El alma en el hígado
Es el mejor amigo que uno puede tener. Casi nunca se queja, siempre está ahí, acompañándonos, en las buenas y en las malas. Como deben ser los amigos. Sufre los golpes que le damos con resignación. Se hincha, se pone rojo, se amorata, pero luego se le pasa, o eso creemos, porque sigue ahí.
l hígado ha sido mi compañero silencioso desde antes de que supiera que existía. El pobrecito ha aguantado de todo. Bueno, casi todo. Si el corazón se encarga de bombear la sangre, el hígado es el que la limpia. ¡Y qué trabajo el que tiene! Unas cervezas, una botella de vino, luego un par de Advils, y él ahí, bancándose toda la basura que le embuto, procesándola, volviéndose graso y blando y feo con los años, con tal de darme un poco de felicidad.
A veces protesta, como todos los amigos cuando uno se porta mal con ellos, pero se calma con cualquier cosa: una semana de dieta, un mes sin recibir alcohol, y está como nuevo, listo a recibir lo que venga.
Pero si sólo esa fuera su función… El hígado, mi hígado, produce además la bilis necesaria para ir por la vida enfrentándome al taxista que me cerró, al funcionario de medio pelo que me dijo “por eso le digo, señora, en la ventanilla tres…”, a la vecina que me exige que le baje el volumen al equipo. Así que, además de compañero de juerga, me resultó compañero de peleas. Patrocinador, casi.
Cuando hablo mal de ciertas personas, y digo que me caen al hígado, él entiende. Debe procesar tanta rabia y ayudar a que mi cuerpo se desintoxique de odio, no vaya y sea que por pura tirria me dé un infarto. Eso el hígado no lo puede permitir porque es mi mejor amigo y no quiere que nada malo me pase, pero también porque se quedaría sin trabajo, y el hígado, el mío, es supertrabajador. No para. Recibe montañas de cosas para procesar, para archivar, para botar. Porquerías, en su mayoría, cómo no. Y día y noche, trabaja sin pedir un aumento, sin reclamar sus derechos ni tener días de descanso.
Tiene sus defectos, no voy a decir que no, como todos. Mi hígado en particular es malísimo con los triglicéridos y no los procesa bien, pero si sopesamos su labor, sale divinamente librado.
Otro defecto que tiene es que es feo, pero se sabe ocultar. No como la piel, esa zorra desagradecida que se llena de espinillas en protesta por cualquier chicharrón (literalmente). O como el pelo, el engreído, que si uno no está pendiente todo el día se convierte en una escoba. No. El hígado sufre con discreción.
En realidad, mi hígado es tan paciente, tan bueno, tan aguantador, que estoy a punto de pensar que es allí, en el centro de esa masa blanda y lisa, donde se esconde de verdad mi alma.
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