Dos cuentos de Claudia Ulloa
En estos dos cuentos –publicados en el libro Pajarito, por Laguna Libros– el destino tiene la forma de un hombre extraño que llega a invadir un espacio que no es el suyo pero que le da la bienvenida.
Una de Bollywood
Hoy por la mañana me detuvo en la calle un hombre joven con un claro acento extranjero. Con intensidad y confusión en la voz, me preguntó si yo era hindú.
—Sí soy —le contesté muy rápido, en castellano.
El hombre caminó unos pasos, se sentó en un banco de aquella calle y luego se quebró a llorar. Lloraba a lágrima viva, mientras decía palabras que yo no entendía. Me miraba como pidiendo consuelo. Movía la cabeza de un lado al otro y, a veces, se tocaba el pecho.
Recordé que algún tiempo atrás vi un documental sobre gente de la India que caminaba sobre brasas para limpiar sus almas. Este hombre tenía claramente el alma un poco enredada. Me dio curiosidad por saber si es que las plantas de sus pies tendrían cicatrices de quemaduras.
Me senté a su lado en silencio. Saqué de mi cartera un paquete de Kleenex y se lo puse entre las manos, le hice un gesto habla-que-yo-te-es-cucho, arqueando las cejas y apretando los labios en una ligera sonrisa.
Tomó uno de los pañuelos y se secó las lágrimas. Empezó a hablar en esa lengua tan extraña pero tan musical que yo no entendía. Me recordó la primera vez que escuché una canción en persa. No entendí nada pero fue bellísimo.
Mientras me contaba su vida yo miraba su piel ceniza, observaba sus gestos, cómo cambiaba de expresión de golpe y estaba sorprendido, molesto, confundido, desolado, todo a la vez. Por ratos sonreía con una mueca irónica que acompañaba con un aleteo rápido de la mano derecha, como si estuviera dándole botes a una pelota de básquet.
Escuchaba sus palabras y decía «sisoy, sisoy». Yo pensaba que ese «sí soy» que le di como respuesta debe de significar algo en hindú para haber removido lo más profundo de su alma.
Quizás era un mantra trascendental:
sisoyyyyyyyyyyy
Mientras lo escuchaba, yo movía la cabeza hacia un lado como hacen los perros cuando tratan de entender algo; movía las manos también, como él dándole botes a la pelota de básquet. A veces hacía un movimiento con ambas manos como si limpiara una mesa y al mismo tiempo torcía la cabeza bruscamente hacia un lado, como desaprobando algo.
Trataba de demostrarle atención y empatía, le estaba dando consejo.
Él reaccionaba como si lo entendiera todo.
De pronto, arrugó las cejas y movió los brazos en cruz, como diciendo: «Aquí se termina todo». Le sonreí abiertamente, estando feliz de que, cualquiera haya sido su drama, ahora seguramente había llegado a su fin.
Y así fue.
—Patni pati —me dijo sonriente.
Yo no le quité la sonrisa y le repetí «patni pati sí soy».
Entonces sacó de uno de sus bolsillos una sortija de oro con un brillante, me tomó de la mano y me la puso en el anular derecho. Con sus manos grandes, morenas y gastadas, empuñó luego la mía, pequeña, encerrándola toda y cubriendo la sortija.
Acepté la sortija de buena gana. Me abrazó tan fuerte y me tocó la cara, como en las películas de Bollywood cuando se va a besar la pareja enamorada.
Miré la hora y era tiempo de volver a casa. Me puse de pie con un ademán de princesa teatral al final de una obra. Empecé a caminar y él no me detuvo; caminó a mi lado.
Ahora estoy en la casa con un hindú sentado en el sofá y estoy comprometida.
Voy a prepararle ahora mismo la cena a mi fiancée. Hoy no podrán ser hamburguesas. Tengo felizmente un sobre instantáneo de tikka massala. Tomo un poco de ketchup y me hago un lunar en medio de la frente, yo sé que eso tiene algo que ver con el matrimonio hindú, lo vi en un documental.
—¿Tikka massala? —le digo.
Él sonríe y me abraza. Le ha gustado mi lunar.
Voy a poner unos palitos de colores de incienso y unas flores amarillas en la mesa. Luego pienso que tengo una falda hindú, un bolso hindú, un pareo que dice Made in India, y también unas sandalias.
Él se ha acomodado en mi sofá y se ha quitado los zapatos. Dentro de poco me fijaré en esas cicatrices que seguro debe tener en las plantas de los pies, pues se ve que es un hombre de alma limpia.
Tenían razón todos mis libros. El destino siempre da señales y hoy he tenido la luz para verlas. He logrado liberarme de mis karmas de soledad. Este día ha sido el día del cambio y todo ha sido perfecto. Como dice el profeta: el universo ha conspirado para realizar mi deseo.
Ahora solo me queda cambiar el cuadro del Corazón de Jesús por uno de Shiva. No quiero empezar mal una relación seria.
***
Línea
Lo primero que encontré hoy al llegar a casa fue la mirada de un extraño que estaba en mi comedor de diario.
—Estaba abierto, por eso entré —le dije, mientras me palpaba el bolsillo derecho buscando la navaja suiza.
No la tenía conmigo.
El miedo me hace sonreír, y sonreí.
Él me devolvió la sonrisa.
Mientras me quitaba el abrigo, pensaba en mi navaja suiza: pensaba que él la podría tener, pensaba en cómo se sentiría hundir una navaja en el cuerpo de otro, pensaba en la sangre o si saldría un líquido amarillo de hundirle la navaja en el hígado.
Me senté con él a la mesa y me ofreció un café.
Vi cómo preparaba el café cuidando cada detalle. Abrió la alacena y buscó las bolsas de café, leyó el tipo de café que era y me preguntó si quería un café negro o un capuchino. Olió los empaques de café, los dejó frente a él por dos segundos y se decidió por el empaque rojo —yo hubiese hecho lo mismo—, hirvió el agua lavando antes la tetera y calentó la leche agitándola perfectamente y sin violencia con un batidor de globo.
Le había pedido un capuchino. Me dio el frasco de canela y se sentó a la mesa, en el sitio que yo suelo ocupar.
Yo bebía el capuchino lentamente y, sentada desde ese sitio que no era el mío habitual, vi mi casa distinta.
—¿Tú no vas a tomar nada?
—No, es que ya he desayunado.
Entonces me fijé que en la cocina había migas de pan sobre la encimera, un vaso —ese tan horrible de payasitos que nunca uso— con restos de jugo de naranja, y la mantequilla estaba aún fuera del refrigerador.
Mientras él bebía el agua yo casi terminaba el capuchino perfecto y observaba la casa desde ese sitio, que nunca había ocupado yo, el sitio de los invitados.
Desde ahí veía todo desde un ángulo distinto. Quizás se veía todo más bonito y puede que haya sido esa la razón por la cual siempre sentaba ahí a mis invitados. No recuerdo bien por qué nunca me senté en este sitio. Cuando uno llega a una casa ocupa de pronto un lugar en la mesa, un lado de la cama, una posición determinada cuando se ducha. Uno no sabe por qué lo hace, solo sucede así, y puede que inconscientemente sea que ocupamos el peor lado porque queremos impresionar a nuestros huéspedes. Vivimos en un mundo de apariencias, aun en nuestra propia casa. Qué jodido.
—Tienes una casa linda —le dije.
—Gracias —sonrió—, pero la verdad es que yo no la he decorado.
Entonces pensé que iba a sacar un cuchillo de cocina y me lo iba a clavar en el estómago diciendo «la casa era tuya, pero ahora yo soy el dueño». Yo sangraría hasta morir y sería como una escena de una película de terror casera.
En lugar de la escena de terror me sirvió más capuchino y me preguntó:
—¿Y cómo te fue hoy?
Le empecé a contar todo lo que había hecho durante el día, y también todo ese rollo de hoy en el trabajo, que a lo mejor y me despedían.
—Bueno, a veces cuando una puerta se cierra otra se abre —me dijo.
Se terminaba de beber el agua mineral y eructó tapándose la boca, pero me pidió disculpas.
Recogió la mesa y miró el reloj. Empezó a preparar la cena. Yo me senté al lado de la ventana y jugaba con el cajón de los cubiertos, abriéndolo y cerrándolo. Ahí había dejado mi navaja suiza y me la guardé en el bolsillo en el momento en que él freía un bistec y cerró los ojos por miedo al aceite caliente.
Mientras cocinaba me contó que era escritor. Dentro de poco publicaría un libro que se llamaría Líneas blancas.
—¿Cocaína?
Se rio y me sentí tonta.
—Todo el mundo escribe sobre cocaína, yo paso.
Me empezó a explicar que el libro se llamaba así pues él había viajado mucho por carretera: manejando camiones o haciendo autostop. Un día se le ocurrió medir las líneas blancas de la carretera en distintas partes y todas eran exactamente del mismo tamaño.
—Incluso fuera del país lo son. Piensa tú: un obrero chino en la China dibuja la misma línea del mismo tamaño, y hace exactamente lo mismo, y puede que al mismo tiempo que un obrero aquí, en la carretera marginal que conduce a la selva.
En su libro él usaba las líneas de la carretera como medida; no usaba kilómetros, sino líneas blancas. Hacía un inventario de líneas y las agrupaba con un tiempo y lugar determinados. Todo esto iba acompañado de una historia, de alguna fotografía o postal y de las hojas de cálculo y diagramas en donde relacionaba las líneas blancas de la carretera con su vida y los años vividos.
Me interesó su libro tanto como me empezó a interesar él. Nos pasamos hablando de su vida y de la mía durante toda la cena. Abrimos una botella de vino y otras más. Al final, ya borrachos, bailamos boleros y terminamos desnudos sobre la alfombra, haciendo el amor.
Al desvestirme, mi navaja suiza cayó al suelo. Él la tomó entre las manos, la abrió, y con el punzón me dejó en la piel un rasguño muy leve, que me mató de placer.
A la mañana siguiente desperté muy tarde. Salí corriendo y llegué atrasada al trabajo. Me despidieron y no me importó.
Volví a casa y él ya no estaba. Me dejó una nota: «Siéntete en tu casa».
Me metí a la ducha y vi la línea que había dejado sobre mi cuerpo. La piel estaba ligeramente roja, como una cremallera. Era una línea larga que iba desde la garganta hasta el pubis y se unía a la línea del sexo.
Me imaginé en una sala de operaciones, abierta como en una autopsia. Pensé en las clases de ciencias con sus ranas, en el pollo que debía deshuesar hoy, en la cremallera que de abrirla dejaría ver mis entrañas vivas y mi corazón latiendo, y pensé, cuando me secaba, en una línea de carretera.
He medido la línea de mi cuerpo y he salido a la calle a medir una de la carretera. Hay muchos camiones que pasan veloces y violentos; tocan la bocina, sobreparan, algunos me miran mientras me levanto la blusa y me tiendo bocabajo, empuñando la cinta métrica que vuela en el aire como una serpentina.
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