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Luto (y fuga hacia el Planeta de Mujeres)

Luto (y fuga hacia el Planeta de Mujeres)

Ilustración

No somos cifras, aunque las cifras son escalofriantes. No somos carne, aunque nos manosean y nos rompen. No somos lágrimas, ni nos alcanzan. Cómo sortear la tristeza en un mundo que nos quiere muertas: celebremos a las vivas y construyamos otro mundo.

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e asalta un dolor y se trata de nosotras. Se hace más duro cuando nos ponemos a echar cuentas: si las mujeres de este país hiciéramos un luto de tres días por cada mujer asesinada –como el que le hicieron al ex ministro de defensa–, solo en Colombia y solo desde que existe la Ley Rosa Elvira Cely, en 2015, tendríamos que hacer 34 años y dos meses de duelo por 4258 hermanas asesinadas (y contando).

Se me quedan por fuera las que faltan por contar, las que nadie ha reclamado o las que están en duda, para las que no hay ni certeza pa’ llorar. Soportamos tres muertes: nos mata un asesino, por lo general un hombre que decía amarnos, nos mata el Estado que no nos da justicia, y nos mata la cifra y el olvido. Déjame llorar, déjame llorar, que ya estoy cansada, de bailá y bailá.

Hagamos más cuentas, volvámonos aún más cifra: si lloráramos 34 años, y cada una de nosotras llora entre 55 y 110 litros de agua al año, derramaríamos 1870 litros. Y si juntáramos las aguas, como dicen las hermanas pachamámicas, tendríamos suficiente para frivolidades como hacer unos jeans, producir un litro de leche, llenar una piscina pequeña. Demás que todo este llanto contenido es la verdadera economía feminista.

Una legión de plañideras y lamentatrices ayudaría a mujeres y niñas a pasar al otro lado, a elevar sus espíritus porque sus cuerpos ya no los soportan. La plañidera / la plañidera / que sus lágrimas, / vendió / la plañidera / la plañidera / llora a aquel que no conoció. Temo que tendremos que enseñarle a hijas y hermanas a romperse en dos, a dejarse caer como un árbol viejo ante la tristeza. Como soy práctica, pienso que a lo mejor un sistema de turnos le serviría a este propósito: yo lloro y mientras tanto otra hace el almuerzo o va a trabajar, y nos vamos rotando para que todas tengamos nuestra justa parte de catarsis colectiva. Tal vez llegaría a la puerta de alguna vecina y advertiría dando manotazos desesperados que allá viene la creciente, y ella me dejaría babear y moquear todo este enojo en sus mejores almohadas. Tal vez cantaríamos himnos o bailaríamos levantando la hojarasca de algún bosque. Si nos sentáramos a llorarlas completitas, o a especular lo que habría sido de ellas si, ¿qué clase de barullo colectivo nos inventaríamos? ¿Dejaríamos al planeta entero mudo en llanto? ¿Cómo despediríamos a tantas con la dignidad que trataron de quitarles?

Hay días atroces como este, supongo.  Hoy más que nunca me duelen las muertas de todo este cochino planeta, no sabría explicar por qué hoy más que ayer, pero así es. Y perdonen que le meta pensamiento a esto tan inútil, pero estoy tratando de mantenerme viva en el mundo que las mató a ellas, y si usted es una mujer considero que es una hazaña su presencia.

Hasta el momento, nos hemos ocupado de la ira y el intenso dolor que los feminicidas pueden sentir, y de cómo derrumbar este argumento que tantas veces los ha liberado del castigo penal, pero poco hemos dicho sobre esta herida tan honda que taja este cuerpo compartido entre todas. Somos un rostro colectivo que escurre lágrimas.

Recuerdo a N. fumándose un cigarrillo en el parque donde conmemorábamos la vida de una mujer y la de su hija, asesinadas en la localidad de Kennedy. Me dice que quería escribir canciones pero la pandemia no la dejaba soltar la mano, que quería inspirar a otras y no gastar tiempo en escribir sobre el dolor que la apachurraba justo allí en esa banca recalentada. Que valentía querer inspirar, pasar del miedo a la acción de un brinco, pero no sé cómo hacer que este lagrimeo matutino y la cochinada patriarcal se me despeguen.

Ni siquiera sabría si tengo derecho a llorar a una mujer que nunca he visto, que nunca me habló y que jamás habrá pensado en mí. Pero siempre la realidad parece afanada en hacernos daño, empeñada en ganarle la carrera contra el tiempo a la memoria, entonces en un gesto burocrático tratamos de escribir los nombres de las muertas en un papelito y van llegando más “Se Busca. Desaparecida”. Duele el río de personas que desfiló en Putumayo por el asesinato de María Bernarda Juajibioy junto a su nieta, Jazzlín Camila Luna Figueroa. Duele la muerte de Daniela a quien le dispararon en la cara en Jamundí. Así de cruda es la cosa.

Quisiera creer que tras 4000 años de patriarcado tendríamos que haber inventado maneras de llorar a las hermanas, pero como lo llamó Eli, la “ingeniería mujeril” no tiene límites, siempre encuentra grietas por donde fluir. Me refiero a esa especie de líquido nitrogenado que una siente cuando escucha los cuentos de las revoluciones que están en marcha en todo el mundo en cabeza de mujeres (anónimas o no).

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Sé de las mujeres en México que se tomaron un edificio del Congreso y lo convirtieron en un refugio para mujeres que escapan de la violencia machista, sé de mujeres que viajan solas en bicicleta, sé de una chica lesbiana y futbolera que se defendió de una correctiva con puños y garras, sé de unas mujeres que mojaban de pies a cabeza a sus acosadores callejeros, unas mujeres que fundaron una guerrilla en Chiapas, sé de unas mujeres en Kurdistán que tomaron las armas y defendieron la ciudad de Rojava del Estado Islámico hasta liberarla, sé de Jineth Bedoya que ha esperado 20 años a que llegue la justicia por su caso de violencia sexual (y por los de todas) y entre lo que solicita está el fin de un centro de masacres como la Cárcel La Modelo. Todas esas mujeres han estado rodeadas de muertas e hicieron eso, “tengo tantas muertas a mi alrededor que no sé para qué lado llorar”.

En cualquier habitación de este planeta una chica se enamora de otra chica, otras mujeres en la India plantan un árbol por cada niña que nace, unas mujeres en Argentina organizan trece años de marchas multitudinarias para defender el derecho al aborto, otras mujeres repican los tambores, otras siembran y comparten tierra y semillas, otras mujeres desalambran y liberan la tierra para su gente. Hay mujeres en el mundo muy pero muy vivas.

Por ahora trato de sacar la cara por mí, o por todas las que siento que soy, en un mundo donde una de cada cinco mujeres tiene problemas graves de salud mental porque es pobre, abandonada, dominada y basureada. Porque lee a diario que podrían empalarla y matarla, porque sabe que obligan a niñas a parir, que los hombres violan en manada, que hay mujeres muertas por la pena moral de un matrimonio forzado. Y de cuántas no sabremos. Sé que estamos haciendo un mundo nuevo pero hay días en donde los escombros de este mundo viejo están sobre las espaldas de todas.

Cuando digo que nos queremos vivas, o por lo menos yo, digo que nos queremos vivas y alegres, nos quiero celebrándolo todo en un campo de amapolas. Por eso vivo en el Planeta de Mujeres porque tiene que haberlo. No sé si existe pero ya he estado allí un par de veces, entre los ojos chinos de mis amigas. Esta herida sanará aunque haya quienes se mantengan en romper mundos y mantenerla abierta, porque nuestra responsabilidad con esta vida es vivirla también un poco porque es regalo, porque todo tiempo que viva en el patriarcado es prestado, porque si lo que quisieron fue amedrentarnos con violencia lo que hicieron fue echarnos candela.

Creo que de eso se trata que te atraviesen las otras mujeres. Las que son tan otras de ti solo pueden enseñarte a moverte el jopo cuando lo tienes atrincherado, cachetearte con una frase que sale inocente de sus bocas preciosas como “tu cuerpo es tu primer territorio de lucha”. Esto a la larga significa que el patriarcado no es nuestro único lenguaje común, que algo más nos hermana, no solo la violencia de los hombres, no solo el luto por las hermanas. Algo así creo que me han enseñado las que ya no están.

Tengo una licencia para defenderme, un cuerpo que se cultiva para aprender a hacer daño y a amar a la misma vez, soy arma letal y hermosa, muslos que ahorcan. Esto es lo que tengo, y un poco de amargura y un odio inocuo. 

En el Planeta de Mujeres, si un día vamos, estaría la poeta Tatiana de la Tierra, gorda y torta, recitando poemas con su voz chicana: “Puedo entrar a la mañana con los rasgos del sueño eterno, vivir en el planeta de mujeres. Es puro canto y caricias sobre lomas lilas y bosques fértiles. Nos bañamos bajo cascadas de aguas claras y así, desnudas y mojadas, nos montamos las unas y las otras. Nuestro deseo es una ballena que encuentra la calma en lo profundo del mar”.

Supongo que así es el espíritu de una. Comienzo amargándome y me dejo atravesar la piel para ver si le veo la luz a este absurdo, pero me atraviesan las mujeres. Vine aquí a conversar sobre el luto y el dolor, pero la alegría de las mujeres vivas, tan vivas, termina por inundarme toda. “Puede ser que nuestro planeta de mujeres no sea más que un sueño, ¿pero quién dice que las imágenes de las noches no sean tan reales como las de los días? Nadie sabe cuántas nos bañamos en los bosques, ni quiénes volamos con el cuerpo abierto. Y no es para que lo sepan. Afortunadamente, el paraíso siempre lo soñamos, lo hacemos nuestro. Ahí nos encontramos y vivimos un recuerdo colectivo. Entonces huelo sexo en mi pelo al amanecer”. Y pues, eso. A las que hemos emprendido la huida, en el Planeta de Mujeres nos vemos.

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