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Andrés Mauricio Muñoz: Las grietas de la vida cotidiana

Andrés Mauricio Muñoz: Las grietas de la vida cotidiana

Ilustración

Andrés Mauricio Muñoz dejó la literatura en pausa durante muchos años, pero regresó con fuerza, haciéndose un nombre entre los jurados de premios literarios del país como un autor con un potencial innegable. Este finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez nos cuenta de dónde salen sus ficciones.

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a vida cotidiana es un castillo de naipes: con un chasquear de dedos o con un parpadeo las seguridades se vienen abajo. En cuestión de minutos la persona amada –esa por quien trasnochaba pegado a la pantalla del celular– se convierte en una desconocida en cuya boca anida un escorpión. La casa –el sitio de los sueños y el descanso– por arte de la desidia y la cobardía puede transformarse en un campo de batalla, en el patíbulo. Los hijos desaparecen para siempre en medio de las comodidades, se vuelven espectros sonoros, fantasmas. El día a día es un espejismo. Todos bailamos en una pista de frágil hielo. De esas grietas nacen las ficciones de Andrés Mauricio Muñoz, uno de los cinco finalistas –y el único colombiano- del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez.

Muñoz cursó estudios universitarios de una carrera a la que poco o nada se le asocia con la literatura: la ingeniería en electrónica y telecomunicaciones. Nacido en Popayán en 1974, es uno de los miembros activos de la vida literaria bogotana: participa con frecuencia en conversatorios y eventos organizados ya sea por los organismos estatales o por la sociedad civil. Egresado de los talleres de escritura creativa de Isaías Peña –uno de los referentes fundacionales de este tipo de espacios en Colombia– contribuyó en la gestación y el periplo de las revistas La movida literaria y de Aceite de perro.

Muñoz es un cuarentón afable, padre de un niño de ocho años y de una niña de tres. Conoce a Patricia, su esposa, desde hace casi media vida, veinticuatro años. Por su trabajo de oficina suele vérsele trajeado correctamente. No es bohemio, pero tampoco le huye a las sesiones etílicas con amigos ambientadas en karaokes o bares de salsa. Es buen conversador y sabe contar con chispa anécdotas: es frecuente que el interlocutor al escucharlo le diga: “Deberías escribir un cuento con eso”.

Entre los premios recibidos por su oficio literario se cuentan el Concurso Nacional de Cuento TEUC, el Concurso Nacional de Cuento de la revista Libros y Letras, el Premio Literario Fundación Gilberto Alzate Avendaño y el Concurso Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander. A comienzos de este año su más reciente libro de cuentos, Hay días en que estamos idos, fue considerado como uno de los tres mejores libros de 2017, según el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana.

El cuento es un formato exigente: en pocas páginas el autor tiene la tarea de construir un universo coherente y atractivo. Muñoz es hoy por hoy uno de los más celebrados cultores del género en el país. Lo es porque sus textos versan sobre temas y asuntos que todos podemos vivir si no le prestamos la debida atención a las señales de alerta. Todos estamos a un paso del abismo.

Los primeros años, los de la infancia, son casi siempre muy importantes para los lectores. ¿Qué momentos recuerda de su Popayán natal que hoy sean significativos en su vida literaria?

Recuerdo una biblioteca muy grande, grandísima, y un hombre, mi padre, que sin importar el estado de ánimo en que entrara, siempre salía feliz. También recuerdo a un niño que entraba tan solo para repasar los lomos de los libros; a veces era una experiencia únicamente visual, pero en otras también era táctil, porque me gustaba palpar los lomos, sentir la textura de las hojas. En ocasiones los olía, para terminar con las nariz llena de ácaros. A esto le siguió un niño de diez años que escribió en forma compulsiva hasta los quince, para después darle paso al deporte, luego a los amigos, a la rumba y a la noche, que me amenazaba siempre con amores que me hacían muecas y después salían despavoridos. La literatura volvería después, a los veintiocho años, tras esperar con paciencia a que yo madurara. Tarde descubrí que Popayán es una ciudad llena de historias, de personajes, que de seguro en algún momento saltarán a mis cuentos.

En ese primer momento de escritura compulsiva, ¿qué escribía? ¿Conserva alguno de esos textos?

Escribía muchos cuentos, pero eran historias absurdas, salidas de la imaginación de un niño que se veía influenciado por lo que estuviera leyendo, tomando elementos de diferentes libros. Pero en particular recuerdo una novela, escrita cuando tenía doce años, llamada Adalia y sus hermanas. De esa novela conservo el original, en hojas oficio, escritas en una Remington de mi papá.

¿Cuál es el asunto de esa novela?

Trata de un pueblo azotado por la violencia y tres mujeres que se resisten a su desaparición. Al final el pueblo desaparece porque el sol se apaga para él, como una suerte de venganza divina o un designio celestial. Ahora tal vez se entienda un poco más cuando me refería a que eran textos nacidos desde el absurdo, cocinados en la cabeza de un niño.

De esos días, ¿qué autores y obras recuerda con cariño?

Me acuerdo mucho de La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. También de La perla, de John Steinbeck, y también de Siddhartha, de Hermann Hesse.

Hace un momento mencionó un periodo de su vida en el que estuvo alejado de los libros.  ¿Qué lo alejó de la literatura y qué lo acercó de nuevo?

Es la combinación de varios factores, pero creo que el que más pesó es que mi papá me desanimó de la literatura. A él ese fervor con que escribía lo asustó, a lo mejor porque pensó que no estudiaría nada y que necesidades era todo lo que me esperaba. Yo no entendía muy bien su actitud, la verdad, porque su renuencia a que yo siguiera escribiendo se contradecía con el ejemplo vital que él me daba. Pero a la par de desmotivarme me dio el consejo que resultaría definitivo: “Si usted de verdad quiere ser escritor, no importa lo que estudie, en algún momento sabrá encontrar el espacio para serlo”. Entonces pasó que a mis veintiocho años, después de no haber escrito durante trece años, decidí que no quería tener más una pregunta que había estado llevando atorada entre pecho y espalda. ¿Qué habría sido de mí sí me dedico a escribir? Y en ese proceso, en esa decisión, fue fundamental y definitivo el apoyo de mi esposa.

¿Cómo fue ese proceso de volver a la escritura, de aprender los mecanismos de la técnica literaria?

Nunca lo he pensado así. Quiero decir que ha sido un proceso más intuitivo, matizado por inagotables lecturas, claro, pero jamás ceñido a mecanismos, fórmulas o técnicas. A mí me parece que mientras el escritor se mantenga al margen de consideraciones de este tipo, es mucho más libre su escritura. Lo que sí fui comprendiendo fue la dimensión del oficio de escribir, que va más allá de querer contar una historia, que sobrepasa el entusiasmo, y que se hermana más con asuntos como la disciplina, el compromiso con los personajes, la devoción por la historia y el respeto por el lenguaje como herramienta de trabajo.

Entiendo, sin embargo mi pregunta iba dirigida a esos momentos y espacios –talleres literarios, tertulias con amigos– que seguramente fueron importantes para usted en esos días. ¿Qué nos puede decir al respecto?

Recuerdo el Taller de Escritores de la Universidad Central, dirigido por el maestro Isaías Peña, donde no solo encontré un espacio semanal para compartir con quienes sentían por las letras mi misma devoción, sino que me permitió comenzar a descubrir esa dimensión del oficio de la que hablaba.

¿Y los amigos? ¿Quiénes fueron los primeros lectores de sus primeros textos?

Johann Rodríguez-Bravo, un gran escritor a quien la vida solo le regaló veinticinco años, pero que aun así le permitió dejar dos novelas y dos libros de cuentos. Después llegarían Paul Brito, JJ Junieles, Juan Fernando Hincapié, Rubén Varona, Carlos Muñoz Bermeo y otros amigos más que han sido fundamentales. Aunque debo aclarar también que mi primera lectora siempre ha sido mi esposa.

¿Cómo trabaja los relatos? Sus libros de cuentos exploran desde diferentes ángulos una obsesión.

Es cierto lo que dices en cuanto a la obsesión. Cada libro de cuentos tiene una mirada común que subyace, una misma preocupación que procuro mirar desde diferentes ángulos. Pero en términos generales podría decir que la cotidianidad es lo que nutre mi literatura. Me interesa mucho abordar la llaneza de la vida, con sus desazones, agobios, frustraciones y aflicciones. En ese sentido le concedo mucho peso al proceso de construcción de personajes. No puedo sentarme a escribir sin haber establecido una relación estrecha con ellos, pensándolos siempre, dándoles un carácter, un pasado, sabiendo qué los aflige, los abate, qué los hace felices.

¿Cómo sabe que una historia da para un cuento? ¿Cómo sabe que el relato está en su punto?

Cuando pasa el tiempo y aún permanece en mi cabeza una imagen, una escena que vi o algo que escuché. Sucede que mi mente siempre está pensando en cuentos, pero pasa también que algunas ideas no persisten, que se desvanecen. En cuanto a saber si un relato está en su punto, creo que solo lo sé después de muchos ires y venires, cuando lo he dejado reposar y al volver a él encuentro que no hay lugar a ningún cambio. Pero supongo que en esa certeza me ayuda también la intuición.

¿Cuál es su método de trabajo?

A mano solo escribí de niño. Ahora siempre es en computador. El método consiste en procurar escribir a diario, tres horas en la madrugada cuando estoy metido de cabeza en un proyecto, avanzando pero antes corrigiendo lo escrito en los días anteriores. Mi proceso de corrección es obsesivo, como una suerte de pulsión que no hace concesiones con nada. Pero es importante aclarar que cuando me siento a escribir es porque es imperativo hacerlo, porque la historia reverbera dentro de mi cabeza y lo único posible es la escritura.

Usted ha sido un autor que ha publicado sus obras gracias a los concursos literarios. Háblenos de su experiencia al respecto.

En un comienzo los premios operaron como un mecanismo para establecer plazos, tiempos para tener un texto a punto. Pero después pasó lo que mencionas, que me sirvió para darme a conocer, para hacerme a un pequeño nombre a pulso, publicando los libros como parte del premio. Creo que fue así como logré llegar a una editorial como Planeta, y su sello Seix Barral, que me ha permitido llegar a muchos más lectores.

Su primer libro, Desasosiegos menores, llega al público en virtud de un concurso. ¿Cuál fue el proceso de escritura?

Ese primer libro fue el encargado de revelarme lo que ahora es parte de mi estilo. En ese momento sabía que tenía varios cuentos escritos, y quise reunirlos para conformar mi primer libro. Pasó entonces que cuando quise pensar en el título, decidido como estaba a buscar uno que cobijara todos los cuentos, descubrí que todos mis personajes llevaban un pequeño desasosiego a cuestas, cuya carga no los doblegaba, pero sí les susurraba al oído que algo no marchaba bien en sus vidas. A partir de ahí decidí que todos mis libros de cuentos llevarían una mirada común que subyace, esa preocupación de la que hablaba que busco mirar desde diferentes perspectivas.

En su caso, ¿hay diferencias entre la escritura del primer libro y la del resto?

Hay diferencias, claro, sobre todo porque, como es natural, siento ahora una voz más madura, y asumo el ejercicio de escribir con mucho más oficio. Pero de cualquier manera he venido transitando un camino que me tracé desde un comienzo, relacionado con la cotidianidad y los agobios contemporáneos. En mi más reciente libro de cuentos, Hay días en que estamos idos, por ejemplo, quise abordar esta cotidianidad de una manera diferente.

Sobre El último donjuán, ¿se sintió cómodo en el formato de la novela?

Escribir nunca será cómodo, por fascinante que nos resulte hacerlo. Pero acostumbrado como he estado al género del cuento, la novela constituyó para mí todo un desafío. En parte por la arquitectura que decidí para ese deseo de narrar el amor en tiempos de internet, pero sobre todo por la apuesta con el lenguaje, porque quería que mis personajes fueran verosímiles desde la perspectiva de cómo debían expresarse o relacionarse entre ellos. El resultado me gustó mucho, y afortunadamente los lectores y la crítica lo recibieron bien.

Contar el amor en tiempos de internet implicaba narrar desde el padre que no entendió cómo su hija se fue frustrando frente a la pantalla, empujándola a un suicidio, o desde el adolescente que entra buscando cibersexo, o la mujer mayor que siente cómo se le abre un horizonte insospechado. Internet instauró un nuevo orden para el amor, y registrar literariamente esta nueva forma de construir los afectos fue mi apuesta.

Se habla ahora mucho de eso, de las nuevas dinámicas afectivas propiciadas por la virtualidad. Al trabajar tanto tiempo en este tema, ¿llegó a algún tipo de conclusión?

Que la frontera entre lo real y lo virtual, que en algún momento estuvo bien definida, parece haberse desvanecido por completo. Sería una necedad pretender ser dos personas distintas en cada una de estas dimensiones. Ese personaje real es también el personaje virtual, y así nos definimos. Pero aun así la dimensión virtual en ocasiones parece definirnos con más énfasis, nos empodera.

Hay días en que estamos idos es un conjunto de cuentos que trata los temas de la paternidad, de la fracturas de las relaciones sentimentales y de la cotidianidad de las parejas de profesionales bien acomodados. ¿Por qué se interesó en este tipo de personajes y en estos temas?

Como suelo observar mucho, para nutrir a partir de esa observación mi literatura, es natural que de algún modo mis personajes se instalen en un entorno que me resulte cercano. Pero esos profesionales bien acomodados pertenecen a una clase media con posibilidades de pujanza. En estos cuentos mi interés residía en poner mi mirada en cómo el descubrimiento de una grieta, una fisura en nuestras vidas, nos pone de frente contra nuestros temores más enconados. Para el descubrimiento o constatación de esa grieta quise acudir a la incorporación de elementos disruptivos que alteraran esa cotidianidad, lo que me ayudó a establecer una relación mucho más estrecha con los personajes.

¿La literatura puede ser un remedio a eso que usted llama grieta o fisura?

La literatura, en mi caso, opera como remedio desde muchas perspectivas. Pero en relación con las fisuras de las que te hablaba es más bien un mecanismo para entrar en ellas, no sorteando las grietas de los personajes sino haciendo de ellas honduras en las que sumergirme. Así de compulsivo suelo ser cuando pienso en mis personajes, porque me gusta también descubrir qué hacen cuando no se sienten observados por un hombre obsesionado en narrarlos.

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Ángel Castaño Guzman

(Armenia, 1988) Periodista. Cursó estudios de posgrado en la Universidad Nacional. Colabora con frecuencia en El Espectador, Arcadia y Revista de la Universidad de Antioquia.

(Armenia, 1988) Periodista. Cursó estudios de posgrado en la Universidad Nacional. Colabora con frecuencia en El Espectador, Arcadia y Revista de la Universidad de Antioquia.

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