Los secretos de una biblioteca
Una biblioteca es una colección de libros. Pero es también un fragmento de nosotros que crece con los años y que va acumulando huellas de nuestro camino. Y es, de manera material y metafórica, un espacio que conquistamos y en el que echamos raíces, como una ampliación del hogar.
(...) encuentra en los grandes coleccionistas una pasión fervorosa pero domesticada, la consciencia de quien se considera a sí mismo un conservador de reliquias (...) y el dejarse guiar por los objetos mismos (...)
Jazmina Barrera
¿Cómo se cuenta esto? Que sobre todo pasa cuando la casa está lejos y por lo tanto la biblioteca también. Que pasa más cuando estoy teniendo una conversación incansable y uso la voz y las manos y los gestos que hacen mis ojos, pero me faltan los libros para acabar de decir, para no dar ideas truncas. Pasa también cuando estoy escribiendo. ¿Cómo se dice que a veces me es insuficiente la memoria y siento el vacío de estar lejos de mis libros? ¿Cómo es posible extrañar tanto y deberse tanto a un cúmulo de objetos inertes?
Desde que tengo memoria he tenido libros propios. Los primeros que llamé míos fueron una colección chiquita de historia de Winnie Pooh y un libro enorme ilustrado de las historias clásicas de Disney como Blancanieves y los siete enanitos, Aladín, La Cenicienta y, mi favorita, Bambi. Los manteníamos en un cajón alto que solo alcanzaba mi mamá pues era ella la que sabía leer y la que se encargaba de manipularlos cada noche. La primera biblioteca grande que conocí fue la del colegio. Era el segundo piso de una edificio pequeño que servía también de portería, tenía el techo un poco alto –no como los demás salones del colegio– y una baldosa con la combinación insoportable que resulta del amarillo oscuro y el vino tinto. Lo primero que se veía al llegar era el lugar de las bibliotecarias, una mesa demasiado alta para quienes estábamos en Transición y tan robusta que parecía imposible de mover, tal vez lo era. Al llegar, debíamos dejar en unos cajones abiertos los morrales, las loncheras, las carpetas de la clase de artística y entrar con nada más que la ropa. Era un espacio amplio con muchas sillas, un salón de exposiciones y unos muebles delgados donde estaban los libros; estos muebles estaban puestos de la peor forma posible pues tapaban toda la luz. Siempre había muchísimo ruido.
Era un lugar molesto y sucio y, sin embargo, siempre volvía. Allí aprendí a leer y también a hacerme esa pregunta que no he dejado de repetirme pero que en ese entonces requería de un intermediario: ¿qué quieres leer? Creo que las bibliotecas personales están hechas bajo ese interrogante que a casi todos nos hicieron primero en las bibliotecas del barrio o del colegio o tías, primas o abuelas lectoras. También están edificadas sobre el deseo de eliminar la incomodidad de los traslados, los préstamos y, lo más difícil, las devoluciones.
Saber que un libro es ajeno transforma mi lectura. Saber transicional la permanencia de ese texto en mi espacio y así en mí, y la imposibilidad de rayarlo y volver a él, la hacen una lectura incompleta. Por eso, tal vez, atesoro la posibilidad de llamar como mía una biblioteca y no tener que compartir, si es que no lo deseo, nada que esté dentro de ella. No soy de libros públicos, podría decirse. Egoísta, también. Que sea mía toda.
Lo único que teníamos en común era el gesto de mirar los libros por más tiempo que a cualquier otra cosa. El resto era dispar: nuestros hábitos, el tamaño de nuestras manos, el tiempo que queríamos la compañía del otro, el trago que buscábamos al final de las semanas y el deseo. Yo, con un desdén por el secreto y él, con su vida misteriosa. Pero eso, el ver un libro y tener que volcarse, la curiosidad por la composición de las bibliotecas ajenas y el afán de acabar los días buenos en librerías era esa fibra que nos mantenía cerca.
La primera vez que estuve en su biblioteca me impresionó ver la cantidad de libros escritos por hombres colombianos, por hombres cuyo nombre no había visto escrito jamás y que sigo sin ver de nuevo. Recorrí esos cubos blancos pegados en una sola pared y aprendí, con baches y olvidos, lo que componía su colección. Era un tipo silencioso, entonces ver su biblioteca se convirtió en una forma simple de reconocer, por lo menos, las cosas que soportaba. Esa fue la primera vez que vi la biblioteca privada como una extensión de la historia y la curiosidad, un trazo de las cosas que alguna vez ocuparon nuestro tiempo y que queremos seguir llamando propias. Ha sido el amor y nunca otro espacio el lugar donde obtengo estas certezas útiles.
En ese momento, nuestras bibliotecas eran dispares y alejadas, como nosotros. Con el tiempo y las conversaciones, los regalos y el afán de saldar culpas, nuestras bibliotecas fueron asemejándose y el cambio fue radical. Algunos de sus gustos fueron transferidos a mí por contacto y sus recomendaciones se convirtieron en compras obligatorias. Así, como pasó con este amor desigual y con trabas, seguido de una amistad alguna vez intensa, ha pasado con otros amigos y unas pocas decisiones instintivas. Mi biblioteca se ha ido ensanchando –y depurando– gracias a quienes llegan a ella y a mí.
Las bibliotecas son una pila de la memoria y un inventario de vínculos. Casi todos los libros que hoy me pertenecen vinieron en forma de gesto amistoso, de alguien que pensó que un libro podría gustarme y se tomó la molestia de contarmelo. Mi puñado de escritores favoritos llegaron porque otros me dijeron que tal vez leyendo a Vivian Gornick podía identificarme con su concepto de casa y de soledad, con sus relaciones truncas; que si Kim Thúy entraba a mi biblioteca podría tal vez entender lo que es la sutileza y cómo escribir con ella. Que leyera a Mariana Oliver porque en su primer libro de ensayos podría vislumbrar todo en lo que yo quería convertirme. Que no dejara pasar a Fabio Morábito ni a Joan Didion ni a Mariana Enriquez ni a Madeline Miller.
Sin embargo, cada biblioteca es también un listado de ausencias. “Así como una editorial se funda sobre los no, mucho más numerosos que los sí, una biblioteca debería fundarse sobre amplias exclusiones”, escribió el editor italiano Roberto Calasso. La presencia de unos libros también crea una lista invisible de otros a los que dijimos que no. En mi caso, por ejemplo, no hay novela negra, no hay ciencia ficción, no hay biografías, no hay poesía escrita por hombres, no hay demasiados libros de cuentos ni enciclopedias y tampoco –aunque quisiera– el diccionario completo de María Moliner. Esto último solo es símbolo de lo que no puedo pagar, pero aún así.
Las bibliotecas, y acá me refiero a las estanterías privadas que construímos en casa para albergar estos objetos con tendencia al desorden, son instalaciones de ideas y preguntas. Son muebles que recuperan y organizan pensamientos extendidos. Como espacio, es uno para orientarse en una mente ajena o en la propia, dependiendo lo que se tenga al frente. La materialidad de la biblioteca y su capacidad catalográfica habla directamente de la forma en la que leemos y las cajas o las estanterías de madera o las estructuras de metal sobre las que se despliegan los libros son el contenedor de ese método.
Quisiera que las veces que hablo de “mi biblioteca”, me refiriera a un mueble enorme y continuo de madera clara donde hay pedazos llenos y también la dicha del espacio vacío, de lo que falta. Pero lo cierto es que no tengo un mueble donde pueda reunir lo que tengo. En cambio, soy dueña de una especie de estantería con algunos cajones en color amarillo donde también están mis libretas usadas, mi colección de stickers y la carpeta de papeles de adulto. Allí tengo algunos de los libros de mis editoriales favoritas –Impedimenta, Tragaluz, Periférica, errata naturae, Sexto Piso, Mesa Estándar–, otros están sobre las mesas de las habitaciones y la sala, pero la mayoría están condenados a permanecer el en suelo en pilas más o menos simétricas pero inmanejables para alguien como yo, que usa los libros todo lo que puede y los saca y los devuelve asiduamente.
Esta ausencia de uno o dos o tres muebles robustos que puedan contener todos mis libros –que no son tantos– me ha puesto a pensar en cómo quisiera realmente que estuviera organizada esta colección y me he dado cuenta que busco algo imposible: una biblioteca que me persiga. Si pudiera escoger, sin tener en cuenta ni las leyes de la física ni los límites de lo que creemos que es real, diría que quisiera una biblioteca que ande detrás de mí, alrededor de mí, debajo de mí, sobrevolando mi cabeza, que no me desampare.
También quisiera una biblioteca justa, no rebosante. Irene Vallejo en El infinito en un junco se refiere a la biblioteca creada en la mente de Jorge Luis Borges en La biblioteca de babel y escribe: “Por los hexágonos de la colmena merodean buscadores de libros, místicos, fanáticos destructores, bibliotecarios suicidas, peregrinos, idólatras y locos. Pero nadie lee. Entre la agotadora sobreabundancia de páginas azarosas, se extingue el placer de la lectura. Todas las energías se consumen en la búsqueda y desciframiento”. Quiero la austeridad de los que sí leen, pocos libros que me hagan gracia, que no hagan imposible el camino de la pesquisa y la decisión por libro que sigue. No una biblioteca con pretensiones de infinito, en cambio una que se depure, que mengue.
Nunca he podido escribir más que unas líneas lejos del lugar donde guardo mis libros –que por ahora es mi casa– porque escribo encima de los libros que he leído. Nunca he tenido el ingenio para inventar escenarios o enunciados completos a partir de la nada o tener ideas realmente nuevas –tal vez por eso no me he metido con la ficción–; mi única técnica reconocible –una muy común– ha sido siempre leer hasta rebosarme. Dependo de volver a eso que una vez leí para lograr cualquier frase; es solo releyendo pedazos de libros que me emocionaron que recuerdo que cierta palabra existe y que puedo usarla; y así con la posibilidad de crear escenas, de quebrar la estructura de un párrafo, de capitular lo que no parece fragmentable. Entiendo las posibilidades de un texto propio porque otros estuvieron primero.
Por eso, si pudiera ponerle patas a la colección de libros que viven conmigo, sería más libre. Podría andar tranquila y escribir donde me plazca con tomos imprescindibles a la mano y acabaría con esta dependencia que me ancla a este escritorio donde solo crecen cosas por lo que lo rodea. También, sin la pesadez de lo que debe cargarse para que cambie de lugar, las mudanzas serían más leves.
Poco después de donar casi 40.000 libros de su biblioteca personal, el escritor y diplomático Alberto Manguel dijo que se sentía como un cangrejo sin caparazón; que sus libros lo definían, le daban forma y refugio. No entiendo cómo lo hizo, cómo se desprendió de esos libros que atesoró y consultó y que llevó con él a tantos países; cómo logró simplemente dejarlos, cómo pudo donarlos luego de escribir algo como esto: “A veces se habla de personas a las que les cuesta prestar atención o prestar ayuda; yo pocas veces prestaba libros (...) En la biblioteca pública de una de mis escuelas había una advertencia tanto excluyente como generosa: ESTOS LIBROS NO SON TUYOS, SON DE TODOS. Un cartel como ese no podía ponerse en mi biblioteca. Para mí era un espacio completamente privado (...)”. Tal vez entendió, luego de dirigir la Biblioteca Nacional de la República Argentina, que la biblioteca pública era un bien superior y más noble –que lo es–, pero espero que esa certeza no me llegue nunca. Me imagino vieja en una casa amplia con lugar para objetos de remembranza; a falta de álbumes de fotos que me queden los libros y que estén detrás de mí, alrededor de mí, debajo de mí, sobrevolando mi cabeza, que no me desamparen.
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