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Historias de hijos cuidadores

Historias de hijos cuidadores

Ilustración

A los que hoy estamos por los 30 o 40 años muy seguramente nos va a tocar cuidar de nuestros padres, si es que ya no lo estamos haciendo. Aunque puede ser duro y demandante, también es la oportunidad para descubrir otras dimensiones de la intimidad y el afecto.

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Tabús: velos por desgarrar

Hace un año mi padre estaba tendido en la cama con dificultad para respirar. Una neumonía lo ahogaba desde hacía días, y esa mañana se agravó. Llamé a una ambulancia. Empaqué a toda velocidad. Me volví para verlo en la cama y lo imaginé histérico de solo recuperar la conciencia para saber que había salido de la casa así, en pijama. Tenía que vestirlo. En medio de mi angustia, me reí. Lo recuerdo muy bien. Me reí porque, en esos instantes decisivos, siempre brotan gestos en los que emerge la frágil dignidad con que disfrazamos nuestra humanidad. Cosas que a la luz del momento parecen absurdas, aunque no lo son.

Recuerdo verlo desnudo, el peso muerto de un cuerpo que escasamente vive. Doblarle las rodillas, alzarle la cadera, quitar una prenda, pasar una y otra pierna, primero con el calzoncillo, luego con la sudadera y las medias. Cargarlo para sentarlo, sostenerlo torpemente mientras salía la camiseta, volver a pasarle los brazos por las mangas, ponerle una chaqueta. Salir para la clínica a la que hacía días ya había tenido que ingresar a mi madre.

Ahora están bien. Superar esa neumonía por Covid-19 nos tomó tres meses, los más difíciles que pueda recordar de los diez años en que me he desempeñado como cuidador de mis dos padres. Sin embargo, esa escena me marcó. Nunca había llegado tan lejos, aunque ya hubiera asumido un rol de cuidado como el que ellos habían desempeñado conmigo hasta mis ocho o nueve años.

Para hablar del cuidado de los padres que asumimos algunos hijos, creo que no hay mejor imagen para empezar: un día, a veces sin darnos cuenta, pasamos a ser los que se encargan de nuestros padres así como ellos lo hicieron cuando nosotros éramos niños, y esto exige romper hábitos, jerarquías y límites. No es un proceso fácil y no a todos nos toca igual: depende del diagnóstico. En ocasiones es un trabajo intermitente, asociado a cirugías o crisis; en otras hay que lidiar con una cotidianidad alterada, como la que traen las enfermedades crónicas, o una de pesos crecientes en el caso de enfermedades degenerativas como las neurológicas o las psiquiátricas. A veces tenemos la fortuna de contar con otros familiares, pero adivinamos que incluso bien rodeados nos podemos quedar solos en algún momento. A veces no sabemos cómo hacer las cosas, como nuestros padres no supieron hacerlas tantas veces con nosotros cuando éramos pequeños. Y del mismo modo en que los diamantes surgen en condiciones extremas de presión y fogueo, el cuidado está lleno de momentos, emociones e intimidades entrañables que pueden brillar como joyas y marcarnos en lo más profundo de nuestros recuerdos.

Estas palabras buscan arrojar algo de luz en la desconcertante y bella tarea de encargarse de las personas que alguna vez se encargaron de nosotros. Una tarea que, según los estudios de demografía, es muy probable que los millennials tengamos que desempeñar como no lo ha hecho otra generación antes. 

hijos cuidadores

El cuidado como lo imaginamos: rutinas y dependencias

Creo que lo más difícil de procesar de la esclerosis múltiple de mi papá es que sea una enfermedad crónica. Sentir que va a empeorar y no tiene cura. Ahora necesita ayuda incluso para alcanzar un vaso o cambiarse el pañal. Cada vez tiene menos encargos de trabajo y eso también es una angustia en el plano económico. Pero además, tiene depresión y también diabetes. Por su personalidad y resignación ha sido llevadero, aunque tampoco es el enfermo ideal como el que uno escucha en muchas historias, guerrero y que hasta con un cáncer terrible sale a correr una maratón y sigue trabajando. De hecho, creo que debe haber un gran porcentaje de enfermos que no tienen ganas de hacer sus terapias todos los días o de probar alternativas. Y todo eso causa frustración en los cuidadores: nos frustramos de que no hagan lo suficiente por su salud. Pero si a uno le cuesta ir al gimnasio, cómo se le va a exigir al que padece un diagnóstico así que no tenga malos días. O ir al psicólogo: él se ha negado siempre. Eso seguro ayudaría mucho, pero si hay gente sana que lo necesita y no va…”.

Me lo dice Paloma, literata y politóloga, investigadora en ciencias sociales. Somos amigos desde la adolescencia, y aunque ambos comenzamos a vivir hacia nuestros dieciocho años la misma situación con nuestros padres, solo hace poco conversamos del tema. Ellos recibieron el diagnóstico hace veinte años, pero el cuidado se volvió imperativo y realmente difícil hace cinco, cuando su padre comenzó a perder la facultad de caminar. La cuidadora principal ha sido su madre, pero Paloma también ocupa ese lugar por temporadas.

“Cuando soy secundaria, mi labor está en lo administrativo y logístico, como pasar las cuentas de cobro o reservarle un carro para que lo lleven a algún lado, gestionar los remedios, comprarle libros. Cuando soy la principal, como este mes, me encargo de todo, levantarlo, llevarle las pastillas, hacerle el desayuno, cambiarle el pañal, ponerle la insulina, arroparlo, moverlo durante el día, sentarlo, acostarlo, alcanzar un vaso con agua, el control de la tevé, peinarlo…”.

Cuando terminamos el pregrado Paloma se fue a estudiar al exterior. Le pregunto cómo fue vivir esa decisión, cómo fue manejar la culpa que todos los hijos cuidadores sentimos en momentos así. “Creo que la culpa nunca se va. Pero uno no puede renunciar a su vida. Es más, creo que la mejor forma de honrar la vida de mi padre, es vivir mi mejor vida posible. No dejarles a ellos la culpa de haberme impedido cumplir mis sueños. Entonces la decisión de irme a hacer la maestría afuera fue muy difícil, sentí que los había abandonado. Pero tenía que hacerlo”.

Le cuento que yo amo cortarles el pelo, afeitar a papá, hacerle masajes a mamá, ver la televisión con ellos. Como que hay algo que cambia en la relación, le digo, como que lo normal se vuelve valioso. “Con mi papá hay días en que nos reímos porque sobran los momentos torpes y engorrosos en medio de todas esas tareas”, me contesta mi amiga. “Pero también es hermoso cuando estamos juntos un rato o cuando le leo. El cuidado ofrece muchísimos momentos para eso, ¿no te parece? Lo que uno encuentra ahí son formas genuinas y enormes del amor. Es que esto exige templanza y paciencia, te vuelve mucho más agradecido, te enseña a esperar menos… además de que te cultiva una compasión que yo no creo que uno desarrolle en otros espacios”, concluye. 

Transformaciones demográficas

A comienzos del siglo XX la mortalidad era alta, las familias numerosas, las casas contaban con más cuartos, los sistemas de salud como los conocemos hoy no existían. Solo unos pocos adultos llegaban a la vejez y a requerir de cuidado, muchas veces administrado por varias personas de la familia. Pero la situación ha cambiado, y mucho. “Creo que en este momento el mayor reto de cara al cuidado de los adultos mayores es superar la fragmentación”, me dice Daniel Ossa, filósofo y psicólogo, director global del Programa de Cuidado Integral del Adulto Mayor de Keralty. Con fragmentación, Daniel se refiere a tres problemas, según me explica.

En primer lugar, desde lo sanitario, el sistema planteado por especialidades y subespecialidades impone que cada una de las enfermedades con las que alguien llega a la vejez sea atendida por un médico diferente, a través de múltiples consultas y tratamientos muchas veces no coordinados entre sí, lo cual puede ser engorroso y riesgoso. 

En segundo lugar, los sistemas de salud en general no integran las necesidades y carencias que los adultos mayores pueden tener en los ámbitos social y comunitario: desde soledad —por elección o abandono— hasta una falta de redes de apoyo de todo tipo a las cuales acudir. El tema es preocupante, pues está demostrado que dichos ámbitos tienen enorme incidencia en los cuadros clínicos de base de los adultos mayores y en sus pronósticos de recuperación.

hijos cuidadores

En tercer lugar, indica Ossa, está el prejuicio de que el cuidado es solo para los que están peor. “No nos damos cuenta de cómo podríamos aliviar un peso en el sistema de salud y mejorar la calidad de vida de todos si hiciéramos énfasis en cuidar y proteger a los que están funcionalmente bien y son independientes… Tenemos que garantizar el mayor número de años de autonomía posible o esto será un problema grande de salud pública en un futuro muy cercano. Ya estamos empezando a ver otro fenómeno que cobrará mayor relevancia: que quienes optaron por no tener hijos no tienen quienes los cuiden o co-cuiden. Tenemos algo de tiempo, aunque no mucho, para evitar que esto se vuelva inmanejable en el largo plazo”, agrega Daniel Ossa.

El especialista señala otro elemento interesante: estamos viviendo un cambio epidemiológico y demográfico lento pero irreversible, que marca la transición de una sociedad marcada por la alta mortalidad asociada a enfermedades agudas, hacia una con una esperanza de vida mayor y con un perfil epidemiológico caracterizado por las enfermedades crónicas concomitantes o multimorbilidad. Y esa transición se refleja desde ya en varios indicadores.

En el informe del Ministerio de Salud Envejecimiento demográfico: Colombia 1951-2020, por ejemplo, se evidencia que de principios del siglo XX al 2012, se pasó de un 186 ‰ de mortalidad infantil a un 17,1 ‰. La natalidad pasó de un pico del 45,4 ‰ entre las décadas del cincuenta y sesenta del siglo pasado a un 18,9 ‰ entre 2010 y 2015.

En cifras más corrientes: de casi siete hijos por mujer en 1960-1964, Colombia pasó a dos hijos en promedio por mujer entre 2005 y 2009. Pero sobre todo es relevante anotar que la población dependiente económicamente y mayor de 60 años va en aumento, y que entre 1951 y 2020 se duplicó. Y todo esto sin hablar de que las mujeres, que viven más y suelen tener menor cobertura en seguridad social por una menor inserción laboral, o por dedicarse al hogar y al cuidado, pueden tener mayor riesgo de vivir una situación escabrosamente vulnerable.

Incluso hay algo más. No es solo que la población envejece: es que el perfil de los hogares y la proporción de las edades en ellos está cambiando a un ritmo acelerado. El Informe de Misión Colombia Envejece de la Fundación Saldarriaga Concha, El proceso de envejecimiento de la población en Colombia: 1985-2050, señala que “El envejecimiento doméstico, medido como la proporción de hogares con una o más personas mayores, es bastante más importante que el envejecimiento demográfico en todos los países de América Latina. [...] En Colombia, en 2010, alrededor del 9 % de la población era de 60 años o más, pero en un 30,8 % de los hogares vivía por lo menos una persona mayor”. En resumen, vivimos y viviremos más, con menos jóvenes entre nosotros, y a largo plazo tendremos que lidiar en cada hogar con un número mayor de adultos mayores y enfermos crónicos que poco a poco irán perdiendo su autonomía, en familias con menos integrantes para hacer frente a esta situación. 

Otra forma del cuidado: la intermitencia de las emergencias

Mi madre tiene 63 años, diabetes, hígado graso, fibromialgia, osteoporosis, migrañas persistentes y fallas de ritmo cardiaco controladas por marcapasos. Mi padre tiene 86 años, enfermedad coronaria (cinco bypasses, ocho stents, también marcapasos), glaucoma, un extraño cáncer de piel de avance muy lento y una pérdida menor de la audición. Sin embargo, los dos aún son autónomos. Llevan su vida solos. Por la diabetes de mi madre, la dieta en su casa es muy sana, y por la enfermedad coronaria de mi padre, hay una caminadora en la que hacen ejercicio a diario. Se chequean con regularidad, se toman sus medicinas cumplidamente. Así que mi rol ha sido intermitente en el sentido práctico, permanente en el sentido humano.

Cuando hablamos de cuidado, la mayoría de personas jóvenes piensa en un escenario como el que vive Paloma: un trabajo constante para mantener la cotidianidad de la persona mayor dentro de un margen de normalidad que ya no puede proveerse por sí misma. Pero como mi caso también hay miles, que cuidamos a nuestros padres o los atendemos solo cuando hay alguna emergencia o en condiciones excepcionales: recuperación de alguna cirugía, crisis por enfermedad aguda o falla, Covid-19, como fue mi caso.

Esta otra forma de vivir el cuidado exige servir de apoyo permanente, de espejo, de interlocutor, de amigo, de silla para las emociones cansadas. De cara a la fragilidad patente de la vida, aceptar un diagnóstico o un tratamiento puede ser muy difícil para un adulto mayor. Por ejemplo, aceptar la terapia alternativa para intentar salvar un riñón afectado por la diabetes fue muy duro para mi madre, y resultó de gran ayuda que yo la acompañara por un año con la estricta dieta que tuvo que asumir.

También recuerdo el día en que mi padre accedió finalmente a hacerse revisar la protuberancia que le crecía en el pecho desde hacía un par de años. Íbamos tarde. El ambiente estaba tenso. En plena pandemia, la recepcionista nos pidió esperar de pie mientras confirmaban la cita en el consultorio más arriba. Mi padre perdió los estribos: gritó y salió a la calle caminando furibundo. Lo abracé, lo contuve, le pedí que se calmara. Después de un momento, en silencio, aceptó subir. Más tarde lo hablamos los dos solos: tenía miedo de que fuera cáncer (como resultó siendo) y miedo de recibir una noticia que le pusiera fecha al fin de su vida (como no fue el caso). No supo reaccionar, no sabía cómo pedirme perdón, no supe explicarle que no me debía ninguna disculpa. Yo también podría explotar así con temores parecidos.

Como hijo cuidador se aprende no solo a sortear el sistema de salud y a bailar las engorrosas coreografías de exámenes, medicamentos y consultas que impone la enfermedad: se aprende a lidiar con la frustración y el miedo en los hospitales, las urgencias y los rituales posoperatorios; con el temor a dejarlos salir solos de nuevo. Tras cada momento difícil, ha habido siempre un instante de tranquilidad, de risa, de vanidad, excusas para compartir cosas que el pudor o la independencia nos velan antes de que la relación con nuestros padres se vuelva de cuidado. Momentos que, sí, lo hacen a uno sentir que vale la pena, que volveríamos a hacerlo, que no habría escogido otro destino.

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Tejer la intimidad, reestructurar la cercanía

En el cuidado, a veces, también se logra limar asperezas, cruzar abismos. “Con mi papá, teníamos una relación difícil hace años” dice mi amigo Roberto. “Yo no quería hacer lo que él quería que hiciera y nos habíamos estancado muchas veces en esa discusión. Pero cuando regresé del exterior una vez terminé mi pregrado y maestría, ya con el diagnóstico en la mano, las cosas comenzaron a cambiar. A medida que ha avanzado la enfermedad nuestra relación se ha vuelto mucho más fácil, cariñosa, cercana, sin pelear, torear o cuestionarnos. Y a mí me ha confrontado mucho ver a una persona que siempre consideré indestructible e impetuoso, reducirse y achiquitarse”.

Roberto es filósofo. Se desempeña como funcionario público. Su padre padece un síndrome que no se ha podido diagnosticar bien. Es más, me cuenta que llegar al diagnóstico fue un camino largo en el que los médicos se contradecían. Después de todo este caos, parece que su padre padece un síndrome llamado Steele-Richardson. No ha leído mucho al respecto. Le pregunto por qué. “No siento que entender más me vaya ni a aterrar ni a tranquilizar”. En todo caso el cuadro clínico es claro: insomnio, rigidez del cuerpo, pérdida de la masa muscular y de la motricidad, con mucho que ver con la producción y consumo de dopamina del cuerpo. En eso se parece al Parkinson.

“Su mente ha estado lúcida. Mi padre es un tipo muy agudo. Para él asumir esto le exigió un proceso de introspección muy importante, pasar de ser independiente, ingobernable mejor dicho, a ser cada vez más dependiente. Se volvió más sintético en sus palabras y aceptó que no es el centro de los hechos. Aunque últimamente ha perdido mucha concentración. Lo noto cuando jugamos ajedrez, que lo hacemos mucho. Antes con piezas en físico y ahora sobre todo en pantalla porque le cuesta mucho no tumbar otras fichas al ejecutar un movimiento”.

Le pregunto qué ha sido lo más duro de todo esto. “Ha sido muy difícil ver figuras que se quiebran, modelos que se rompen, que esto llegue temprano y que no hay nada que buscar en términos de justicia, que por qué ahora y no después, por ejemplo, o por qué a él. Uno solo puede buscar calidad de vida. Ha sido difícil también procesar que algunos sueños no se van a cumplir, como compartir con él viajes o el momento en que me case o tenga hijos, por ejemplo. Es un momento de la vida en que las experiencias nuevas se vuelven mucho más mundanas, sencillas”.

La pandemia tuvo consecuencias paradójicas: animó a Roberto a irse a vivir con su papá y su esposa, la cuidadora principal hasta ese momento, pero recrudeció los efectos de la enfermedad, que se aceleró como nunca antes lo había hecho.

“A mí me ha dado mucho gusto poder estar ahí, que sepa que no está solo y que nadie le está dando la espalda. Ha sido muy bonito estar con él a solas para hablar. Antes siempre estaba en un rollo, con alguien más, atendiendo muchas cosas… Era muy difícil tener intimidad con él. La pandemia fue la oportunidad para tenerla. Otro detalle que me gusta mucho es meterlo a la cama. Es como un instante de paz que le regalo, porque siento que él no ha tenido paz en su vida, siempre ha necesitado estar en actividad. Para mí ponerle la pijama, meterlo en las sábanas, verlo cerrar los ojos y descansar es un gran alivio, algo inmensamente placentero… Aunque de lejos lo mejor es darle gusto: darle dulce, llevarlo a la playa. Ir al mar es increíble, parece una planta: el sol lo llena de vida. Y de hecho, me encanta que su vanidad no la ha perdido. Cuando se fue para Cartagena a vivir renovó el vestuario, tiene mil pintas de tierra caliente, siempre está usando zapatos, camisa, pantalones, pantalonetas nuevas. Y yo se las celebro y le compro más”, me termina de decir Roberto mientras se ríe.

Le pregunto finalmente qué cree que habría valido la pena saber para vivir mejor esto cuando empezó. “Como me he repetido muchas veces: puedes ser más paciente. Pero lo que yo le diría a alguien que esté empezando esto, es que uno no tiene por qué ser tan autónomo e independiente, uno puede ser grande sin tener que hacer todo uno mismo y solo. Es todo un descubrimiento para el cuidado y el cuidador: está bien pedir ayuda, no estar fuerte todo el tiempo y, para el cuidador especialmente, vivir su propia vida. Irónicamente la enfermedad de mi papá ha sido un proceso muy bello. Nos ha acercado mucho, me ha hecho crecer, a la fuerza, pero no de un modo agresivo. Se puede disfrutar de cada momento”.

Encontrar ayuda a tiempo, no olvidarse de uno mismo en el proceso 

Para poder cuidar bien hay un consejo que no se puede dejar de lado a la hora de tomar las riendas. Daniel Ossa lo expresó mejor que nadie: “Que no se vaya a creer el cuento de que es el único cuidador, que nadie lo va a hacer tan bien como usted. Es necesario, e incluso innegociable, que el cuidador se dé sus espacios de respiro, que cultive sus hobbies y pasiones, que no deje a sus amigos, que busque redes de apoyo y que, si no las tiene en su familia, las busque en la comunidad. Además, que busque espacios formativos para ganar herramientas para el cuidado y el autocuidado. Un cuidador que siente que cuida de forma adecuada disminuye significativamente la probabilidad de quemarse por sobrecarga”. 

Al respecto, el testimonio de Paloma es iluminador. Ha llevado un diario para desahogarse e inició un proceso de psicoterapia con una terapeuta especializada en esclerosis. “Me ha servido mucho para nombrar el problema. Otra cosa es que los problemas emocionales de uno se sienten minúsculos y poco relevantes cuando hay algo tan grande como una enfermedad así… Gracias a ella he podido redimensionar eso y entender que estoy viviendo un duelo: perder a mi papá como lo conocía. Otra cosa más: es importante leer o ver películas sobre esto para entender que es natural, que la enfermedad y la muerte hacen parte de la vida. Esto también puede llegar a través de la meditación, la práctica religiosa, la lectura... Porque el mundo ha logrado ocultar el declive del cuerpo y eso nos deja sin preparación y desconcertados cuando tenemos que enfrentarlo”.

hijos cuidadores

El riesgo de no hacer esto es terminar sufriendo un burnout, el síndrome del trabajador quemado, que puede pasar factura de formas muy diversas. “Hay tres grados que alguien puede alcanzar mientras se quema en las tareas de cuidado”, me dice Diana Carolina Rodríguez, neuropsicóloga y directora de programas de Lazos Humanos, empresa de Versania y parte del grupo empresarial Keralty, que se dedica al cuidado del adulto mayor, su familia y cuidadores. “Primero, el quemón emocional, que suele acarrear culpa y maltrato, y se expresa mucho en dejar de tener suficiente paciencia, permanecer irritable, ansioso o con llanto fácil. Segundo, el de nivel cognitivo: aparecen fallas de atención, planeación, memoria o toma de decisiones. Empieza a haber accidentes en casa, entre los cuales los más frecuentes son las caídas de los enfermos o adultos mayores y los olvidos y faltas a citas médicas. Y está el tercero, cuando la cosa de verdad se pone complicada: cuando el quemón pasa a ser un problema de salud porque la persona llegó a somatizar: el estrés termina por enfermar el cuerpo”.

Usualmente es sobre este punto que se comienza a buscar ayuda profesional. Y por ese mismo motivo, suele ser un poco tarde para empezar: ya se han tejido relaciones de codependencia en las que un cuidador principal no permite que le ayuden porque dice que nadie lo hará como él, y el adulto mayor o enfermo no coopera con otras personas. Por eso habría que comenzar desde un inicio compartiendo las labores de cuidado entre varios familiares y probando la compañía de algunos acompañantes o cuidadores profesionales.

De hecho, sobre qué tipo de ayuda buscar y en qué momento, Daniel Ossa me indicaba que el momento ideal para tener a un familiar acompañante es cuando las personas aún pueden ocuparse de sí mismas, pues conservan su independencia y autonomía, pero podrían caerse o lastimarse al hacer la compra, pasear o ir al banco. Y cuando necesitan ayuda para ir al baño, cocinar, asearse o vestirse, actividades conocidas como las básicas de la vida diaria, ahí sí se requiere un cuidador profesional. “Y puede ser por turnos, para que le otorgue espacios de respiro a sus familiares y no se sobrecarguen y quemen… Hay que anotar que cuando el cuidado de las personas sobrepasa las capacidades de la familia y sienten que todos los recursos que se tenían en casa se usaron, o cuando la persona se vuelve agresiva, altera la rutina de todos, etc., vale la pena institucionalizar a la persona mayor”, agrega.

Ahora, buscar ayuda profesional no es sólo un lujo para quienes pueden pagar cuidadores profesionales o enfermeros. Como me explicaba la doctora Rodríguez, en Lazos Humanos, por ejemplo, hay grupos de apoyo de cuidadores y programas de formación en distintos aspectos del cuidado que se pueden tomar en la sede de la institución o en casa, de forma virtual o con entrenamiento presencial domiciliario. Recalca que sería ideal desde un principio buscar las fundaciones y organizaciones que ofrecen información, capacitación, orientación y grupos de apoyo en torno a distintas enfermedades como cáncer, Alzheimer, Parkinson y diabetes, por mencionar solo algunas de las que más afectan la autonomía de las personas.

Coda

Muchos de nuestros padres nos tuvieron más viejos que los suyos a ellos. Muchos de nosotros no tendremos hijos o los tendremos aún más tarde. Vamos a vivir mucho, como ya vemos que ellos vivieron. Vemos a nuestros viejos decaer y enfermar como alguna vez también nosotros lo haremos. De toda la historia, somos la generación con mayor expectativa de vida en el día de su nacimiento, y nuestros padres no supusieron que podrían vivir tanto el día en que ellos nacieron. Esta historia de vejez, amor, rutinas, emergencias y cansancio en los afectos y el cuidado va para largo. Y en ella, nadie va a ocupar el lugar que cada uno de nosotros tenemos.

La doctora Diana Carolina Rodríguez me dejó pensando con algo que dijo al final de nuestra entrevista: “Hay que darle la oportunidad a todos los miembros de la familia de encargarse y manejar a quien requiere el cuidado. El cuidado puede ser una oportunidad de crecimiento personal o un sacrificio. Los que lo toman como sacrificio no van a aprender nada ni lo van a pasar muy bien, y cuando una sola persona se encarga y piensa en sacrificarse, todos los otros también pierden la oportunidad de una experiencia de vida impactante. El cuidado debe ser una decisión, no una obligación. Y hay que entender que nos permite acceder a toda una dimensión distinta de las relaciones humanas. Una que nadie tiene por qué perderse alguna vez y en la que nadie tiene por qué cargar su peso en soledad”.

En El libro de la risa y del olvido, el novelista checo Milan Kundera tomaba algunas líneas para intentar volver sobre un par de temas que nunca terminó de hablar con su padre, con quien no compartió mucho en sus últimos años. Al leer el libro, pareciera que estos fragmentos hablan de música y literatura, pero no sólo hablan de eso. Algo de la condición humana, central para este texto, se ilumina en esas líneas: “No podía perdonarme haberle preguntado tan poco, saber tan poco de él, haberlo dejado pasar de largo. Y precisamente aquellos reproches me hicieron comprender lo que probablemente me quería decir junto a la partitura de la sonata op. 111. de Beethoven: [...] El hombre sabe que no puede abarcar al universo con su sol y sus estrellas”.

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

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