Ballenas en cuarentena
“Quiero ser una cerda, una vaca, una mamut. Quiero no temer engordar por la ansiedad de estar encerrada por el COVID-19”. La nueva entrega de Brusquita de Cara enfrenta con honestidad brutal la gordofobia y las presiones sociales que la cuarentena parece acentuar.
Querida, cómo estás de gorda”, me decía la Abuela. En alguna ocasión, Mami me arrastró un plato de comida que no había terminado de embutirme porque “suficiente”. Mi profesor de educación física me apartó un día a un ladito y me dijo que “tenía demasiada celulitis en el culo para ser tan joven”, viejo verde. Doctor Manotas me dijo en una consulta médica en donde yo no era la paciente que “había que bajar de pesito, mi vida”. Mami me dijo “Si seguís así no vas a caber por la puerta”, dejándome con el temor permanente de quedarme siempre fuera de las cosas por gorda. Bestia gigantesca, encallada. Helena la ballena, me decían.
Yo, boba que les creí a ellos y al bombardeo de imágenes de delgadez que nos han llovido siempre a lo Nagasaki, armé dura vida para una chancha golosa como soy. Me armé de una disciplina lánguida para tomar litros de agua y vomitar tras las frijoladas generosas de la abuela, me aporrié con furia los muslos de res en la ducha hasta que quedaron morados. Auto castigo por vaca. Peor, me metí al gym para cambiar mi vida. Patética. Lloraba grasosas lágrimas a diario porque una cosa es mover este viajado de mondongo por romper la discoteca, y otra muy distinta es dietar y ejercitar para estar como la Beyoncé, la JLo, las tantas a las que muchas quieren parecerse. Mierda, qué tristeza, también yo.
Sí que le di mala vida a este cuerpo de ballenato y para qué. Años y kilates después, mientras remato el tercer pan con queso y espero impaciente a que se acabe la cuarentena, las leo escribiendo que temen engordarse mientras están encerradas, como las otras millones de personas que esperan en sus casas a que la pandemia se acabe (los que tienen casa, claro). Escriben que se van a afear, dios las guarde de tener SU cuerpo y no EL cuerpo, que llegó la rutina TetrapentaHIIT que combina técnicas de circo francés con meditación budista, y que todas podemos hacerlo desde la comodidad del hogar. Yo no sé ustedes, pero esta panza desbordada, que es la verdadera voz de mi conciencia y la cosa que más me abunda hoy por hoy, me dice que las entienda pero que no les crea.
En cambio, a cada mordisco le estoy ganando al Covid. Me estoy convirtiendo lentamente en una bestia marina que todo el tiempo se aprieta las tetas pesadas y que anda en ombliguera y pantaloneta. Puedo a mis anchas y quiero ser por fin una ballena. Quiero ser una cerda. Quiero ser una luna llena. Quiero ser una estrella masiva, muriendo espectacularmente, y que la gente mire al cielo y diga “severo cuerpo celeste”.
Porque es feo pegarle a la mamá, feo el hambre que arrastran quienes no tienen casa para huirle al Covid, feo tu novio. ¿Pero feo engordarse? No. Antes es bello que te digan gorda. Me han dicho y me seguirán diciendo después de este encierro, cuando salga como una casa de grande. “Querida, cómo estás de gorda”, dirán con los ojos abiertos como pelotas. Y yo diré: “Bebé, gracias”, porque esta ballena es doméstica y muy educada, por cierto.
Entiendo el temor a engordar en cuarentena, pero es gordofobia pura y dura. Hace rato que debimos haber parado la guerra contra este cuerpo, que es la única casa realmente nuestra, en donde siempre hemos estado encerradas. Me parece absurdo que el miedo a morirse por coronavirus sea solo superado por el miedo a engordar, a ocupar el espacio en el mundo que una mujer gigantesca merece. A ser un monumento.
Engordemos y hagámoslo sin pudor, que cuando esto acabe –porque acabará– nos veremos afuera, rollizas, y ojalá peludas, grotescas para los ojos de esos de los que nos reímos con la boca llena porque nos mandan a ser más discretas, mejor comportadas, delicadas y sanitas. Esos, los refinados, los que nos piden ser más livianas, casi como un susurro, que no se oigan nuestros pasos tronadores de señoras mamut, de bestias peligrosas, de niñas grandes. Los que nos mandan a desaparecer, a ser lo más parecido a la nada que nos sea posible.
Engordemos y hagámoslo con el placer de incomodar, de ocupar espacio en el mundo. Consigamos espejos más grandes y masturbémonos con la anchura de todo esto. Aprendamos braile y descifremos los huecos celulíticos de los traseros. Usemos el tiempo que dedicaríamos a ejercitar compulsivamente y leamos un libro. Comámonos a una gorda (cuando salgamos de cuarentena) y enamorémonos de ella. Este copioso cuerpo no es un fetiche.
Engorde para usted. Porque puede. Usted que puede, coma. Saque la cabeza de Instagram y coma, trague si quiere, al fin y al cabo es una marrana. Lo dice todo el tiempo, ¿no?: “soy una cerda. Me voy a engordar”. Pues hágase caso, porque como sea, está gorda, ninguna flacura o perfección con filtro será suficiente. Gorda, gorda, que no es un insulto sino un piropo. Coma o no coma, haga ejercicio o no, lo que sea, pero lo que quiera. Sucumba ante su deseo si no daña a nadie más. Al cabo que ya está aislada del resto del mundo, ¿para qué quiere aislarse de usted misma? ¿De su fantasía erótica de comer sin culpa? Es rico, la estoy viviendo ahora mismo.
Todo bien con las amigas flacas que están contentas, y con las historias inspiracionales aquellas de Before/After que usan para promocionar dietas milagrosas. Pero lo que soy yo, personalmente, prefiero que en mi ombligo quepan cinco caras, que me chupen los rollos, a estar encerrada en un cuerpo que no es el mío, y que no tiemble a cada paso. Nos veremos fuera de casa gigantas, impúdicas, planetarias, rebosantes de nosotras mismas. Que nos esperen rollizas y maravillosas, sin escondernos para comer. Nada más peligroso que una gorda contenta en una pandemia.
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