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La historia natural de un álbum

La historia natural de un álbum

La Compañía Nacional de Chocolates tuvo un cabezazo cuando se le ocurrió mezclar chocolatinas con animales extraños, banderas desconocidas, planetas y datos curiosos. El álbum Jet ha sido desde el siglo pasado un compañero de todos los colombianos. Esta es su historia. 

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omo en el resto del mundo, el inicio de la década de los sesenta prometía grandes cambios para Colombia. En 1961, Avianca empezó a operar jets de la casa Boeing, primero el 720B, luego el 727, el 737 y el 707. En las principales ciudades, los habitantes salían a los balcones para verlos pasar. La propulsión a chorro marcaba una nueva senda de progreso y, de coletazo, inspiraba el nombre de la que, según los sondeos de recordación de marcas, sería la chocolatina más famosa del país: ícono de la tradición visual colombiana, vehículo de la educación sentimental de muchas generaciones y objeto de deseo de coleccionistas.

En la década anterior, la Compañía Nacional de Chocolates —creada en 1920 de la unión de una decena de empresas con marcas de chocolates de mesa muy reconocidas como Cruz, Diana y Corona— había logrado consolidar la bebida de chocolate entre las clases urbanas del país. Sus campañas y promociones incluían cheques en los productos, correo directo a las amas de casa, rifas de artículos para el hogar, además de marranos gordos, novillonas, cuadros del Sagrado Corazón y dinero en efectivo. En 1956, un reporte de la Junta Directiva de la empresa anotaba con complacencia que “los colombianos han hecho del chocolate una necesidad y un elemento integrante de su ración alimenticia”.

En 1958 asumió como gerente general de la compañía Samuel Muñoz Duque, un abogado proveniente de una familia conservadora de Santa Rosa de Osos. Entre sus encargos en la nueva gerencia, Muñoz Duque tenía la misión de remediar la exclusiva dedicación de la compañía al chocolate de mesa, que empezaba a mostrar signos de declive, y a partir de 1959 embarcó a la empresa en la creación de su propia chocolatina. Entonces aparece, escondido en los archivos, un italiano de apellido Cenciarelli, conocedor de la fórmula de la que sería la primera chocolatina de fabricación nacional.

El reto con las nuevas chocolatinas era conquistar el paladar y, sobre todo, el corazón de sus compradores. Una mezcla de licor y manteca de cacao, azúcar, leche en polvo y esencias haría lo primero; unas laminitas ilustradas conseguirían lo segundo.

Se trataba de la creación de una línea de producción y de un producto completamente nuevos. La marca debía simbolizar un gran salto hacia adelante para la compañía, como el que estaba dando el país con la llegada de los jets. Avizorando el despegue de un gran negocio, en junio de 1961, Muñoz y sus asesores de mercadeo y publicidad crearon y registraron la marca Chocolates Jet.

En uno de los boletines de la fábrica (Al Grano N 33, 1980), Muñoz Duque —fallecido en 2008 a los 92 años— recordaba esos inicios: “Viajé a Bogotá y me encontré un montón de maquinaria vieja, la trasladamos a Medellín y con la colaboración de un técnico italiano, el señor Cenciarelli, montamos el proceso de producción de barras de chocolate”. Una barrita de chocolate de doce gramos, con cuatro cascos, envuelta en papel aluminio pintado de azul, con el nombre Jet en letras grandes y amarillas, atravesadas por un avioncito blanco con líneas rojas. Y en el interior de la envoltura, una laminita ilustrada para pegar en un álbum.

Marca, producto y álbum llevarían a la chocolatina Jet a representar el 45 por ciento de las ventas de la Compañía Nacional de Chocolates, con una producción de más de doscientos millones de unidades al año solo en Colombia, e ingresos por más de cien mil millones de pesos. Pero, ¿de dónde surgió la idea de crear un álbum e incluir una lámina ilustrada en el interior de la chocolatina?

***

La historia de los álbumes ligados a los chocolates tiene una larga tradición en Europa, donde fueron muy populares los editados por Nestlé. En España, los álbumes de Nestlé, en los que se intercambiaban empaques de chocolates por láminas, empezaron a aparecer en 1929. Uno de los más recordados es Las maravillas del mundo, en el que participaría Miguel Conde Sans, un joven ilustrador de Barcelona.

Al mismo tiempo que dibujaba para Nestlé, Miguel Conde, quien ya había participado antes en la ilustración de láminas —llamadas “cromos” por los españoles— para campañas publicitarias, se presentó a la Editorial Bruguera con la idea de ilustrar un álbum titulado Maravillas del mundo, para el que le encargaron 250 cromos que trabajó. Más adelante, la misma Bruguera le encargaría otros 250 cromos para el álbum La conquista del espacio (1956).

Y fue precisamente con La conquista del espacio de Bruguera, ilustrado por Conde, que Samuel Muñoz lanzó al mercado su marca Jet, con cada lámina ilustrada adherida a la envoltura de la chocolatina. Toda una novedad que amenazaba con conquistar un rincón en el gusto de los colombianos. Miguel Conde, aunque se consideraba a sí mismo “más técnico que artista”, se preocupaba porque sus ilustraciones fueran muy coloridas y las hacía “con conciencia artística” a partir de imágenes en blanco y negro que encontraba en las bibliotecas, como cuenta en una entrevista publicada en el diario catalán La Vanguardia. Utilizaba aerógrafo para pintar los cielos y las figuras las hacía con acuarelas. El resultado eran unas ilustraciones que hoy nos parecerían de cartilla escolar, simples y muy contrastadas.



En esos primeros años aparecieron en Colombia diferentes álbumes: Autos Jet (1963, ilustrado por Miguel Conde y Tomás Porto), que explotaba una creciente fiebre por el automóvil; Banderas y uniformes (1964, ilustrado por Daniel Codorniu y Tomás Porto), una pequeña enciclopedia de países y uniformes militares; y El hombre y el mar (1965, ilustrado por Daniel Codorniu y Tomás Porto), dedicado a las grandes invenciones del transporte marítimo.

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Si hoy tuviéramos la oportunidad de verlos, constituirían un verdadero retrato de las ideas, logros y aspiraciones humanas de los años sesenta del siglo pasado. En el álbum de Banderas y uniformes, por ejemplo, había banderas ya desaparecidas, como la de la España franquista o de países que ya no existen, como Pahang, Negri Sembilan, Johore, el Congo Belga o Rhodesia del Sur.

En esos años se vinculó al departamento técnico de la compañía el ingeniero mecánico Jaime Tamayo Vélez, quien ahora cuenta con ochenta años cumplidos.

—Al principio, la producción de las chocolatinas se hacía de una forma muy incipiente, aprovechando las instalaciones donde se fabricaba el chocolate de mesa y con unas máquinas antiguas que fueron adaptadas para hacer las barritas. Las láminas se metían manualmente y se envolvía con papel parafinado y de aluminio y así fue creciendo la producción —recuerda Jaime Tamayo.

Para mediados de los sesenta salían de la fábrica diez toneladas de chocolatinas semanales.

—A mí me tocaba supervisar la cadena de producción. Eran un montón de mujeres taque, taque, taque, imagínese, para empacar esa cantidad de barritas. Las laminitas llegaban de una impresora de Barcelona, el problema era que venían cinco, diez, veinte mil laminitas del mismo motivo en una caja. Las muchachas iban haciendo la repartición de manera aleatoria y manualmente por lotes. Ponían varios arrumes con las láminas e iban cogiendo de cada una para combinarlas en la cajita de treinta chocolatinas.

Y entre ese arrume de miles de láminas importadas, unas tenían que volverse escasas.

—El álbum tenía un premio en dinero y con esa cantidad de álbumes, había que hacerlo difícil o se quebraban pagando el premio. Había un supervisor encargado de repartir las escasas. Y esas se volvieron más caras cuando las revendían. El doctor Muñoz era muy previsivo y guardaba las láminas bajo llave, como un tesoro —dice Tamayo.

El quinto álbum de la serie se convirtió en una leyenda. Fue lanzado en 1968, con el título de Historia Natural y duró en el mercado, con pocos cambios, por casi cuarenta años. Se convirtió en una alternativa educativa que ofrecía conocimiento sin seguir las formas tradicionales de la escuela. Fue tal la sensación, que se ganó el derecho a permanecer entre los consumidores por varias generaciones y despertó pasión en coleccionistas que aún hoy negocian con sus diferentes ediciones.

2-PORTADA DEL ALBUM HISTORIA NATURAL

***

Francisco Eladio Gómez Yepes fue vicepresidente de Mercadotecnia y secretario de la Junta Directiva de la Compañía Nacional de Chocolates por más de veinte años. En carpetas guardadas en la biblioteca de su apartamento de Medellín conserva buena parte de la historia de la empresa y del álbum Jet. Nació en Donmatías en 1922, en una familia muy católica, con cuatro tíos curas. Fue el primer administrador del estadio Atanasio Girardot y secretario de Hacienda de Medellín. Luego pasó con éxito a la empresa privada como gerente de Postobón. En 1970 se vinculó a la Nacional de Chocolates.

—A mí me tocó recibir el gran álbum de Historia Natural. En ese momento tenía un premio de 250 pesos a quien lo llenara y había seis o siete láminas muy escasas. A los que lo entregaban lleno, se lo perforaban cuando cobraban el premio, y me pareció que estábamos perdiendo algo que no podíamos perder. Entonces le propuse al gerente que quitáramos el premio y mejor le hiciéramos una publicidad dura al álbum para que la gente lo conservara. Y él aceptó.

Sin el premio y sin la amenaza de la perforación, Francisco Eladio llenaba álbumes de Historia Natural y luego se los regalaba a los rectores de los colegios diciéndoles que lo usaran como texto de Ciencias Naturales. A cambio les pedía que le dejaran abrir una tienda escolar con chocolatinas Jet.

—El mejor momento de la chocolatina fue cuando vi que en los semáforos del centro de Medellín vendían confites. Pedí que les ofrecieran las chocolatinas a los vendedores de los semáforos para que las vendieran a peso. Ahí nació la chocolatina a peso: eso barrió en el mercado, Jaime Tamayo no alcanzaba a producir, copó la producción total de la fábrica.

A mediados de los setenta, la reventa de laminitas ya se veía en las calles de Medellín.

—Las láminas escasas crearon un mercado paralelo —dice Francisco Eladio—. En las afueras del Club Unión, en la carrera Junín, había unos muchachos con carguitas de láminas escasas y todo el mundo iba a buscarlas. Era un gran comercio. En un momento empezaron a aparecer muchas láminas escasas disponibles, y salían y salían y no sabíamos por qué, pues las láminas se mezclaban con mucho secreto. Nos pusimos a investigar en la fábrica y había un obrero, quién sabe cómo se las conseguía, que las cogía y las escondía en un sanitario y de ahí las iba sacando para vender en la calle. Finalmente lo cogieron.

***

En 1979 asumió como presidente de la Compañía Nacional de Chocolates Fabio Rico Calle, quien venía desempeñándose como gerente de Colcafé y sería uno de los fundadores del llamado en ese entonces Sindicato Antioqueño. Su administración se caracterizó por la modernización tecnológica e inició con la apertura de una nueva planta de producción en Rionegro.

—Entre el 80 y el 81 nos trasladamos para Rionegro y esa fábrica nos abrió muchas posibilidades —dice Jaime Tamayo—. Desarrollamos una máquina que era como una araña, con una plataforma circular con cajoncitos donde se ponían morritos de láminas del mismo motivo. Las patas de la araña tenían chupas neumáticas que cogían lámina por lámina, de diferentes motivos, y la depositaban en los empaques de las chocolatinas ya combinados.

Con la araña neumática y la nueva planta, la compañía podía llegar a picos de producción de un millón de chocolatinas por día. En los ochenta estábamos inundados de chocolatinas y de laminitas. Muchas generaciones de los barrios populares y de clase media aprendimos con el álbum de Historia Natural que el conocimiento podía ser divertido, con sus frustraciones y recompensas. Algunos se obsesionaron tanto con él que ayudó a formarles el carácter, como le pasó al escritor Juan Carlos Orrego, autor de libros como Cuentos que he querido escribir y La isla de gallo, quien en un relato titulado “El álbum en mi cabeza”, publicado en Universo Centro,  dice que llenarlo fue “una prueba de fuego para mi personalidad obsesiva”.

—Cuando tengo conciencia de lo que pasaba en mi casa, a los cinco o seis años, principios de los ochenta, ya estaba el álbum —cuenta Juan Carlos—. Me acuerdo mucho de los primeros caramelos que se me grabaron, el águila, que era el 153; el gato y el conus peligrinis, que era un molusco que salía mucho. Con el álbum me pasaba como con el Independiente Medellín: así como pensaba que mi equipo no iba a quedar campeón nunca, pensaba que nunca iba a llenar el álbum.

Luego de fracasar en varios intentos, a mediados de los ochenta, él y su hermano estuvieron a punto de conseguirlo y Juan Carlos invirtió los ahorros que tenía en una cooperativa para comprar las laminitas escasas a los revendedores.

—Pero no puede conseguirlos todos, me faltaron tres o cuatro y ese álbum se quedó sin llenar. Llenar el álbum de Historia Natural ya era algo muy importante. Después creo que lo dañé, le arranqué las hojas. Luego entendí que los álbumes sin llenar también son bacanos, pero he sido muy obsesivo: si no lo podía llenar, lo entendía como un trasto, como una cosa mala, como un fracaso.

Los hermanos Orrego tendrían su revancha a principios de los noventa, cuando ya estaban en la universidad.

—Nos quedaba faltando uno, el oso blanco, y en una ida al centro fui donde los revendedores de Ayacucho con Junín y compré ese puto oso blanco para poderlo llenar. El álbum ya era legendario.

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En ese punto del centro de Medellín, entre Junín y el pasaje La Bastilla, se concentran los puestos de los revendedores de laminitas, que hacen su agosto cada cuatro años con el álbum Panini del Mundial, pero que día a día mantienen vivo el mercado paralelo de los álbumes de chocolatinas y las esperanzas de los coleccionistas.

Libardo Pabón, 54 años, nacido en Medellín, empezó a revender laminitas con el Mundial del 94, hace 23 años. Le pregunto por el mítico álbum de Historia Natural y me dice que me lo consigue lleno por treinta mil pesos o que si quiero, él mismo me llena uno, y saca de una caja un álbum con paqueticos de láminas sueltas puestos entre las hojas.

Debajo de sus improvisados puestos de trabajo sobre la acera de la calle Ayacucho, llenos de toda clase de libros de segunda y textos escolares, los revendedores guardan cajas con miles de láminas, tantas que seguramente no alcanzan a venderlas todas. A veces pasa algún nostálgico como yo, al que le gustaría volver a tener el álbum Jet que algún día llenó y ya no conserva, y está dispuesto a pagar por él.

Desde que descontinuaron el álbum de Historia Natural en 2006, han aparecido nuevas versiones que alimentan el negocio y que representan para Libardo, en un buen día, entre 130 y 150 mil pesos. Hasta el año pasado habían salido tres álbumes diferentes que ya están fuera de circulación: El mundo de los animales, aparecido en 2007 y que por primera vez incluyó láminas adhesivas; El mundo de los animales prehistóricos y en peligro de extinción (2011), dedicado a los dinosaurios; y Planeta sorprendente (2013), que daba una mirada a los ecosistemas del planeta Tierra y a los secretos de las estrellas y de los animales. El más reciente, lanzado en 2017, se llama Vive la aventura Colombia y está dedicado a explorar las riquezas de nuestros parques nacionales naturales.

—Las láminas normales son a doscientos, y las difíciles a quinientos —dice Libardo—. Todas las láminas salen, es uno el que las hace escasas. En el de Planeta sorprendente las costosas son las redonditas, que vienen troqueladitas, pero ese álbum ya no sale.

—¿Y cuál es el mejor álbum para su gusto? —le pregunto.

—El de Historia Natural y El mundo de los animales. El actual es muy bueno también porque son puras fotos. Es de colección.

De tanto en tanto para algún transeúnte que pregunta por láminas, como Pedro Soto, un exgeneral de la República que le está ayudando a su nieto de ocho años a llenar Vive la aventura Colombia. Su revendedor de confianza es Carlos Mario Salazar, que lleva 34 años en la esquina de Ayacucho con el pasaje La Bastilla.

Gabriel Jaime Garcés, pensionado, llega donde José Luis Rodríguez, que lleva 20 años vendiendo láminas, y le muestra un papelito con los números que le faltan de Planeta Sorprendente.

—Como ya salió uno nuevo, vengo por las que me faltan del anterior. Aquí tengo varias listas, yo se las consigo a los vecinos —cuenta Gabriel.

José Luis coge una pequeña caja de madera con compartimentos y empieza a mover los dedos y a pasar laminitas como si fuera un archivista del siglo pasado. Mira con velocidad los números de la lista y con solo ver la figura ya sabe cuál es y así los va escogiendo. Las baratas las pone a un lado y las caras a otro.

—Esas me las deja a quinientos, a mil no le pago —le dice Gabriel, mirando el lotecito de laminitas escasas.

—Bueno, porque le faltan bastantes se las dejo a eso.

—La 144 no es escasa —dice Gabriel.

—Estas que tengo aquí no son escasas —dice José Luis—, pero la 289 no se la puedo dejar en doscientos. Aquí hay nueve de quinientos.

En cinco minutos, José Luis cerró una venta de 33 láminas.

***

A finales de los noventa, como le sucedió a Juan Carlos Orrego y a su hermano, había toda una generación de profesionales que se criaron llenando el álbum de Historia Natural. Y aunque nunca sabremos hasta qué punto influyó en su formación, una de esos profesionales sería la protagonista de muchos de los cambios que tendría el álbum hasta nuestros días. En 1997, María José Ospina Restrepo, ingeniera de producción, buzo y apasionada por los océanos, llevaba varios años editando la Agenda del Mar, una publicación anual con temas de conservación ambiental.

—La historia del álbum de Historia Natural empezó para nosotros porque encontramos un error en la lámina del coral, la 145 —dice María José—. La lámina decía que los buzos sacaban el coral del fondo del mar y que se usaba ampliamente en joyería. A mí casi me da un infarto. Se la mandamos a Fabio Rico, presidente de la compañía, y le dijimos que tenía un error. Él nos dijo: “¿Ustedes por qué no nos hacen una revisión del álbum?”. Era hecho con filosofía española, como una enciclopedia Bruguera de historia natural.

Por primera vez se cuestionaba el tipo de información que estábamos recibiendo del álbum.  El ejemplo más irónico de esa visión sesgada del mundo que traía el álbum era que ni siquiera incluía el cacao, producto sin el que nada de esta historia hubiera sucedido en Colombia. En pleno cambio de milenio, de la mano de María José, el álbum hizo su declaración de Independencia. El equipo de la Agenda del Mar, asesorado por biólogos y geólogos, revisó y actualizó el contenido del álbum e incluyó ilustraciones e historias criollas, del chigüiro, el delfín rosado, el oso de anteojos, el papagayo, el bagre, la palma de cera, el manglar, la guayaba, el aguacate, el mango, la papaya, el maíz, entre otros, y como muestra máxima de orgullo patrio, le dio espacio al café. Americanizado, por decirlo de alguna manera, el álbum de Historia Natural entró a la última etapa de su larga vida, comprendida entre 1999 y 2007.

Para esos años finales de los noventa, Jorge Julián Aristizábal, un artista plástico nacido en Medellín en 1962, criado también con el álbum, vivía en Nueva York.

—Siempre tuve mucho afán por hacer algo con el álbum, me daba vueltas en la cabeza y no entendía por qué. El interés empezó porque leí un artículo sobre Van Gogh, que hizo unas pinturas de unas láminas asiáticas. Cuando esas láminas, luego de inventada la imprenta, llegaron a Europa, la gente se enloqueció con ellas. Ahí me empezó a dar vueltas porque me parecía que era lo mismo que pasaba con el álbum de Jet.

Se le ocurrió entonces reproducir una veintena de láminas (el canario, el jabalí, el cachalote, el saltamontes, la pulga…) en cuadros pintados al óleo; por una parte, la selección que hiciera le permitiría referirse a esa influencia de la mirada española en nuestra cultura, todavía muy viva; y por otra parte, replanteaba el viejo dilema sobre qué es más original o tiene más valor: si una lámina (que reproduce una pintura) o la pintura de la lámina (que es un original de una copia).

—Cuando empecé a pintarlas me daban risa porque iban en contra de todo lo que le enseñan a uno que debe hacer en la pintura, sombras lilas, grietas obvias. Las láminas son muy feas, tan feas que son bonitas. Me demoré mucho, porque copiar es muy cansón, y tenían que ser perfectas, las corté por donde estaban cortadas en las láminas, conservando el bordecito blanco.

En 2003, el Museo de Antioquia inauguró la exposición “El canario y el jabalí. Láminas en la memoria de Jorge Julián Aristizábal”, que para José Roca, crítico de arte, “se refiere a las diversas formas en las cuales actúa la memoria. Para Aristizábal, el álbum de Historia Natural está indisolublemente asociado no solo a la tradición visual sino a la niñez, y el olor a chocolate activa los recuerdos, creando, en palabras del artista, “la oportunidad para poder retornar a la infancia, ofreciendo al espectador la posibilidad de ser niño’”.

Pasadas por la experiencia artística de Jorge Julián y exhibidas en las paredes de un museo, las láminas –y, por ende, el álbum– habían conseguido hacer parte del circuito artístico nacional.

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El año pasado, 55 años después de que Samuel Muñoz viera en los álbumes de Bruguera la plataforma ideal para lanzar sus chocolatinas Jet, en el primer año del posconflicto, la Compañía Nacional de Chocolates volvió la mirada hacia su país natal y lanzó el último espécimen de esta ya numerosa colección de álbumes: Vive la aventura Colombia, que marcó un cambio de enfoque y de público. Para hacerlo se alió con Parques Nacionales y la National Geographic, y contó con la participación de casi sesenta fotógrafos y con la coordinación editorial de la Agenda del Mar.

Vive la aventura Colombia incluye un gran despliegue fotográfico con 250 láminas firmadas por fotógrafos de naturaleza del país, como Fernando Trujillo, Guillermo Gómez, Sandra de Bedout, Rodrigo Gaviria, Juan Esteban Hincapié. El álbum invita a conocer y visitar nuestros parques naturales, agrupados en cinco aventuras: “Marina”, “En las alturas”, “Sabana y desértica”, “En los bosques” y “Arqueológica”.


El coleccionista puede viajar, pegando laminitas, a la isla de Gorgona o a la ensenada de Utruía para ver ballenas, monos cariblancos o la raya más grande del mundo; subir al volcán Galeras o al Puracé, a los nevados del Ruiz, Santa Isabel y Tolima, o a la Sierra Nevada del Cocuy y disfrutar de las aves y los frailejones; ver estrellas en el desierto de la Tatacoa, conocer un oasis en la serranía de la Macuira, ver dantas en el Tuparro, en la inmensidad de los llanos, o contemplar los colores de Caño Cristales en la Sierra de la Macarena; encontrar la selva en todo su esplendor en Amacayacu, picos majestuosos en los Farallones de Cali o el Otún Quimbaya en el corazón del eje cafetero.

De cada parque natural se ofrece información útil, como área, generalidades, cantidad de especies, clima, tipo de área protegida existente, principal actividad para disfrutar y un destacado ambiental que llama la atención sobre las mayores amenazas o las especies clave de flora y fauna. El nuevo álbum es una ventana con un vitral de laminitas de un país desconocido, que hasta hace poco era inaccesible y ahora se nos ofrece como una chocolatina a un niño.

En el pasado —en la nostalgia y el recuerdo— quedaron las láminas ilustradas por Miguel Conde Sans y sus colegas europeos. Después de más de veintiún millones de álbumes y diez mil millones de laminitas entregadas, nos ha quedado, tan arraigado como un vicio, el hábito de comer chocolatinas y de mirar y coleccionar caramelos.

***

Las chocolatinas y el álbum Jet pusieron al alcance de cualquier colombiano un pedacito de “sabor y saber” y casi sin darnos cuenta, mientras un casquito de chocolate se nos derretía en la boca —o en los bolsillos del pantalón o del morral del colegio—, aprendimos que con las laminitas ilustradas teníamos entre manos un conocimiento que valía la pena completar y conservar.

Entonces ocurrió una pequeña revolución pedagógica y sentimental: se podía jugar con la información que los maestros luego usaban en clase. En los descansos hablábamos de especies y fenómenos naturales como si los conociéramos desde la guardería, ni siquiera gagueábamos para decir “pitecántropos”, y sabíamos de dónde venían las chinchillas. Sabíamos que el dodo, que parecía un pisco cruzado con pato, vivió en Islas Mauricio, y pese a estar extinto desde 1681, era para nosotros tan tangible como deseado. Los más aventajados lograron incluso aprenderse de memoria los números que identificaban a las láminas, que nos enseñaron que para todo había un orden.
Aprendimos también a intercambiar láminas mano a mano o a ganarlas a pulso volteándolas con el cuenco de la mano; a presumir las nuevas adquisiciones y a envidiar las posesiones ajenas; nos acostumbramos sin quejarnos a las leyes de la oferta y la demanda y entendimos que la escasez de caramelos aumentaba los costos y daba poder a quien supiera administrarla. Entonces nos volvimos ahorradores y luego derrochadores. Y tuvimos paciencia. Y finalmente acariciamos el éxito cuando logramos llenar el álbum o nos acostumbramos a la derrota de ver los espacios en blanco que nunca completamos. Hicimos todo eso atragantándonos de chocolatinas.separador
Alfonso Buitrago Londoño
(Medellín, 1977) Cronista, editor y profesor universitario. Después de fracasar en su intento de ser futbolista, taxista y médico, se dio cuenta de que lo mejor era contar el cuento. En su libro El hombre que no quería ser padre habla de esos fracasos. En El 9. Un fotógrafo en guerra cuenta la historia de un reportero gráfico del conflicto armado colombiano, punkero militante, criado en la Medellín dominada por el narcotráfico. Publica sus historias en un periódico local llamado Universo Centro, que tiene su sede en la buhardilla de un bar de rock. Los domingos sale a montar en bicicleta con su hijo Lorenzo.
(Medellín, 1977) Cronista, editor y profesor universitario. Después de fracasar en su intento de ser futbolista, taxista y médico, se dio cuenta de que lo mejor era contar el cuento. En su libro El hombre que no quería ser padre habla de esos fracasos. En El 9. Un fotógrafo en guerra cuenta la historia de un reportero gráfico del conflicto armado colombiano, punkero militante, criado en la Medellín dominada por el narcotráfico. Publica sus historias en un periódico local llamado Universo Centro, que tiene su sede en la buhardilla de un bar de rock. Los domingos sale a montar en bicicleta con su hijo Lorenzo.

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