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El archivo queer más grande de Colombia

El archivo queer más grande de Colombia

Fotografía

No existe en Colombia una entidad pública que reconstruya la memoria de la población LGBTIQ+ del país. Rescatar estos tesoros se ha convertido en la obsesión del investigador y curador de arte Halim Badawi a través de la Fundación Arkhé.

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Halim Badawi junto a piezas de Andy Warhol que hacen parte del archivo de la Fundación Arkhé.

“Todo lo que está aquí me lo sé de memoria”, dice Halim Badawi sentado ante el comedor de su cocina, en el que ha improvisado un escritorio donde arruma torres de papeles que no valían nada, que ahora valen algo, que en un futuro serán invaluables. Es una tarde de diciembre de 2020 y todo el día, como los últimos ocho meses, lo ha pasado en un confinamiento estricto, revisando, estudiando, persiguiendo, adquiriendo, clasificando documentos, fotos, dibujos, agendas, cartas, periódicos, libros, revistas, postales, casetes, carpetas y todo tipo de cachivaches viejos, rotos, intactos, olvidados: cosas que hicieron, tocaron, pertenecieron, atesoraron gente que, en su mayoría, ya no existe. El apartamento es un enorme dúplex en Chicó, de ventanas amplias y tupidas de plantas por las que entra la luz de Bogotá, pero no el ruido, e ilumina el incontable inventario de cuadros y objetos preciosos que cubren las paredes.

Desde la cocina sin divisiones, custodiado por cuatro serigrafías de Marilyn Monroe que sonríen a todo color, Halim Badawi hace una pausa a sus explicaciones y se reacomoda en el asiento para pensar qué tan loco está. Con su enorme mano alza a Felisa por la panza, la quita de su regazo y la deja delicadamente al lado de Tiziano, que está acostado a sus pies. Juegan un momento entre las sillas y salen a recorrer el piso esquivando con naturalidad la maraña de esculturas y muebles de diseño que parecen dispuestos para una exposición, pero que en realidad son su hábitat doméstico. Halim sigue con la mirada a los dos perros, más por verlos que por vigilarlos, porque sabe que no romperán nada. De repente termina su silencio y responde sin mediación:

–Claro que estoy un poco loco. Pero pues, es como todo: hay gente que se gasta su plata en viajes dándole la vuelta al mundo, o en una boda, o en ropa, o montando un negocio. Yo me la gasto coleccionando estas cosas.
–¿Y en verdad te las sabés todas de memoria?
– Todas.
–A ver…

Se levanta de la silla, empieza a recorrer su espacio, y a su paso enumera:
–En este muro se encuentra Jesús María Zamora, un pintor colombiano de los años 10 y 20. Acá está Santa María, con una obra que fue pintada en Soacha, en 1894. Ricardo Borrero Álvarez, Tequendama, que lo pintó en 1915. Este cuadro que es icónico para los paisas, ¿lo conoces? Horizontes, de Francisco Antonio Cano: solo hizo cinco copias, esta es una de ellas. Por este lado, Pedro Nel Gómez, también paisa, pintado en los 30, 40. Aquí, Enrique Recio, un pintor español que estuvo viviendo en Colombia de 1892 a 1910, me parece. Roberto Páramo es este. Carlos Castro, un artista contemporáneo colombiano, se llama La narcoarca… Y un montón de cosas: Camilo Egas, ecuatoriano; Fernando Buias, colombiano. Frenell Franco, Matías Pinilla, Manolo Vellojín, Becky Mayer ahí abajo, Éver Astudillo, Bruce Nauman, que es un gringo importantísimo… Judith Márquez…y bueno, lo queer: esta pieza se llama Míster Esperma de Miguel Ángel Rojas, del año 90. Norma Mejía, del 66… Carlos Granada, que toca temas de género… Andy Warhol, que no necesita mayor explicación…

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Álbumes de fotos e ilustraciones de mujeres trans colombianas.

Todos los cuadros son auténticos, desde luego. Calcula que son entre 900 y 1000 las obras de arte que conforman esta colección que, a diferencia de muchas otras colecciones privadas, tiene un objetivo y una misión específica, milimétricamente curatorial: darle sentido al arrume de documentos y cachivaches esparcidos en el escritorio improvisado de la cocina, que cada semana llegan por cajas a llenar el acervo de la Fundación Arkhé, la iniciativa de Halim Badawi para rescatar archivos olvidados sobre el arte en Colombia y Latinoamérica, pero que además, ha abierto un espacio inédito en el país: atesorar todo tipo de objetos que den cuenta del paso de la población LGBTIQ+ en la historia de Colombia.

De los más de 70 mil archivos bajo su custodia, cerca de 50 mil hablan de la existencia de las diversidades sexuales y de género en Colombia durante los últimos doscientos años. Todas, memorias que estuvieron a punto de perderse, que no están registradas, reunidas o indexadas en ningún acervo público. Es, de lejos, el archivo LGBTIQ+ más grande del país. “Alguien tiene que hacer esto”, dice Halim en medio de sus objetos, como justificando algo evidente.

***

No se sabe a ciencia cierta por qué y de donde viene la humana práctica de coleccionar cosas. En el caso de Badawi, comenzó en su infancia, en Barranquilla, en la década de los ochenta. Hijo de un empresario y una filóloga, recuerda que a los cinco años su padre lo llevó un fin de semana al centro de la ciudad para comprarle un hermoso pedazo de papel: una rupia de la India. Se le había ocurrido que era una forma entretenida de enseñarle al niño cómo era el mundo viendo los países representados en sus billetes. Halim quedó prendado con ese método visual de crearse su propio mapa del planeta y muy pronto desarrolló un prematuro gusto por la numismática. Desde entonces, cada sábado bajaban juntos a adquirir un nuevo billete. Fue su primera forma de coleccionismo.

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Badawi conoce de memoria cada pieza de su colección.

Ya a los veinte años, cuando empezaban los 2000 y había llegado a Bogotá para estudiar Arquitectura en la Nacional, había reunido más de 5500 billetes de todos los países del mundo. Pero se cansó. Archivó esa colección y empezó otra más afín a lo que sería, en adelante, su vocación que apenas despertaba: la investigación y curaduría de arte. Fue cuando se decidió por un tema que se acomodaba a su interés y presupuesto de estudiante y comenzó a reunir libros raros o escasos sobre arte colombiano, joyas editoriales de los años 20, 30, perdidos en librerías de viejo y con el tiempo esa línea se hizo cada vez más definida, sobre todo después de trabajar en el museo de arte de la universidad.

Ya graduado, era un ávido conocedor de la historia y la actualidad del arte en Colombia y Latinoamérica. Así terminó siendo parte de la investigación Perder la forma humana, una exposición de 2011 del Reina Sofía, en Madrid, que abordaba las violencias de los años ochenta en Latinoamérica y una de sus muestras era sobre la población LGBTIQ+. Entre una larga lista de materiales, le encargaron algunos ejemplares de la revista Ventana Gay, una de las primeras publicaciones gay de Colombia y de la cual se habían publicado 24 ediciones desde 1984. Pero la revista parecía borrada del mapa editorial del país. Solo se encontró un ejemplar en la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Como ya tenía vocación de coleccionista, que en gran parte consiste en la cacería de joyas escasas, buscó entre acumuladores, activistas y colaboradores de la revista de la época, hasta reunir cada uno de los ejemplares, que tendían más al estilo del pasquín mecanografiado que al de las grandes publicaciones, y que entre sus páginas contaba un testimonio rudo, realista y abierto de la vida gay en Colombia que no había visto antes. Era como una documentación clandestina de un tabú que todo el mundo sabía que existía, que él mismo había vivido, pero que parecía deliberadamente destinado al olvido.

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Ventana Gay, una de las primeras revistas gay de Colombia.

Fue entonces cuando pensó “es increíble que esto no esté reunido en ninguna biblioteca, en ningún archivo, en ningún museo del país”, pero le preocupó más que la misma suerte correrían todo tipo de vestigios que daban cuenta de que en Colombia los gays, lesbianas, trans, bisexuales, intersexuales y toda disidencia de género o sexualidad sí existían, sí existieron, sí existen. No rescatarlas era –es– como si nunca hubieran existido. Cualquiera puede comprobarlo: una búsqueda básica en lugares como la Biblioteca Nacional, el Archivo General de La Nación o La Red Distrital de Bibliotecas solo arroja resultados sobre estas poblaciones desde el siglo XX. Como si hubieran aparecido solo hasta el tercer milenio, como si antes de eso no hubieran sido parte de la historia de Colombia. Para que eso no pasara fue que, en parte creó la Fundación Arkhé. Y esa ha sido su vida los últimos doce años.

Hoy, Arkhé es un mundo creado y sostenido por Halim, con la incondicionalidad de Felipe, su pareja, dividido en cuatro frentes que son su dominio intelectual: archivo sobre arte colombiano y latinoamericano, archivo sobre paisajes y viajeros que testimoniaron las geografías del continente en diferentes épocas, archivo sobre vanguardias latinoamericanas y, por supuesto, como una enorme abeja reina, archivo sobre población LGBTIQ+ en Colombia. En 2016, cuando ya superaba los 20 mil archivos y ya no cabía en su casa, Halim y su esposo abrieron un espacio solo para Arkhé en el barrio San Felipe, cuando despertaba el espíritu de distrito de arte de la zona. Por el enorme crecimiento del acervo en menos de tres años, que ya llegaban a los 50 mil archivos, y el riesgo que corría su conservación por una falla de humedades del lugar, en 2019 volvieron a empacar y se trastearon a Chapinero.

A un edificio esquinero frente al Parque de los Hippies, del lado oriental de la Carrera Séptima, llegaron a principios de 2020. La fachada es la de cualquier construcción de los años setenta, que no tiene cara de nada, mucho menos de ser la sede donde reposan los tesoros de la memoria LGBTIQ+ de Colombia. Tras la puerta principal, la estructura de cinco plantas con pasillos amplios, iluminados y aireados, como ya no se hacen, que llevan a apartamentos del mismo corte. Tras una puerta blanca, parca, la nueva casa de Arkhé. Es un piso interno de habitaciones y ambientes espaciosos, la vivienda perfecta que difícilmente se encuentra entre las cajas de fósforos a las que hoy llaman apartaestudios y que son el común denominador de la zona.

Por los espacios que, se notan, eran la sala, la cocina, los pasillos, las alcobas, torres de cajas y cajas de mudanza sin desempacar que se encaraman por las paredes y se esparcen por las baldosas, en una invasión que solo deja pasar una persona a la vez. En medio del caos de documentos y papeles, erguido en sus casi dos metros de estatura como una estatua fundacional de todo lo que aquí se ve, está Halim Badawi. Camisa clara, gabán largo oscuro, jeans, zapatos deportivos, tapabocas bajo el mentón, bigote clásico, corte de pelo a ras. Joven y aseñorado, un rostro apuesto como el retrato de un soldado del desierto, los gestos suaves y la voz tenora de acento costeño con la que dice: “Bienvenido”.

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Revistas gay de México, Colombia y Venezuela.

Es una tarde de fines de agosto de 2020 y Halim ha roto su largo confinamiento de cuarentena para recibir personalmente a un investigador que busca imágenes de archivo para un documental sobre la historia del movimiento LGBTIQ+ en Colombia. Ha hecho una selección de lo mejor del tema y los objetos de esa curaduría exprés brillan en una mesa como perlas amontonadas. Es una sucesión preciosa de reliquias que ha perseguido y rescatado por años, cuyas historias se sabe de memoria, como una lección de historia de primaria. A cada una de sus historias, Jossep, su asistente, pasa el objeto mencionado o rebusca entre el caos para encontrar alguno que le acaba de llegar a la mente de Halim en medio de sus relatos. Con su voz, van apareciendo los tesoros.

Se ven los documentos, retratos y manuscritos de León Zuleta, el primer gran activista gay de Colombia, asesinado en Medellín en 1993. Están también las colecciones enteras de revistas gay que sobrevivieron a la censura y la persecución en el país, como El otro, De ambiente y Ventana Gay. Hay una selección de folders perfectamente organizados con las fotos personales de algunas de las divas trans más recordadas de Bogotá y Colombia, como Linda Calle o Madorilyn, y que actualmente suman más de 70 álbumes. Hay un par de chismógrafos adornados con collages de un grupo de gays de la élite paisa en los que documentaban sus fiestas y reinados clandestinos. Carteles de las primeras Marchas del Orgullo Gay en 2004 y 2005 y una pila de videocassettes con horas de grabación de esos primeros días de arcoíris en Bogotá. Un ejemplar de primera edición de Por los caminos de Sodoma: confesiones de un homosexual, la primera novela gay de la historia de Colombia, escrita por Bernardo Arias Trujillo, publicada en 1933, destruida totalmente en Manizales y de la cual solo quedan tres copias en el mundo. Cientos de periódicos y revistas de crónica roja como Vea o El Espacio desde los años sesenta con historias de crímenes contra los LGBTI+ o historias vagas de su vida, que siempre los presentaban como gente freak, marginada o antisocial. Un ejemplar de la primera revista gay del mundo llamada Der Eigene que es una joya del diseño editorial alemán de finales del siglo XIX, y un ejemplar igual de hermoso de Akademos, la primera revista gay de Francia, de la misma época. Otro cerro de revistas gringas feministas y de lesbianas de los años sesenta, todas ilustradas y escritas a mano. Hojas y hojas de fotos y negativos de parejas homosexuales y transformistas de todo el mundo de la primera mitad del siglo XX, incluidas de fiestas trans del ejército nazi.

En un momento, Halim se levanta de su asiento y se va por un pasillo. Regresa poco después con un paño entre las manos, que carga con la cautela con que se toma a un ave herida, y lo deja cuidadosamente sobre la mesa. Abre uno a uno sus pliegues, con una delicadeza ceremoniosa, hasta que deja descubierto un pequeño cuadrado en un marco de madera no más grande que un celular. “Mira esto”, dice en calma y fascinado. Es un retazo de tela a rayas desgastadas en el que se ve un triángulo rosado: un pedazo de uniforme con los que distinguían a los homosexuales los campos de concentración del Holocausto. Es inevitable preguntar:

–¿Qué va a pasar con todo esto?
–Ahora la Fundación ha comenzado una nueva etapa en la que funcionará a puerta cerrada pero al servicio del público, para investigadores especializados, esté o no esté yo.
–¿Cómo así?
–El futuro de Arkhé aún no está totalmente cristalizado como yo lo imagino, porque toma tiempo… pero, si algo, ya todo está planeado.

El plan: meses después, en una siguiente visita, Halim contará que acaba de dejar por escrito y notariado un documento en el que ha expresado su deseo de que, cuando ya no esté, su legado pase a manos y custodia del Banco de la República. Aclaró que solo lo hacía como un acto de prevención, porque en realidad se encuentra perfectamente, pero escribió: “Nunca se sabe. El diablo es puerco”.

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El archivo de la Fundación Arkhé está en permanente crecimiento con nuevas adquisiciones.

***

Es una mañana de abril de 2021. Afuera, el cielo azul y templado de Bogotá al sol. Adentro, en su apartamento, Halim Badawi es una variación de sí mismo, un hombre levemente diferente del que era hace un año. Tiziano y Felisa siguen rondando el lugar de un lado a otro, pero ya no hay muebles de diseño, ni cuadros, ni esculturas. El piso y las paredes están vacíos y solo quedan algunas materas, e intocable, el comedor en la cocina haciendo de escritorio y recepción de las nuevas adquisiciones de Arkhé, que no dejan de llegar. Todo lo que había ahora está empacado y embalado en una bodega o en algunas pocas maletas.

Cansado del encierro, abrumado por las noticias nacionales, Halim tomó la decisión de irse a vivir a Madrid porque la angustia de la actualidad en Colombia lo ha mantenido en una permanente ansiedad. Y eso que aún faltan algunos días para que comience el que será el paro más prolongado de la historia del país. Pero eso aún no se sabe. Por ahora, Halim está en la sala vacía de su hogar, revisando cosas para empacar. Es su último día en Colombia. Mientras espera la llegada de una nueva obra de Carlos Castro que acaba de adquirir y se quiere llevar a su nueva vida, muestra emocionado una de las joyas más recientes que acaban de llegar para el archivo LGBTIQ+: una serie de ejemplares de la revista Entendido, la primera publicación gay de Venezuela.

A su lado, Jossep, su asistente, trata de mantener en orden el inventario de cosas que se van y que se quedan. Un archivo lleva al otro, una cosa a la otra y en menos de veinte minutos, la mitad de las maletas están de nuevo desempacadas con Halim repasando, de nuevo, una lista de archivos y objetos recién adquiridos, con la fascinación intacta de siempre. Un arrebato de nostalgia lo toma por un momento y pide que pongan Aterciopelados, como para que suene algo de buena música colombiana en su despedida del país. Jossep mira lo que ya había empacado y ahora debe volver a empacar y dice “ay, Halim… tú has acumulado mucha cosa”. Suena “Bolero falaz” y entonado con la canción, responde “¿y qué esperabas? Es la casa de un loco”.

Cada objeto desempacado tiene su historia y Halim la recita con memoria compulsiva y un puñado de anécdotas. En la tarde tomará el avión que lo llevará al otro lado del Atlántico sin saber cuándo las verá nuevamente.

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Adrián Atehortúa

Periodista

"Adrián Atehortúa. Periodista. Lee. Escribe como puede"

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