólida, Afre, Radiestesia, Zigma, K´Nuto Powertrio, Yuri Gagarin y Los Correcaminos, Catedral, Aterciopelados, Tabora Debora, Minga Mental, Cabeza De Jabalí, Sex, Hades, Ex-3, Carpe Diem, Darkness, Zut, Nueve, Estrato Social, La Giganta, Los Cheacles, Ciegossordomudos, Marlohabil, Acutor, Insania, Kilcrops,  Tom Abella, La Sonora Caníbal, N.P.I., Morfonia, Sociedad Anónima, Monóxido Bajo Cero, La Derecha.

Rock al Parque se creó como un circo en donde todos eran fenómenos, donde todos aprendieron a reconocerse en el prójimo. Una oportunidad para entender otras expresiones. El respeto a los demás fue el ingrediente esencial para la identidad del festival. La comunión pacífica de las tribus fue una lección. Un concierto gratuito se convirtió en un antídoto contra la violencia.

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CONTRA EL ABURRIMIENTO

Si se quisiera hacer una sinopsis sobre el rock bogotano noventero, el investigador universitario y baterista de la agrupación Sagrada Escritura –Daniel Aguilar– diría: “En los años noventa hubo una explosión de clase media que comenzó a explorar nuevas sonoridades, incluso a jugar con otros instrumentos, a meter otra serie de cosas, con otras estéticas, que encontraron un eco en una cantidad de bares y de sitios interesantes y alternativos de la ciudad”.

Puentes

El bajista Héctor Buitrago me respondió con interés y prisa las mismas preguntas indispensables para esta historia que le han hecho durante décadas.

El cofundador de Aterciopelados conoció la escena de los sesentas por agrupaciones como: The Speakers y The Flippers, después escuchó a La Banda Nueva, a Génesis, Maíz, Tráfico, Cocoa; en los ochentas fue testigo de la erupción del pop de Compañía Ilimitada y Pasaporte.

Héctor reconoció la importancia de la agrupación Hora Local, porque fue una banda puente que tenía canciones originales y porque editó su propio disco: “Siento que inspiraron a Aterciopelados, a nosotros, para movernos”, destacó con modestia Buitrago, también cofundador de La Pestilencia.

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[En el centro de la imagen, la banda Distrito Especial. Su sonido fue altamente influenciado por el rock argentino, lo cual se puede apreciar en canciones como Bogotá]

A Bogotá

Hoy Einar Escaf es productor, músico de sesión y ha sido juez en concursos musicales.

En su juventud, Escaf tuvo que mudarse de su casa en la costa Atlántica colombiana para seguir avanzando en su música: “Bogotá era el sitio de reunión donde la gente iba realmente a vivir pa’ poder tocar rock. En la provincia era difícil. La escena era muy pequeña, tú tocabas aquí en dos sitios o tres y tenías que irte pa otro lado”, mencionó el baterista, con inequívoco acento barranquillero.

Bogotá sin punk

Dilson Díaz llegó a Bogotá en compañía de su madre cuando tenía 13 años. Dilson conocía algo del punk que se estaba haciendo en otras partes del planeta, fue por eso que a los 15 años una emisora le dio una hora para que expusiera sus conocimientos en materia.

Muchos bogotanos ávidos de rock escucharon el programa, entre ellos, el bajista Héctor Buitrago, con quien fundarían la primera alineación de La Pestilencia.

“Pero en esa época en Bogotá no había punk, no existía nada de movimiento, absolutamente nada. En Medellín era donde había un movimiento grande de punk”, recalcó Dilson, subrayando la importancia de su ciudad natal.

El punk es paisa. Así lo reconoció Andrés Giraldo, primer baterista de Aterciopelados.

“En esa época estaba era el punk de Medellín. El punk que hacía Ramiro Meneses y Rodrigo D, y toda esa gente. Nosotros en Bogotá el punk que teníamos era el punk de La Pestilencia. Eran los únicos referentes que había”.

La patria te necesita: “Espías Malignos”

El punk y el metal comenzaron a explotar en algunas bodegas y uno que otro bar.

Jake Cruz y Rodrigo Vargas fueron amigos de infancia. Cuando Crecieron, Cruz fundó Darkness y Vargas fue reclutado por su compinche –tiempo después– para que tronara la guitarra.

Vargas recuerda que en pleno centro de Bogotá, en la calle 19, compraron el Kill ’em All de Metallica, meses antes de que el ejército los reclutara.

“Después fue la chaqueta de bluejean y, Metallica y, el pelo largo, y el whisky, y ahí nació Darkness y, el Espías Malignos y, todo eso, porque nosotros queríamos ser igualitos a Metallica”, aludió Vargas sentado frente a un computador cuya cámara dejaba ver los ladrillos naranjas de su casa al sur de Bogotá.

La pasión por la banda angelina llevó a Vargas a fotocopiar las páginas de una revista Guitar Player para pegar esas hojas en las paredes de su habitación.

Sin rumbo

Hordas de muchachos insatisfechos, sin rumbo. Se sentían desesperanzados en un país aterrorizado por el narcotráfico.

En opinión de Mario Duarte –vocalista de La Derecha– los años noventas fueron muy agitados: “Yo tenía la sensación en esos años, que no íbamos pa ningún lado y que eso era como morirse por hacer eso, como, no vivir de hacer rock, si no morirse por el rock”.

Ni mierda que hacer

Una madruga Juan Carlos Marulanda –vocalista de la agrupación Monóxido– mencionó que gracias al punk, al metal, al ska, muchos jóvenes se sintieron motivados y convocados.

“La gente no tenía ni mierda que hacer en ese entonces, era una juventud en un vacío total”, indicó Marulanda, quien hoy imparte clases de tenis en Estados Unidos.

La música y los libros eran una manera de buscar algo de felicidad y de identidad: “De sentirnos parte de algo, porque la verdad no éramos parte de nada y estas ciudades no nos ofrecían nada”, resaltó Mario Duarte una tarde de sábado mientras desvariaba entre temas y disparaba recuerdos inconclusos.

Barbarie

Al igual que en las décadas anteriores los interesados en hacer rock no tenían dinero para alquilar un lugar donde hacer ruido, tampoco existían espacios especializados para ir a ensayar.

“Nosotros, con La Pestilencia, ensayamos donde mi mamá [Barrio Restrepo] y con Aterciopelados, y luego, para poder vivir de algo, incluso montamos un bar que se llamó Barbarie”, explicó Héctor Buitrago.

En Barbarie Héctor inundaba el ambiente poniendo new wave, punk, y lo que se denominó rock industrial. En Barbarie se gestó algo de lo que se conocía en la época como “rock alternativo”, el rock que no pasaban las emisoras.

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[Recortes de un mosh pit en un concierto de la banda de hardcore Pitbull. Y carátula de un cassette de El Zut]

Un bar es una posibilidad

Muchos músicos reconocen que gracias a Héctor Buitrago se abrieron bares donde podían escuchar músicas novedosas y –en ocasiones– exponer la propia. Alrededor de esa semilla se gestó el movimiento de rock de los noventas.

“El bajista de Aterciopelados era como la persona que le gustaba mucho investigar acerca de la música que había en el mundo”, resaltó Juan Pablo Lizarazo, tecladista de Carpe Diem.

Alejandro Duque hizo parte de la alineación de Aterciopelados, tocó la batería en el segundo álbum –El Dorado–, es amigo de las entrañas del grupo. Para “El Duque” –como le dicen– es tal la importancia de Buitrago que lo llama de un modo superlativo: “El zar de los bares en Bogotá, él fue –realmente– el pionero de los bares alternativos”.

La gracia de lo precario

Para Héctor Buitrago la escena era precaria y graciosa, porque nada marchaba como debía; el sonido no funcionaba, los promotores no pagaban y los conciertos no se gestionaban bien.

Jota García sigue siendo el bajista de Ciegossordomudos, en una noche bogotana describió la dificultad a la que se enfrentaron cuando escogieron transitar la ruta del rock: “¡Estábamos muy jodidos! Era como querer pasar la autopista en hora pico; llena de carros, siendo sordo, ciego y mudo”, enunció García y agregó que gracias a eso la banda se llama así.

El líder de Sidestepper aseguró que en Bogotá en los años noventas no era posible nada para nadie. Richard Blair cree que esa era la razón por la cual las bandas tenían una actitud lúdica y despreocupada.

“Todo era un juego, todo era divertido, se hacía la música por amor a la música”, afirmó Blair y al escucharlo hablar español me remitió a su origen inglés.

La música se hacía con agallas y convencimiento. No había tiempo para dudas. Hace más de dos décadas Juan Carlos Marulanda tenía una cabellera abultada de pelos rubios, era el vocalista de Monóxido y para aquella época –recuerda que– todas las agrupaciones tenían una lógica parecida: “Tratar de tener un patrocinio y una casa disquera. Hacer una carrera sólida. Una infraestructura con distribución”.

Acetatos, casetes, videoclips

Después del contrato venía la grabación de los acetatos, casetes y discos compactos; las giras por los bares; buscar cómo llegar a las emisoras, y cuando se pusieron de moda los videoclips –algunas agrupaciones–: “Tuvimos la fortuna de hacer un video”, afirmó Juan Carlos Rivas –bajista de La Derecha– sin asomo de vanidad.

“En Atercios [Aterciopelados] fue una cosa muy de la calle, como muy impuesto por el pedido de la gente. “Sortilegio”, “Mujer gala”, los tenía que poner la radio a punta de llamadas. Miles de personas llamaban y no lo podían ignorar. Se sentía que era una cosa realmente del pueblo”, resaltó el productor musical Richard Blair.

Las llamadas telefónicas surtían efecto, pero tras el éxito de Aterciopelados hubo una mujer picando piedra: “Fui la primera manager de Aterciopelados, desde cero hasta la grabación del segundo disco. Yo soy responsable de poner las canciones en las emisoras, de firmar el contrato con BMG por 3 discos y hacer la primera gira nacional. Organicé el equipo de ingenieros, roadies, etc”, explicó Mónica Vásquez, promotora del rock noventero, que además presentó el programa de televisión Siempre Música de Caracol Televisión y rotaba bandas “alternativas” en el espacio radial Onda Sónica de Radioacktiva.

Why en el horóscopo me predicen / Mal panorama sentimental / Leo en la taza del chocolate / No dejaras de ser porquería [“Sortilegio”. Con el corazón en la mano (1993). Aterciopelados].

Una voz femenina

Las canciones del rock colombiano que más le gustan a Jimena Ángel Sanín –vocalista de Pepa Fresa– son “Maligno”, de Aterciopelados, y “Calcetos”, de Ciegossordomudos.

Ángel reconoció que fue Andrea Echeverri quien la influenció: “Fue un ejemplo a seguir para mí, en cuanto a maneras de cantar, actitud, show” y recalcó que en aquella época no había muchas mujeres vocalistas.

Gracias a la aterciopelada, muchas tuvieron un rol dentro de las bandas: “Era realmente el ídolo de todos y más siendo yo vocalista de una banda de rock, pues, fue alguien que marcó la pauta”, dijo Ángel, quien en su top de bandas del rock colombiano nombró a Aterciopelados de número uno.

Híbrido y mestizo

“‘Bolero Falaz’ le da la mayoría de edad al rock colombiano”, formuló El productor Iván Benavides, y explicó que la canción recogió la música popular latinoamericana y la mezcló con los sonidos rockeros y generó toda una tendencia estética. Lo que diferenció el rock hecho en Colombia del anglosajón, del argentino y del de cualquier otra parte.

Para Benavides aquel rock hecho en Colombia a partir de los años noventas tiene una identidad única, un carácter híbrido y mestizo.

El también cantante de La Provincia y Sidestepper, cree que ese rasgo se debió a que en la Constitución Nacional de 1991, Colombia se reconoció como un país pluriétnico y multicultural.

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II. UNA MOVIDA SUBTERRÁNEA


Para comprar música muchos tenían que ahorrar las onces, después de un par de semanas iban a las casetas de la 19 a comprar o a encargar las cintas de los grupos que querían oír, o debían “escribir correspondencia con alguien de otro país”, recordó Alejandro Corredor –guitarrista de la agrupación Sin Salida– desde Los Ángeles.

Mort Discos

Una famosa discotienda de la época fue Mort Discos. Una tienda especializada en música “radical, en punk, en metal, en música experimental, industrial”, destacó Héctor Buitrago, ex propietario del almacén.

Comprando discos en la 19

Alejandro Monroy –fundador de la agrupación ENePEI– recordó que algunos propietarios de las tiendas de la 19 regañaban a los compradores: a unos por preguntar obviedades, a otros por ser novatos, y a otros por dárselas de expertos.

Las casetas de la 19 fueron el hervidero para conseguir álbumes y aprender de música: nombres, sellos, productores, géneros.

Alejandro Monroy distribuyó el casete de ENePEI en aquellos almacenes y a alguien de la tienda se le ocurrió ubicar a aquella agrupación desconocida al lado de los famosísimos: “Guns ’N’ Roses ¡wow! Eso era lo bonito de ir a comprar discos en los noventas”, mencionó Monroy emocionado por el recuerdo.

Quémelo, grábelo, rótelo.

“Queme TDK [marca de casetes] y cópielo de grabadora a grabadora y roten”, dijo Rodrigo Saavedra, saxofonista del Sistema Sonoro Skartel.

Saavedra recordó que cuando no podían comprar un disco, lo pedían prestado o intercambiaban música que después quemaban: regrababan, plagiaban y compartían de nuevo.

Regrabando un casete pirata

La esencia del objeto material. Varios músicos y ex músicos explicaron la importancia del casete, sus experiencias, y sus recuerdos de esas piezas.

“En esa época deshacíamos casetes. Yo tenía la regrabación de la regrabación de un demo, entonces, sonaba a mierda. Pero, pues, había algo en esa energía que era importante”, manifestó Arturo Roldán –guitarrista de Instinto Brutal –desde una cafetería en New York.

Jhon Jairo Velasco –líder de la agrupación de hardcore El Sagrado– aludió a aquellos días en que tener una buena grabación no era fácil.

Bastaba con que sólo un muchacho tuviese un casete –original o la copia de la copia–. “Si alguien se le daba la gana de prestarnos el casete, uno lo grababa y finalmente de esa grabación grabábamos 20, 40, personas. La cinta se reventaba”, resaltó Velasco.

Juan Carlos Melo fue integrante de la agrupación Fátima, después fundó Resplandor y Línea Recta. Melo escuchaba muchas bandas, tenía muchas fotocopias borrosas de casetes regrabados una y otra vez.

“Uno no conocía ni siquiera como se escribía, eran puras interpretaciones, porque entre casete y casete, y fotocopia y fotocopia se desdibujaban las cosas”, declaró Melo, quien además es un activista en pro de los derechos de los animales.

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[A la derecha reconocen a Iván Benavides y Lucía Pulido, quienes conformaron el dueto Iván y Lucía y a la izquierda a Juan Carlos Marulanda, de Ethiopia y Monóxido]

MTV

Llegaron los programas musicales, los videos por televisión. La música televisada causaba furor y en una ciudad ensimismada, los videoclips eran oxígeno puro.

Además de comprar música, otra manera de conocer y acceder al sonido de las bandas del mundo fue por medio del canal de videoclips MTV. La llegada del medio de comunicación al país fue tan importante que según el guitarrista –Danny Dodge– Daniel Jones: “Fue la manera de nosotros de salir al mundo”.

El papel del DJ

Según Javier Sarmiento –conocido en Koyi K Utho como Zetha Rz– a mediados de los noventas las agrupaciones tenían un apetito por compartir el arte y exponer sus sentimientos.

El público ávido de nuevos sonidos ponía su atención sobre las ondas que transmitía MTV. Rastreaban en el dial programas especializados: El final de los tiempos, conducido por Lucho Barrera; Andrés Durán presentaba El expreso del rock; Héctor Mora era un expedicionario del rock colombiano en 4 Canales y Álvaro González Villamarín daba La clase de español.

Robando tarros

Nuevos, usados o robados. Pocos jóvenes tenían los recursos para comprar instrumentos. En Bogotá había pocas tiendas donde comprar guitarras eléctricas, bajos o baterías. Entonces, algunos interesados los consiguieron bajo métodos alternativos.

“Nosotros empezamos con una guitarra acústica, con un redoblante, un par de platillos que –debo confesarlo– nos los robamos de un colegio, de una banda de guerra”; Alexander Salazar –fundador de Sangre Picha– rió con picardía después de la revelación.

Compraventa de instrumentos

Mucho antes de fundar su agrupación. Cuando los hermanos Bermúdez apenas sacaban algunos covers de Metallica y ensayaban con instrumentos prestados. No tenían otra opción que hacer rock con las uñas.

El baterista de entonces fue armando el instrumento con frascos plásticos de aceite –y por qué no–, ya que estaba prestando servicio militar: “Se robó unos platillos de la policía”, reveló Nicolás Bermúdez, guitarrista y vocalista de Under Threat.

El hechizo de la caneca

En los años noventa la juventud estaba aburrida, cercada por la violencia. En muchos casos, la música era vista como un oficio sin sentido, una pérdida de tiempo –tal vez– por eso la gran mayoría de familiares de músicos no financiaron ni grupos ni instrumentos.

La rebeldía y el aburrimiento hacían lo suyo y los jóvenes buscaban los instrumentos del modo que fuera.

“Mi primera batería era una caneca, una maleta hacía de redoblante, eran cosas hechizas”, dijo Iván Ulloa, baterista del Sistema Sonoro Skartel.

Sin presupuesto

Juan Carlos Melo –Resplandor– recordó que había bajistas que tocaban en instrumentos de una sola cuerda y baterías hechas con tambores de bandas de guerra. Melo recalcó que nadie tenía para comprar una batería cara.

Tocando sin la Gibson

Para Lucho Gaitán –guitarrista de Cabeza de Jabalí– fueron épocas bacanas para pasar el tiempo descifrando riffs de guitarras, no importaba tener un instrumento de marca o de moda. La gracia estaba en la falta de pretensiones, en la pasión y las ganas de hacer música.

Capando clase

Arturo Roldán –guitarrista de Instinto Brutal– estaba sentado frente a un computador de un coffee shop en Nueva York cuando se recordó capando clases del colegio y liado a un instrumento del cual intentaba exprimir algún sonido.

A falta de algo más qué hacer, Arturo pisaba las cuerdas de la guitarra todo el día en casa de su compinche Mauro –quien tampoco iba a clases–.

“A veces no había guitarras de marca… Me acuerdo una época en que se me rompían las cuerdas de la guitarra y uno las amarraba, las volvía a afinar y a seguir dándole”, dijo Roldán, quien no ha perdido el acento costeño a pesar de llevar viviendo más de una década en los Estados Unidos.

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[Imágenes de un concierto de la banda de hardcore, Pitbull, junto con un recorte de la agrupación Hora Local y de Alexei Restrepo en La Banda del Marciano]

Con las cuerdas rotas

Un guerrero no era un bárbaro o un bruto. Un guerrero en los noventas era quien se las ingeniaba para sobrevivir, para lograr un cometido.

Cuando Anthar Kharana dijo que él en aquella época andaba muy guerrero, se le vinieron a la cabeza imágenes de cuerdas de bajos rotas y bajistas que tocaban aparatos de una sola cuerda a punto de romperse.

“Yo no sé ni cómo hacíamos esos nudos. Con alicate, a última hora, terminar tocando con cuerdas súper remendadas”, recordó Kharana –vocalista de Sagrada Escritura– quien hoy ejerce de musicoterapeuta en Gran Bretaña.

Kharana ya no sabe cómo funcionaban aquellas reparaciones, porque en medio de las funciones –irremediablemente– se salían los cables de las armazones de guitarras y bajos y se deshacía cualquier tipo de invento hechizo.

Callen a ese loco

Una vez conseguían los instrumentos, se presentaban nuevos obstáculos para ellos y sus familiares. Bajos, baterías, guitarras eléctricas, voces desentonadas o armónicas, tronaban al unísono dentro de las casas que habitaban ¿Quién se los aguantaba?

En su adolescencia César Botero quería tener todos los instrumentos: una batería, una guitarra eléctrica, deseaba tocar, cantar, escribir canciones contestatarias.

Con uno de sus  primos intercambiaba casetes y discos para atizar su pasión. César buscó trabajo y ahorró hasta que adquirió una batería.

Comprado el instrumento, vecinos y familiares –al parecer– estaban en problemas a causa del escándalo del bombo, los toms y los platillos.

“Tocaba ir donde amigos que tenían garaje –o algo así– para poder tener mi batería. Era muy difícil en el lugar que yo vivía, un apartamento. No podía tocar, a cada rato llamaban a los de seguridad: ‘¡Que callen a ese loco!’”, sonriente, César Botero recordó el clamor de sus vecinos”.

Donde la tía

“Era terrible, no había ensayaderos. Yo tenía una tía que nos dejaba ensayar en la casa”. Fue la forma que encontró Iván Rodríguez y los otros Yuri Gagarin para aceitar la agrupación: invadiendo la casa de la tía, –de hecho– invadiendo casas, saltando de garaje en garaje, de habitación en habitación, de sala en sala, dejando una estela de vecinos cansados de sesiones ruidosas.

Haciendo bulla en la perrera

Tenían que ingeniárselas. Si querían sincronizar cada pieza debían ensayar sin excusas, sin importar el lugar o a quién incomodaran. La agrupación Kilcrops llegó a practicar dentro de un recinto hediondo.

“Entre el José Joaquín Vargas y el barrio el Salitre había un potrero, ahí había unas instalaciones donde tenían una especie de perreras, ahí nos prestaron un habitáculo para perros. ¿Tú te puedes imaginar a lo que olía eso? Era el olor más espantoso, pero bueno, había que ensayar”, contó José Antonio Adame –vocalista de Kilcrops– sin arrepentimientos ni dejos de vergüenza.

La casa de Guillermo

Erick Bejarano –ahora es conocido como Erick Milmarias– recordó una casa grande ubicada en la calle 72, cerca a la concurrida avenida Caracas. El que en alguna época había sido el hogar de una familia, a mediados de los noventas estaba abandonado, invadido y sub arrendado por unos artistas plásticos que lo bautizaron como “La casa de Guillermo”.

Antes de la demolición de “La casa de Guillermo” algunos grupos rentaron sus habitaciones como centro de operaciones creativo.

“Nosotros ensayábamos ahí con Corporación Macondo. Ese mismo espacio de nosotros nos lo alquilaba Pornomotora, Christian [De La Espriella], para ensayar cuando nosotros no estábamos y al lado estaba un grupo que se llamaba Charconautas”, Bejarano habló con fraternidad de aquellas agrupaciones que sin saberlo estaban abriéndole camino a nuevas bandas y nuevos sonidos.

Así, el rock bogotano se abrió paso incomodando a extraños y familiares. Rebuscó su sonido en canecas y en las cuerdas rotas de instrumentos desvencijados; ha rugido en bares de todos los pelambres y su identidad se ha ido moldeando entre sonoridades foráneas y en la búsqueda introspectiva de nuestro propio folclor.

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