Buscar el aire. Una reflexión sobre el calor
El calor nos cobija, nos pone alegres, nos hace falta, pero también nos quema, nos asfixia, nos aplasta. En un mundo cada vez más caliente, el autor de estas líneas sube la temperatura mientras revisa la belleza y el sofoco de sus múltiples facetas.
Caliente queda el cuerpo después de haberse desahuciado en el inodoro, después de una golpiza o una buena siesta. Hacer la digestión o tomar agua eleva la temperatura corporal. Los nervios hacen sudar frío. En el sexo todo tiene que ver con calor, con encarnar una temperatura (la temperatura) e irse alternando entre ardores y vapores varios. El calor es fuente de vida, de instantes propiciatorios, ombligo de explosiones. Está en todo, en todos los momentos —¿es todos los momentos?—, siempre.
La respiración, la lágrima y el aliento revelan que las corrientes de calor nos circulan y circundan. Lo que se extraiga o excrete de nosotros estará caliente como el papel recién impreso o el alimento pasado por el fuego. O es más preciso decir que somos parte de un calor concentrado como el que encierra el puño iracundo de un niño. Donde hay vida hay rabia y hay calor. Al sujeto que acaba de dejar una silla con la superficie caliente se le dice, en serio y en broma: “Por ahora no te mueres”.
Nuestros órganos habitan tinieblas de calor. Las tripas arden. Los torrentes sanguíneos semejan volcanes que erupcionan a la primera herida hemorrágica. Contenemos el calor del sol y de la tierra. Si nos palpamos la nuca, descubrimos el calor —esquirlas de sol— alojado en la piel. O es la acumulación del roce excesivo con el aire caliente, un ensañamiento carnal.
En el calor los días tienen una longitud diferente. Se atraviesa la jornada calurosa como un desierto con capas y capas de arena viviente. No hay un transcurrir temporal o estable; hay un clima caliente apoderándose de las cosas vivas, acelerando la podredumbre de lo muerto. Como en el infinito o en la eternidad, las conversaciones giran en torno a un centro único: el calor que hace, que hizo, que hará. No son conversaciones unidireccionales; de hecho, son acaso las únicas en las que no podemos eludir al interlocutor, cuyo calor reafirma que el mismo sol nos quema. (El sol y el calor como nuestra otredad más próxima; lo otro como sustancia de lo vivo, que es lo alumbrado bajo el sol.)
En los últimos meses, la piel se ha emparentado con la roca milenaria horadada por ríos de fuego. O con una chuleta a la parrilla. Al contacto del suelo, la temperatura puede producir lesiones graves, incluso mortales. Eso leo por ahí. Las noticias que trae el calor hablan de veranos de casi 50 grados centígrados en algunas partes de América y Europa. La Tierra ha vivido los tres meses más ardientes desde que existe registro. Parimos calor, propagamos calentura. Y es un calor antropogénico. La industrialización, la quema desaforada de combustibles fósiles: todo apunta hacia nosotros, productores de basura que desde el descubrimiento o la manipulación del fuego propiciamos esta radicalidad climática. Hemos tratado a la Tierra como a una roca gigantesca que queremos aproximar al sol; como si no fuera el centro de nuestro centro, el corazón del corazón, como le dice el príncipe Hamlet a Horacio, su amigo.
En el calor excesivo apenas se puede escribir o conversar. Ambos se dan mejor en entornos frescos, con una taza humeante de tu bebida favorita, en calma y bajo una luz sosegada. Pero el calor, así como levanta polvo, agudiza el ruido. Para contrarrestarlo, le agregamos más ruido y talamos árboles. Donde hace calor no hay silencio y existen pocas zonas de sombra. En ese ruido anonadante y frenético los sentidos se embotan. En el mejor de los casos, se embriagan. Nada puede hacerse, salvo entregarse al bullicio, como durante el carnaval. Acaso en el calor se escribe y se parla con la conciencia embriagada del carnaval. El carnaval es uno de los rituales que le hacemos al calor, específicamente al de la carne. Un ritual al Sol.
Escribir en estos días o meses —y en los años venideros— podría ser un ritual al calor. Hay quienes desaconsejan escribir “en calor” o “en caliente”, pues se da por sentada la necesidad de dejar reposar las emociones o lo que se quiera decir. Pero uno no escribe ni habla para expresarse o para decir algo, cosa que todos queremos incluyendo las plantas, el polvo, los mares. ¿Qué hay que dejar reposar? ¿Se desconfía del calor por su falta de contención, por su proximidad al desbordamiento y al derrame? ¿Un texto caliente exuda en la página y enloda la lectura? Un texto es un cuerpo vivo y hay que descifrarlo, desearlo, desmembrarlo; no pedirle que oculte o domine su rabia, el efluvio de su mortalidad.
Dice Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955): “Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí. Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto. No había aire”. Un mundo sin aire, ¿a eso nos aproximamos? Lo escrito por Rulfo se adhiere a la piel, se integra a la humedad pegachenta del ambiente, atraviesa el ardor de las noches que boquean por oxígeno y lo transforman en poema, en misterio, en clima de otros ámbitos, de acá. Tal vez todavía nos quede respiración suficiente para detenernos en esas palabras, suspirarlas en su aliento indómito de fuego, y entonces inundarse del calor que todavía, así como nos reseca la lengua, nos arrastra a la sed de vivir bajo el sol de mañana.
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