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La generación Miyagi

La generación Miyagi

Intervención de fotos

Algunos profesores se convierten en mitos y marcan para siempre a sus estudiantes. Muy pocos alcanzan el grado de sensei para toda una generación. Ese es el caso de Juan Francisco Rodríguez, maestro icónico de diseño en la Tadeo.

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o se sabe desde cuándo empezó a ser llamado así, pero sí se sabe por qué. Un hombre bajito, moreno, de ojos rasgados, pelo liso, cara redonda, bigote y chivera. Sonrisa generosa y seriedad rigurosa. “¡Es que es idéntico!” decían impresionados muchos de los que le conocían.

Llegaba en su carro nipón, un Mazda Allegro Hatchback, también de ojos rasgados, y parqueaba en el antiguo estacionamiento en la esquina de la carrera cuarta con calle 22 en Bogotá. Agarraba su paraguas, su maletín lleno de artilugios y papeles, y subía con la prisa de sus pasos cortos a un salón lleno de pupitres habitados por entusiasmados, pilos, flojos o temblorosos cuerpos.

Le llamaban Miyagi.

La encarnación colombiana del coprotagonista de la película Karate Kid es uno de los profesores que entre mediados de los años noventa y hasta 2011, enseñó las cátedras de Artes gráficas y Diseño de medios editoriales en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. El artífice que hizo rondar su nombre transfigurado de boca en boca será un eterno anónimo. Le llamaban Miyagi con tanta vehemencia que muchos alumnos creían que era su nombre de pila. Una estudiante dijo alguna vez: “Tengo que hablar con el profe y decirle ‘mire Miyagi es que no alcancé a terminar el trabajo’”, a lo que su amiga interrumpe entre carcajadas: “¡No se llama Miyagi, se llama Juan Francisco!”.

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Así fue como la decana Pastora Correa, y quienes trabajaban en el programa de diseño gráfico terminaron enterándose de que aunque contrataron a Juan Francisco Rodríguez Fagua, el verdadero profesor, era Nariyoshi Miyagi, idéntico en tantos sentidos hasta el punto de que su identidad y su nombre parecían disueltos en los del sensei.

Pastora invitó a Juan Francisco a ser parte de sus docentes porque era un experto en producción editorial. Una amiga en común, Juanita Sanz de Santamaría, los presentó y tras varios desayunos editoriales en la Torre del Bosque Izquierdo, este intercambio profesional se concretó en las clases en la Tadeo. Desde entonces muchos estudiantes de diseño gráfico no se lo pensaban ni la primera vez antes de faltar a una cita con el maestro porque sabían que esas clases desbordadas de conocimiento, información y datos no era buena idea caparlas.

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Además, para rematar el rigor académico, en esa época y quizá todavía, no es misterio ni mentira que algunos de los que elegían diseño gráfico lo hacían porque la carrera no tenía matemáticas. Pero cuando los estudiantes tadeistas llegaban a la clase del señor Miyagi, él les hablaba de cajas tipográficas, picas, puntos, técnicas, conversión, tablas, diagramas, guías de corte, densidades de la tinta, plantillas de color, gramajes y tramas. Es decir, les enseñaba las matemáticas del diseño. Fue así como estudiantes que conducían confiados, seguros y veloces por esta autopista universitaria se estrellaron con esa estruendosa realidad: que el diseño gráfico sí tiene matemáticas.

Miyagi fue el responsable de enseñar y terminar rajando, sin proponérselo, a un montón de estudiantes que cuando llegaban a cuarto y quinto semestre descubrían que el mito de una profesión sin complicados números, no era tan cierto. 

“Es que algunos no estudian”, “no investigan”, “les pongo a leer o a investigar y no lo hacen, quieren todo facilito y no”, “si no, no aprenden”, le escuché decir tantas veces. Con esas ganas de enseñar, se paseaba con su largo paraguas plateado casi tan grande como él, que usaba con el garfio colgado del brazo daba igual si eran días de sol inclemente o de lluvias torrenciales. Con esas ganas de enseñar llevaba en su maletín los importantes artilugios del diseño editorial a los salones de la Facultad: tipómetros, cuenta hilos, paleta de pantones, catálogos de papeles de gramajes y texturas, de fuentes, y las inolvidables películas y color keys, esos materiales transparentes derivados de procesos fotográficos que reproducían los diseños en positivo o en negativo, o en capas de colores CMYK, antes de irse al proceso de planchas metálicas e impresión.

Miyagi sabía de lo que hablaba. Recién llegado a Bogotá desde su Boyacá natal y tras cursar el bachillerato en el Seminario de Facatativá, una promesa de cura terminó siendo un especialista de las artes gráficas. Empezó estudios en arquitectura, se graduó como ingeniero de sistemas, y se hizo experto en gestión y proceso editorial con un curso de la Javeriana patrocinado por Andigraf y la GAFT (Graphics Arts Technical Foundation). En 1991 ya tenía veinte años de experiencia en producción editorial haciendo libros. Trabajó en Editorial Norma donde empezó desde cero. Comenzó cargando cajas y tras años de ascensos, como Jefe de Producción viajaba a Cali con frecuencia para llevar a la planta de impresión de Carvajal las películas de los libros y hacer el control de calidad del proceso de producción. Cabe decir, que los fallos editoriales también le han salvado la vida a Miyagi. Uno de esos viajes tuvo que cancelarlo la noche anterior porque no estuvieron listos a tiempo los materiales que debía llevar a la capital del Valle. El 27 de noviembre de 1989, se quedó con el pasabordo impreso y la maleta hecha pero se evitó subirse a ese avión de Avianca que explotó en pleno vuelo sobre el municipio de Soacha. Sobrevivió para ser jefe de producción de la Revista Aló en El Tiempo y luego de Intermedio Editores. Por la misma época fundó Proceditor, su empresa sensei de la producción editorial académica experta en chicharrones. Y, después de todo esto, llegó a la Tadeo.

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No tenían que tomar clases con él para saberlo. Los estudiantes lo conocían aún sin desfilar holgados o con miedo por el borde de su “cuchilla”. Porque sí, eso decían los estudiantes: que Miyagi era cuchilla.

Pero no era para tanto. Solo era un profesor que compartía con compromiso lo que sabía, así como muchas de las otras “vacas sagradas” de la Tadeo: como Rodez, como Esperancita Vallejo, como tantos otros. La particularidad de Miyagi era esa mezcla entre saber, recursos para enseñar, precisión matemática y su característico aspecto, un maestro con autoridad y figura en las artes gráficas colombianas y en los pasillos de la Universidad. Él fue artífice de esas enseñanzas de la última generación de diseñadores gráficos que aún tenían que conocer muchos elementos de las tecnologías de la época. Como me dijo Diego Ríos, un egresado de la carrera, su cuchilla solo consistía en el respeto por su conocimiento y la consciencia de lo que quería enseñar. Muchos estudiantes le seguían y pasaban al otro lado sin problema. Los flojos y los perezosos no la tenían fácil. La estrategia era sencilla: estudiar o sufrir, y repetir incluso dos o tres veces.

Para algunos estudiantes, las clases parecían en chino, dicen algunos, o mejor dicho, en japonés. Cada clase, nuevos conceptos: unocomposición, composición en frío, en caliente, por  tipos móviles, litotipo, linotypo, selección manual de color, separación de color, photosetter, postscript, picas y puntos en cuadratines, interlineados, líneas y picas en una caja tipográfica, filetes, orlas y caracteres en las composición, matriz tipográfica de composición de textos monotipo, sistemas de cajas tipográficas: canon ternario, Iso 216, Van der Graf, o campos de diagramación, columnas, reglones en retículas. “Cuando se le entregaban los trabajos todo estaba mal: tan imposible como normal”, recuerda Carlos Francisco Pabón, otro egresado. Así eran sus temidas clases. Con unas terminologías ajenas a la mente de un diseñador que solo se podían aprender con la escucha, la atención y el estudio, y con una práctica que llegaba como tanque de oxígeno cuando se hacían las salidas de campo.

Juan Francisco los llevaba a las imprentas y empresas de fotomecánica a observar a los jefes de producción como en una suerte de expedición de revelaciones. Descubrir, por ejemplo, el escáner de tambor en el taller de fotomecánica al que Miyagi los llevó, fue para muchos como cuando el coronel Aureliano Buendía fue con su padre a conocer el hielo. Un tambor de cristal dando vueltas entre la luz y el reflejo registrando a la perfección una imagen pegada a su superficie y con ese sonido galáctico que luego la transfería en altísima resolución a una pantalla. Era magia.

Aprender en contacto directo con las máquinas es una de las cosas que más recuerdan de sus clases. En estos momentos se ponían a prueba las milimetrías del diseño que se reflejaban en esas citas cruciales con las plantas de producción. Entendían la exactitud de los márgenes y las guías de corte que marcan el paso de la guillotina, y que así sangrar una foto significa permitir con intención que un extremo de una imagen pase sin temor por debajo de la cuchilla. Enseñar a controlar bien los procesos era evitar encuentros con la frustración y con las pérdidas de dinero. Las citas con el color muchas veces son un desencuentro cuando el color no está bien calibrado en la pantalla, y la sorpresa salta con decepción en el papel. Cuántas costosísimas sherpas se perdieron por hacer mal la tarea de la clase en la vida real. Cuántas veces no saber planear bien los folios en el plegado para cuadrar las páginas según los formatos de los pliegos hicieron perder kilos de papel en las imprentas. Cuántas veces de cuántas veces de cuántas veces no aplicar bien las matemáticas de las artes gráficas jugaron malas pasadas a los diseñadores del mundo.

Pero todo esto tenía un solo objetivo. Cuidar esos preciosos objetos de papel: los libros. Al final, las enseñanzas de Miyagi tienen que ver con esto. Con el valor profundo y visible que tiene el libro como objeto. De allí provienen y desembocan todas las motivaciones para hacer del diseño editorial una especialidad. El libro, como objeto, es una pieza de arte que merodea con los números, con los cálculos, las fibras y las composiciones. Que, mezclados con la creatividad, las propuestas estéticas y narrativas, con el texto y con la imagen, construyen un universo físico que gracias a las artes gráficas se pueden disfrutar a la vista y al tacto. Los libros como materialidad también cuentan una historia de producción, y esa historia es la que Juan Francisco enseñaba.

Una historia que también se contaba en una revista, un folleto, un afiche y en todo lo que se imprime.

***

Un día un ex estudiante de Miyagi me dijo: “Qué fastidio su papá, muy difícil, me caía re mal, hasta que un día llegó a clase con una correa con la chapa del símbolo de la paz, y yo dije no, ese man es de los míos. Qué chimba”. Sí, Miyagi es mi padre y acaso el único profesor de la carrera de Diseño Gráfico que se vestía de saco y corbata. Con su aura de señor, en medio de los artistas era uno de los más artistas, un artista raro que los viernes solía llegar con su correa de la paz hippie y camisas estampadas casi hawaianas como las del actor Pat Morita en Los Ángeles durante las grabaciones de Karate Kid. Mi padre vestía así cuando jugaba tejo o billar a tres bandas, deportes de peso matemático.

Como todo sensei, el camino recorrido que Miyagi enseñaba a sus estudiantes, también me lo enseñó. Mi primer “trabajo” con él fue cuando tenía cuatro años. Me recogió de sorpresa en el Jardín Infantil Preescolar del Sur donde estudiaba en el barrio Villa Mayor en el sur de Bogotá. Estaba con mi jardinera pero aún así, me reunió con tres niños más muy bien arregladitos ellos, que eran hijos de otros colegas de Editorial Norma, y nos fuimos al parque El Salitre. Ese parque de atracciones mecánicas que antes de ser “Mágico” tenía un montaña rusa anaranjada que daba miedo más por el ruido que hacía que por el vértigo que producía. Allí adentro, un tren en forma de gusanito verde era una de las tres paradas. El motivo: ser modelos de las fotos para las cubiertas de tres libros de texto para preescolar. Así empecé mis andanzas en el mundo editorial. Años más tarde decidí también estudiar diseño gráfico en la Tadeo pero me cambié de carrera al finalizar el segundo semestre, antes de alcanzar a tener un profesor de padre o viceversa. Me salvé.

Pero mis compañeros de semestre no. Un sábado pasamos de largo la noche con algunos amigos en mi casa haciendo el trabajo final para la clase de teoría del color. Nos tocaba pintar 100 colores en cada una de las seis caras de un cubo para entregar la belleza de 600 colores en una sintonía perfecta. Intentando no perder la cuenta de la técnica para lograr cada color recuerdo cómo mis amigos miraban de reojo a mi padre viéndolo en sus aposentos: su pinta de entrecasa de ese día consistía en pantalones verde pasto de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado, botas negras pantaneras, camiseta azul oscura de puntitos transpirantes de un equipo de fútbol con el logo de “Carvajal S.A., hace las cosas bien”, un sombrero vueltiao, con gafas ochenteras de sombra desvanecida hasta la mitad del lente y por supuesto, la correa hippy. Me los imagino especulando cómo será la clase que un par de años más tarde tendrían con este hombre cuyo mote iba a marcar una generación.

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Luego Papá Miyagi me enseñó a trabajar en su empresa y eduqué el ojo. Mientras estudiaba Mercadeo y Publicidad, me volví rigurosa y obsesiva del libro y sus procesos. Esa vida editorial que he tenido, que ya no tiene que ver con el año que estudié en la Tadeo, ha revelado que uno de mis roles sea: la hija de Miyagi. Varios diseñadores de la Tadeo con los que he trabajado en diferentes proyectos, abren esos ojotes cuando les digo que mi padre quizá fue profesor suyo. Les digo: se llama Juan Francisco Rodríguez. Hmmm, me suena, pero no creo, me responden. Entonces les suelto, quizá te suene “Miyagi” y pegan el brinco: “¿Tú eres hija de Miyagi? Ahhh, de razón. De tal palo tal astilla”.

Pero la astilla no es solo mía. Sino de muchos que se han dedicado al diseño editorial o que han recordado sus enseñanzas en pequeños trabajos. Las astillas son también de mi hermano Álvaro, mi hijo Sebastián, y por supuesto, sus estudiantes, algunos de los cuales se han convertido en profesores, profesores que se han convertido en directores de carrera, como Carlos Francisco Pabón. Él se encargó de continuar el legado de la materia en el programa de Diseño Gráfico después del 2011. Siguió, actualizó las tecnologías, sus metodologías y se preparó para seguir formando en el trabajo editorial a las nuevas generaciones de estudiantes.

Amigos de la Tadeo, con los que seguí en contacto y con los que no pocas veces me encontré en fiestas años después, me contaban entre tragos lo que habían vivido. Uno de ellos, Mauricio, me gritaba compitiendo con el volumen del bar: “mire Jenny, cuando el jefe me pidió una vaina en mi primer trabajo, yo dije: ¡marica eso me lo enseñó Miyagi!, ¿cómo es que era? Parce, su papá sí que me enseñó algo de verdad práctico”. Parte de esta generación de estudiantes de diseño gráfico que por cerca de quince años pasaron por la Tadeo, odiaron a Miyagi por tanta exigencia y matemática, pero lo amaron después ya en su vida laboral. Una vida que a muchos se les habrá aparecido en forma de bloques de texto, jerarquías de títulos, fuentes, folios, cornisas o colofones, o lo más simple: tiros, retiros, 2 x 2 o 4 x 0 tintas, una postal... Ahora, con artilugios más digitales, pero que en su función esencial no han cambiado porque el objetivo es el mismo: hacer de la historia de la producción de un libro o de cualquier pieza impresa, un legado de cada diseñador. Un legado que también se recibe. Y ese es el juego de las generaciones. Sin duda Juan Francisco Rodríguez, Miyagi, hizo parte de esas personalidades que definen a una generación: la generación de diseñadores gráficos que entregó La Tadeo al mundo en el cambio de siglo.

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* Gracias por las conversaciones con Pastora Correa, Diego Ríos, Carlos Francisco Pabón, Lorena Rosas, Óscar Alexander Gómez, Vanesa Torres, Javier Casallas, Diana Jimeno, Javier Gacharná . También por los insumos y recuerdos con Mauricio, Dafna, Iván y Diana.

** No recuerdo la cara que puso que cuando le conté que le llamaban Miyagi. Él no lo sabía, pero creo que al cabo de unos segundos soltó una carcajada. Se enteró cuando ya no tenía que encontrarse con quienes le llamaban así, no se lo dije antes, así como tampoco le dije que escribo este texto y que hice un nuevo rol de hija espía para obtener ciertos datos que solo él sabe.

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