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la capital más grafiteada del mundo

Bogotá bombardeada: historias de una de las capitales más grafiteadas del mundo

Mucha pintura ha corrido bajo los puentes bogotanos en 40 años de historia, tags, bombas y murales. Pero, ¿cómo empezó todo esto? ¿Seguimos hablando de lo mismo hoy cuando hablamos de street art, muralismo y grafiti? ¿Qué nombres recuerda la calle? ¿Qué ha llevado a tantos a comprar latas y latas para salir a inundar los muros de color? Desde la voz de varios de sus protagonistas, el autor nos traza la ruta por esta historia que le ha creado una segunda piel a la ciudad.

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DjLu pone un disco de The Clash en una tornamesa y segundos después suelta una larga parrafada sobre la idea, en su opinión imprecisa, según la cual el arte urbano es mejor que el grafiti. Habla rápido, con énfasis apasionado, los ojos iluminados, las manos gesticulantes para subrayar lo antipática que le resulta cierta noción general de que el arte urbano es una evolución afortunada del grafiti. Una cosa no es mejor que la otra, dice. Simplemente son diferentes. Apenas toma aliento para darle una calada a un porro.

En su acento bogotano hay rastros del roce con la clase social en la que se educó y de la que ha sido un crítico feroz siempre. DjLu no se autopercibe grafitero en sentido estricto, aunque profesa gratitud y respeto por quienes ejercen el oficio del grafiti con el espíritu indómito propio de su esencia primigenia. Tampoco se siente cómodo encarnando la figura del artista embebido del aura proverbial que rodea a los mundillos artísticos. En cuanto al lugar que ocupa en la escena urbana local, prefiere situarse, más que en el marco del street art, bajo una sombrilla de mayor alcance, a la que llama “expresiones realizadas en el espacio público”. 

—¿Por qué DjLu?

—Porque fui de música electrónica durante mucho tiempo. Tocaba en las discotecas. Me hacía llamar así porque mis amigos me dicen Lu. Cuando me dediqué más a la pintada, me di cuenta de que los procesos de pinchar música y los pictogramas eran similares. Son procesos de apropiación de elementos. El diskjockey coge una canción que ya existe, y en el uso de pictogramas uno recurre a imágenes preexistentes. Hoy, desde el arte callejero y los pictogramas y la semiótica hago mezclas, genero colisiones desde donde puedan partir distintos significados, sensaciones o interpretaciones. En ambos casos, el juego es una constante.

Imágenes de DjLu

Llevamos un rato hablando en Casa Juegasiempre, su taller, oficina, relajadero y galería donde exhibe parte de su obra, la que produce en formatos distintos a los muros de la calle. Vive al lado, en el apartamento contiguo a este dúplex con terraza. El trabajo y la vida doméstica a un paso de distancia, literalmente. En Casa Juegasiempre, DjLu da talleres de esténcil, la técnica a la que más horas de trabajo ha dedicado; diseña las plantillas que luego colorea con pinturas de aerosol encima de paredes, tapias, cajas de semaforización, fachadas, culatas, cortinas metálicas enrollables, tabiques divisorios entre unidades residenciales; en Casa Juegasiempre, DjLu combina herramientas físicas y digitales para crear piezas en homenaje a líderes sociales asesinados, signos pictóricos antibelicistas o sátiras ácidas contra figuras como Netanjahu o Vicky Dávila.

Cuando en 2021 la entonces directora de la revista Semana y hoy aspirante presidencial se vio retratada con gorra militar nazi en un esténcil callejero que se hizo muy viral, increpó al autor del agravio a través de su cuenta de X, acusándolo de ser un instrumento propagandístico de la extrema izquierda. A lo que DjLu contestó invitándola, en vano, a conocer su estudio y su obra en vez de estigmatizarlo.

DjLu dice importarle poco que su comunicación visual, a menudo explícita, sea considerada panfletaria o caricatural. “Nunca me ha dado miedo ni vergüenza decir que mi arte está relacionado con la política, y no me importa si lo quieren llamar activismo”. No obstante, recalca que no milita en ninguna fuerza política.

En Casa Juegasiempre, en fin, DjLu experimenta, cavila sobre el país, se informa, prepara los materiales para sus salidas espontáneas a pintar. Rodeado de serigrafías, carteles, calcomanías que atiborran puertas, su colección de acetatos, sus libros sobre grafiti, sus instrumentos de corte, dibujo y diseño, DjLu, antes que nada, juega. Juega siempre con la seriedad del niño grande que se niega a ser un señor aburguesado e indolente ante las injusticias. “Jugar es, y no solo en la infancia, trasladarse a esa otra vida suspendida entre símbolos y entelequias. Jugar tiene que ver con habitar otros mundos posibles, con inventar una esperanza”, escribe Yolanda Reyes en El reino de la posibilidad.

Forjado a fuego lento en la academia y en la calle, DjLu –artista y arquitecto de formación, vegetariano de unos años para acá, ex profesor universitario, provocador e insobornable, celoso de su anonimato, libérrimo, sin hijos– lleva veinte de sus cincuenta años, que no aparenta, expresándose en el espacio público.

Imágenes de DjLu

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Brassaï –seudónimo del fotógrafo Gyula Halász– fue un rendido admirador del “lenguaje universal del museo más hermoso del mundo: el lenguaje de los muros”, como dejó anotado en uno de sus cuadernos. Aquel infatigable cazador de grafitis parisinos halló en la fotografía el medio ideal para salvar de la extinción y el olvido a esas huellas anónimas que tanta fascinación despertaban en él. Los garabatos que Brassaï capturó desde los años treinta durante sus perigranajes nocturnos por el París bohemio y el de la clase obrera estaban trazados a tiza o raspados con intensidad sobre las paredes en forma rudimentaria: un rostro humano con cuerpo de gallina, un condenado muriendo en la horca, un corazón envuelto en rayos de sol…   

Para Brassaï, cuya curiosidad lo llevó a rastrear los orígenes prehistóricos del grafiti, las marcas parisinas eran arte en estado embrionario, como lo fueron los signos tatuados en las cavernas por nuestros ancestros remotos. A lo largo de tres décadas, Brassaï patrulló París fotografiando toda suerte de figuras abstractas, vagamente difinidas o sin definir, sujetas a la intemperie, y el 24 de octubre de 1956, el MoMA de Nueva York inauguró una exposición de esas imágenes en blanco y negro, que dan cuenta, al decir del mítico fotógrafo transilvano, de un arte hecho por “humildes desprovistos de cultura y de educación artística, reducidos a crear todo con su propio fondo, a reinventarlo todo por su propio impulso”. 

Mientras paso las páginas de Brassaï: Graffiti, el libro de formato amplio que repasa aquella aventura visual, y una de las joyas mejor cuidadas por DjLu en su biblioteca, pienso que todo entusiasmo empieza con un tanteo, un impulso. El impulso del futuro grafitero que raya el pupitre del colegio; el tanteo de la grafitera en ciernes que firma con rotulador o spray, sin estilo propio aún, un baño público, un poste de luz, una pared cualquiera de su barrio. 

Un sábado por la tarde, en un parque de Santa Inés, un barrio empinado y de calles serpenteantes al suroriente de Bogotá, conocí a un cantante de rap que fue testigo de la llegada lenta pero decidida del grafiti a ese vecindario y a sus lomas colindantes a inicios de los años noventa. Sus propios tanteos primerizos datan de cuando las paredes de su territorio eran todavía vírgenes. Tras el saludo, me dijo:

El primero que empezó a hacer rayados, grafitis en el barrio fui yo. Y uno de los primeros freestylers. Pero grafiteaba solo cuando tenía alguito pa comprar tarros. Era mi hobby ocasional.

Registro de Contacto Rap, uno de los primeros crews en usar grafiti

Fue un pasatiempo breve, pero no por eso poco memorable. Parce-O es el mote artístico con que se rebautizó en Houston, Texas, donde vivió 25 años, tiempo en el cual trabajó en oficios varios –legales, ilegales, algunos inconfesables–, compuso canciones, dibujó motivos raperos en sus ratos libres, tuvo cuatro hijos, ahorró dinero, perdió dinero, amasó un modesto capital con el que volvió a su barrio. De donde no vuelve a irse sino viejo y muerto, espera. Primero se fueron sus padres. Él tenía 13 y tuvo que encargarse de cuidar a sus hermanos menores. “Desde que mis papás viajaron, mejoraron las cosas en la casa, porque mandaban plata”.

De los 11 a los 12 años, Parce-O había oscilado entre la fiebre por el metal y el gusto por el house, hasta que el rap desembarcó con furia de huracán en su entorno y ya nada fue como antes. El mundo del hip hop lo absorbió por completo: las melodías pegadizas, las rimas, las cachuchas, las zapatillas, el break dance, el grafiti…

Hojeaba embelesado las revistas de hip hop gringas que traían en su equipaje algunos internacionales o internacos. Según definición barriobajera, “internaco” es el hombre o la mujer que viaja fuera del país a robar carteras, a desvalijar apartamentos. Un porcentaje considerable de habitantes de Santa Inés y aledaños viajaban a instalarse en ciudades norteamericanas.

Empecé a pillar visajes de hip hop y a hacer tagging… Había una pandilla a la que yo veía bailando break. Hubo una explosión de hip hop en mí tremenda. 

En lengua grafitera, hacer tagging es ir dejando la firma repetidamente en la calle. Una manera de registrar la propia existencia con un tag o chapa. En 1992 empezó a rayar. Se subía al tejado de su casa y rayaba la pared de la casa de al lado. No recuerda bien por qué, pero escribía “3 puntos” y con pincel dibujaba al lado la cara de un pájaro. Al año siguiente salió varias noches con latas y brochas a grafitear en Atenas, San Blas, Las Columnas, La Victoria, Juan Rey y otros barrios. Y a bailar break. Recuerda dos grafos: “Cultura callejera” y “Especial Dog”. Este último se le ocurrió luego de que dos amigas del colegio le enrostraran lo perro y coqueto que era, aunque especial. “Un perro especial”.

Esto era el lejano Oeste. Un barrio peligroso en el que había que parársele al que fuera. Pararse duro a lo malditasea, darse puños... –me dijo otro día, por teléfono–. El sur ha sido el hogar de muchas generaciones de desplazados, de gente adolorida. Este era un barrio de bandidos. Todavía se ven pelaos que roban, pero no tanto como antes.

La tarde en que charlamos en el parque de Santa Inés, Parce-O llevaba una cámara fotográfica colgada al cuello. Le estaba ayudando a su vieja amiga Fear —pionera del grafiti en Colombia, “la mamá del bombardeo”, como ella misma me lo había hecho saber un año antes, cuando la entrevisté para un libro en que cuenta su vida— con el registro audiovisual de un pequeño evento de grafiteros organizado por ella.   

—Yo era re cansón por acá. Atracaba en el barrio pa’ comprarme las perchas, los tenis… Conseguía mis cosas por mi cuenta —me dijo Parce-O en un receso para armar un bareto—.  A los 12 años admiraba a un bandido que traía chaquetas, Levi ‘s, zapatillas. Un man con novia muy bonita y moto. Era de los más azarosos del barrio. La gente sabía que era un choro, pero a mí me caía bien. Se pegó un tiro en la cabeza porque encontró a la mujer tirando con otro.

El ejemplo turbio de hacerse con lo ajeno cundió pronto en Parce-O. La ropa de la que despojaba a sus víctimas la vendía más tarde en el colegio o en el parque. Una vez se metió por una ventana a la casa de una familia de internacos y se birló unas cuantas “cositas chimbas”. 
—Fue la única vez que les robé a ladrones… —dijo y cambia de tema enseguida para reivindicar haber sido el primer grafitero del barrio—. Ospen empezó a ver mis grafitis. Y empezamos paralelamente por la misma época con Omar Bam Bam, él en su barrio y yo en el mío

Registro de Fear, primera grafitera de Colombia

En efecto Ospen, que también participó en el evento de Fear, recordaba los grafitis de Parce-O, cuando no existía Parce-O sino “Especial Dog”. Por esa época Ospen no había empezado todavía a bombardear muros con las letras que lo harían famoso en la escena grafitera, desde Ciudad Bolívar hasta Cedritos.

Hablar de Omar Bam Bam y Ospen entre conocedores es remitirse a dos leyendas del grafiti puro y duro que sentó sus bases en el rudo asfalto bogotano hace más de treinta años. Aunque a diferencia de Ospen, Omar Bam Bam no se dedicó de lleno al arte callejero.

Talentoso bailarín de break dance, precursor del rap local, curtido siempre en el rebusque, Omar Bam Bam hizo grafitis para promocionar su banda Contacto Rap cuando casi nadie más pintaba en la calle. A mediados de los noventa, Omar abandonó el grafiti, mientras Ospen, por su lado, fotografiaba muros grafiteados por otros —con un hambre de calle que lo emparenta con Brassaï—, conforme iba reuniendo valor para hacer sus propios grafitis.

La primera canción que ParceO escribió trataba sobre la vez que probó la marihuana y no le gustó. Ya había dejado de rayar paredes. Le perdió el gusto al grafiti porque, me lo dijo muy serio por WhatsApp, no se sentía bien “con eso de que los sprays afectaban la atmósfera, pero tampoco tenía el dinero para las latas”. A los 17 recién cumplidos, cuando estaba terminando el bachillerato nocturno y oía mucho hip hop y robaba cachuchas y callejeaba, se cansó de ver todos los días el mismo paisaje de estrechez, de respirar el aire del no futuro, y decidió aventurarse al norte, siguiendo los pasos de sus padres. Abrazó el sueño americano, pero antes de irse firmó con Sony Music para participar como solista, con un tema suyo, en un compilado de varios raperos. Jamás vio dinero derivado de ese contrato. Ahora que ha vuelto a su hábitat de origen, convertido en padre de cuatro hijos, comerciante de ropa, fotógrafo aficionado, productor de su música, Parce-O quiere ser ejemplo de que un camino chueco puede enderezarse.

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–¿Quién está detrás del que firma “DjLu”? 

–No se sabe, es un man que se hace llamar DjLu –dice después de poner un disco de música folclórica psicodélica, con beats de deep techno–. Y es un man enmascarado. No sabemos si es negro, blanco, azul, homosexual, si le gustan las uchuvas o las naranjas. Me interesa anular el personaje para que lo destacable sea la obra. El fondo en lugar de la superficie. Esa idea de la máscara me gusta porque invita a que me juzguen por como soy, no por cómo me veo. Así se fue armando el personaje, el alterego.

En 2004, cuando se tomó en serio lo de pintar en la calle, DjLu empezó a taparse la cara con una máscara antigás, un pasamontañas o un cuello de lycra estirado hasta arriba de la nariz. Desde entonces no trabaja/juega con la cara descubierta. Tampoco deja verla en sus redes sociales ni en las muchas fotos que le han tomado para acompañar entrevistas sobre su trabajo.

En comparación con la mayoría de sus pares —hombres y mujeres sumergidos en el grafiti o el arte urbano desde la adolescencia—, la entrada de DjLu en el oficio de intervenir superficies públicas fue tardía. Pero no así su vocación callejera. Las paredes llamaron su atención desde que era púber, cuando veía el grafiti lírico o poético de Keshava, Luis Liévano, hoy septuagenario. DjLu recuerda uno que decía: “Apagonía”, en la época de los apagones de luz en el gobierno Gaviria. “Esos grafitis resumían lo que yo reivindico: lo político sobre lo estético”.

DjLu creció en barrios de clase media del norte acomodado e iba a un colegio donde no se forman precisamente grafiteros. 

Estudié en uno de los colegios más elitistas de Colombia y allí entendí lo que son ciertas burbujas sociales. Me discriminaban pobre, por no vivir en la Cabrera y no tener Mercedez sino Renault 4. Mi mamá quería que yo estudiara en ese colegio para que aprendiera inglés. Fue una buena decisión, porque desarrollé el interés por involucrarme más con la gente del común que con la élite. 

Sin embargo, pese al rechazo de sus compañeros, el símbolo de prestigio que representaba el lugar donde estudiaba pesó en su vanidad cuando rayó una pared del barrio. Su pared debut.    
–Mi primer grafiti fue horrible. Yo estaba orgulloso del colegio en el que estaba y en vez de reivindicar lo popular, como ahora, voy y pinto esa mierda: “Anglo”. Con vinilo negro. Inmundo. Una vaina absurdamente fea. Estamos hablando del año 89 o 90.

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DjLu no formó parte de la primera camada de leyendas del street art bogotano: Ospen, Fear, Hueso, Beek, Cloe, Ecks… Pero sin duda se ha granjeado una reputación duradera de maestro del esténcil. Con su propuesta estética y su acervo político ha puesto un grano en la configuración del nervio motor de la movida grafitera criolla, un fenómeno tan variopinto como devorador. Cuando DjLu empezó, apenas un puñado de personas hacían esténcil en Bogotá, en tanto que otras expresiones y estilos sobre los muros venían consolidándose hacía más de una década.

Cuando empecé a meterme en el rollo de la calle, la gente de Bosa o Ciudad Bolívar me miraba como al gomelo. Los que hoy son mis amigos no acababan de entender por qué este gomelo de mierda quería pintar en la calle. Me miraban feo por llegar a veces en carro a pintar. Mis parceros del alma, con los que comencé, Toxicómano y Lesivo, se paraban duro y me defendían: “¿Porque tiene carro lo van a menospreciar?” Ya después las cosas empezaron a cambiar cuando les demostré humanidad, camello, compromiso, calle.

Imagen de DjLu

A una ciudad tradicionalmente sin estilo como Bogotá, el color, las formas y las técnicas diversas pintadas en el espacio público le han ido dando un estilo. Como los gabinetes de curiosidades del siglo XVIII, las expresiones gráficas de la calle bogotana son un estilo de estilos, una mezcolanza, una amalgama de fealdades y bellezas –según quien las mire–, de ingenios, virtuosismos y, asimismo, chambonadas.

El grafiti ha crecido al ritmo de una ciudad cada vez más tentacular, abigarrada y frenética. Al páramo gráfico en que vivía esta ciudad lo ha ido reemplazando, a lo largo de treinta años, un caos visual hecho de grafiti salvaje, esténcil, realismo o neomuralismo. Las expresiones callejeras están, como la ciudad misma, en proceso continuo de simbiosis y transmutación. Y sus artífices han sido mujeres y hombres de dos y hasta tres generaciones provenientes de todos los rincones de la ciudad. Aficionados todos en un comienzo, unos más ávidos de pintar figurativamente, otros de fijar carteles o hacer grandes murales politizados, otros de dejar su tag, muchos deseosos de formar un crew, la escena ha crecido hasta llegar a miles de voluntades individuales y colectivas.  

Miles de jóvenes encuentran en la calle su espacio de experimentación. Algunos, ya consagrados, exhiben sus cuadros en galerías de cuando en cuando, como Stinkfish. No pocos se ganan la vida empleando la técnica que aprendieron de forma amateur para pintar la fachada de un bar o una tienda de ropa. Otras, como Ledania, que se presenta como “neomuralista” en su Instagram, forman parte del exclusivo, y me temo que hiper minoritario, grupo de artistas callejeros con manager. A la solicitud para una entrevista, una colaboradora de esta artista visual me respondió: “Trabajo como gerente de proyectos para el equipo de Ledania, gracias por tu amable invitación. Ahora mismo tenemos agenda llena en lo que queda del año”. Ledania pinta por encargo en muchas ciudades del mundo, de Estados Unidos a Japón. 

Lo que no han logrado hacer de un modo abarcador la literatura, el cine o incluso la música, parece haberlo conseguido la expresión gráfica callejera: tomarse la ciudad entera. Bogotá está bombardeada sin compasión. Nueva York, siendo la cuna del grafiti, no está tan pintada como esta capital desde donde operan DjLu y otros miles de nombres que, en el afiebrado trance de pintar paredes, con capuchas y armados de aerosoles o rotuladores, salen a llenar la urbe de capas y capas de imágenes, como si de otra piel de la ciudad se tratara.

Hace unos años, Bogotá ocupó el séptimo puesto en un listado grande de ciudades grafiteadas, por encima de Miami, Amsterdam, Río de Janeiro, Ciudad de México y Buenos Aires. El ranking lo hizo el blog canadiense Bombing Science, basándose en el número de hashtags de “graffiti” en Instagram”. Basta con echar una mirada para constatar no solo la cantidad de muros pintados, sino otra evidencia: que Bogotá es el hábitat soñado de un amante del grafiti. Tanto impulso, tanto tanteo ha dado lugar a una florescencia de estéticas por toda la ciudad.

Imagen de Bastardilla

Lo que vemos en las calles de Bogotá, en todas direcciones, es una metáfora de la desmesura, del barroquismo latinoamericano. El grafiti lo devora todo como fuerza liberadora, como fenómeno en expansión continua. Las paredes bogotanas parecen gritar, como quien siente no haber recibido todavía bastante. Y a través de quienes las intervienen, esas paredes advierten, como una vieja canción cubana: “Soy como soy y no como tú quieres”.

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—Yo no soy virtuoso, por eso hago esténcil y me ha tocado luchar con la técnica y el quehacer artístico —dice DjLu al bajarse de su bicicleta para estampar, sirviéndose de una plantilla, la cara de Camilia Ospitia, una líder social e integrante de un colectivo de hip hop asesinada en Bosa en agosto de 2024. Lo que sabe DjLu es que la mataron por denunciar a las bandas de microtráfico que delinquen en su localidad y a los policías que las encubren. 

Es viernes y la tarde avanza soleada. Hemos pedaleado unas treinta cuadras hasta una esquina del encumbrado barrio El Nogal, uno de los pocos sectores bogotanos donde escasean el grafiti y sus derivados gráficos.  

—No ha sido fácil. Soy alguien que ha crecido en sus imposibilidades más que a partir de sus virtudes —La máscara antigás deja apenas ver sus ojos claros—. Y en la calle eso sí que pasa, porque en la calle no están los más virtuosos, sino los que más ganas tienen de salir, de exponerse a la ley, al vecino, a la intemperie, al mugrero, a poner de su plata para hacer algo que no está bien visto.

Con una insistencia implacable, desconcertante para quienes no acabamos de entender qué impulsos mueven a alguien a tomarse las calles de una ciudad con latas de pintura en aerosol, ya sea para rayar la Estatua de la Libertad o los vagones del metro —como lo hicieron en su día Grape y Stoney, dos writers que son leyenda de Brooklyn— o ya sea para taggear su territorio más cercano —como lo hacían veinte años atrás el bogotano Ceroker en su Cedritos natal o la versátil Era en las paredes de Soacha—, el grafitero genuino se curte errando, recurriendo a las ganas más que al trazo virtuoso, elegante y seguro.

Imágenes de Ceroker

En una entrevista que le hice en 2023 para un libro sobre la historia del arte urbano en Bogotá, Toxicómano me dijo: “En el grafiti no se premia el talento: se premian las ganas. Seguramente, hay miles de personas más talentosas que yo, que saben dibujar muy bien, con una mejor formación y una apreciación artística más sofisticada que la mía, pero no tienen el ánimo, y en la calle la diferencia la hace el ánimo”.

A punta de ganas se han forjado un nombre en la escena bogotana figuras como Bastardilla, quien ha hecho del anonimato radical su manera de asumir el street art, o Guache, cuyo primer seudónimo fue Mefisto. Ambos, como tantos otros artistas callejeros que sería imposible enumerar aquí, empezaron muy jóvenes, ella en Bogotá y él en Sogamoso, a pintarrajear muros sin pedir permiso.

Cada uno desde su estética y visión de mundo ha dado rienda suelta a su sensibilidad social en murales llenos de color e identidad latinoamericana, sin olvidar que un día sus tanteos comenzaron con un desprevenido cultivo de lo que Norman Mailer llamó “la fe del grafiti” en su libro sobre los imberbes grafiteros neoyorquinos de los años setenta. Guache, que fue primero un grafitero de raza y creador de fanzines y carteles a comienzos de este milenio, ha combinado su trabajo en las calles con sesiones de mapping —proyección de imágenes sobre superficies tridimensionales—, light painting —pintura con luz directamente sobre videos o fotos— y efectos visuales para shows de música en vivo. “El mural me permitió profundidad y cercanía con la gente y me alejó del voltaje de la calle”, me dijo por teléfono Guache una noche desde su taller en La Calera. Animales de la selva y los Andes, instantáneas del maíz, rostros mestizos, indígenas, negros pueblan su obra en un derroche de colores fríos y cálidos a partes iguales. Tanto sus mosaicos caleidoscópicos como los figurativos honran la biodiversidad americana al tiempo que coquetean con una psicodelia ancestral aclimatada al asfalto bogotano.

Bastardilla evoca, por su parte, en su trabajo más representativo, grandes figuras femeninas que ha ido diseminando durante largos años en Bogotá y varias ciudades del mundo. Su obra discurre oscilante entre rastros de un arte agreste acrisolado en la calle, en espacios abandonados o en trenes de Europa, y una sensibilidad y un talento que empezó a cultivar leyendo de niña cuentos infantiles e historietas, así como dibujando dinosaurios y mujeres. Hoy no hace bocetos; dibuja directamente en el muro.

Imagen de Bastardilla

Su talento lo plasma en superficies vastas. El feminismo latinoamericano, el ejemplo de emancipación de la mujer que vio tempranamente en su madre, la caricatura política, las revueltas sociales y sus iconografías, la clandestinidad en que se desarrolló su niñez y parte de su adolescencia, son algunas de las pistas para entender el sustrato de su pintura. Por su independencia, su autonomía ética y moral, su reivindicación de la conciencia autónoma del artista que se niega de plano a venderse al mercado, a Bastardilla cualquier historia del arte urbano contemporáneo tendría que incluirla dentro de la categoría, cada vez más excepcional, de exponentes de la pintura callejera que rechazan todo encargo comercial. En un café bogotano, me dijo una vez: “No porque tenga que pagar los recibos cada mes voy a pintarle una fachada a Starbucks”.

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Si hay un grafitero que encarna la índole mutante del arte urbano en Bogotá es Ceroker, que cuando niño, mientras jugaba Nintendo con vecinos de cuadra, oía un programa radial de rap que sintonizaban los hermanos mayores de sus amigos los viernes y sábados al final de la tarde. Reino Clandestino se llamaba aquel programa, que marcó época en la escena bogotana del hip hop y del grafiti. No tardó el rap en seducirlo ni su madre, comprensiva, en comprarle un disco de La Etnnia, ropa ancha y revistas de hip hop gringas.

–En esas revistas había unas letras enredadas que me parecían una chimba. Una vez, el que me vendía la ropa ancha me dio un recibo en el que dibujó unas letras que me encantaron. Ese man era Rodrigo, un tagger que pintaba muchas paredes en el norte a finales de los noventa. Y me tramó hacer lo mismo. Empecé a poner mi nombre por todo Cedritos: Camilo, Camilo, Camilo, imitando el estilo de Rodrigo. Yo tenía 12 años. Unos años después, empecé a firmar Cerok y a parchar con Ecks y Caz. Volvimos mierda Bogotá haciendo grafiti ilegal en forma. Hacíamos rutas toda una noche. Nos motivaba resto ver videos de grafiteros rayando trenes en Francia. Pintamos mucho entre las calles 170 y la 72. Yo ahorraba la plata que me daban mis papás para comer en el colegio y me la gastaba en pintura.

Imagen de Ceroker

En sus albores como tagger, un grafitero que firmaba Zeta y se ganaba la vida como domiciliario en Cedritos lo invitó a grafitear en Sierra Morena, el barrio donde vivía en Ciudad Bolívar. Ceroker recaló con sus latas de aerosol en un paisaje nuevo, muy distinto a su entorno social de clase media del norte. Se devolvieron rayando y patoneando las más de doscientas calles que separan y aíslan, como a dos polos irreconciliables, Ciudad Bolívar de Unicentro. El recorrido debió durar al menos ocho horas, según recuerda Ceroker más de veinte años después.

—Yo digo que somos como la segunda ola del grafiti en Bogotá, porque la primera ola fueron, entre otros, Fear, Pitbul y todo su parche de Team45… —dice una tarde lluviosa de noviembre de 2024, sentado en un sofá de su apartamento y estudio—. Apenas cumplí 18, empecé a dejar de hacer grafiti ilegal, en parte porque una vez íbamos en parche como unos diez pintando por la 30 y nos cogió la policía. Pasamos la noche en una estación. Ahí pensé que andar en ese voltaje no me interesaba.

Estuvo apartado un año del grafiti. Cuando volvió a pintar en el espacio público, experimentó con tipografías diferentes para escribir frases con trasfondo contestatario. “Cero Represión” decía uno de los grafitis que hizo desde el enfoque político. Varios años más tarde, cuando la policía asesinó a Diego Felipe Becerra ‘Trípido’, Ceroker pintó un muro que gritaba: “Cero Balas”. Conforme iba adquiriendo nuevas luces y herramientas en la carrera de Diseño Gráfico, que estudiaba en la Tadeo, hacía piezas con lettering de ocho, diez metros en la calle, y desdeñaba la creciente tendencia de usar las técnicas del grafiti y del arte urbano para producir murales comisionados por las agencias de publicidad. El llamado graffiti advertising le parecía a Ceroker una forma de prostitución.

Imagen de Ceroker

Haber vivido y estudiado ilustración infantil en Buenos Aires, donde halló inspiración en el muralismo del movimiento de street art argentino, “me voló la cabeza”, dice. De vuelta en Bogotá, Ceroker conoció a Ledania, que estaba empezando a pintar muros comerciales. Con Ledania pintó muros sin pago alguno de por medio y varios por encargo, entre ellos uno en el Centro de Diseño Portobello frente al Parque de la 93. De ahí en adelante, solo fue cuestión de tiempo para que Ceroker volcara de lleno su talento hacia una nueva comprensión de su destino como grafitero e ilustrador. 

—En ese momento entendí que esto podía ser un negocio. Yo había sido muy cerrado, un purista del grafiti. No le veía ningún valor a pintar con brocha o hacer esténcil.

Imágenes de Ceroker

Ceroker, que lleva la mitad de su vida disparando aerosoles, publica videos en sus redes sociales en los que habla de su vida como neomuralista, ofrece consejos para salir del bloqueo creativo —el famoso miedo al lienzo en blanco—, comparte fragmentos de su rutina de trabajo, muestra los murales que hace para marcas comerciales como Reebok, Juan Valdez o Cyglo, y comenta su participación en un festival internacional de arte urbano. 

–Al ver lo que estaba haciendo Ledania, me di cuenta de que podía vivir de esto. Ledania lo había entendido súper rápido. Ella fue de las primeras que empezó a cobrar bien, a viajar. Su visión fue más allá de lo que pensaban muchos parches de grafiti y arte urbano. Con ella cambié el chip y dejé de pensar que hacer muros para marcas comerciales era venderme.

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El grafiti que imperaba en Bogotá a finales de los años ochenta no era aún el de los trazos inspirados en imágenes que llegaban con atraso y a cuenta gotas del subway neoyorquino grafiteado hasta la náusea. Lo que veían cuando caminaban con sus padres por el centro o Teusaquillo los entonces niños y futuros grafiteros Toxicómano, Fear, Stinkfish, Ospen, Hueso o DjLu eran consignas de izquierda o grafos de las barras de fútbol.

Imagen de Guache

Los escasos aficionados, cuyos seudónimos borró el tiempo, que debutaban con sus improvisaciones wildstyle en las paredes bogotanas, participaron en un concurso de grafiti en el barrio La Perseverancia en 1988. De ese primerísimo encuentro de grafiteros anónimos apenas queda rastro en la memoria de alguno que otro vecino de La Perse, pero nos sirve para evocar, así sea de manera nebulosa, la incipiente tentación grafitera de los antecesores inmediatos de las primeras olas del grafiti bogotano.

Mucha agua ha corrido desde entonces. En estos 37 años, Bogotá se transformó en una urbe ingobernable e incapaz de contener y a duras penas comprender el espíritu rebelde que anida en el grafiti. A lo largo de estas décadas hemos asistido a una explosión incontrolada de expresiones callejeras. Mientras la rueda del arte urbano no ha dejado de girar como un enorme ser viviente que no duerme, de tanto en tanto han saltado de la calle a los titulares y a la boca de todos sucesos llamativos como el asesinato de un grafitero a manos de un patrullero, o la noche en que, escoltado por la misma policía que llevaba años reprimiendo el ejercicio del grafiti, un ídolo pop norteamericano se bajó de una camioneta para pintar un grafiti de camino al aeropuerto o más recientemente el polémico mural sobre desapariciones forzadas que clama: “Las cuchas tenían razón”.

Hace una década larga, el arte callejero en Bogotá empezó a llamar cada vez más la atención de galerías, museos, publicistas, académicos o turistas que se apuntan a tours de grafiti. Esta última tendencia no la perciben con buenos ojos muchos grafiteros, pues consideran que solo beneficia al mercado del turismo. No menos controvertida ha sido la participación de las corporaciones y del sector público en el ecosistema del arte urbano. Algunos grafiteros sencillamente se apartan de la publicidad o las convocatorias distritales como de algo nauseabundo. Sin embargo, de dichos patrocinios surgen a menudo proyectos colectivos interesantes, piezas de gran calidad. Pero en muchas ocasiones, en opinión de DjLu, todo eso no es más domesticación.

Imagen de Guache

—Mi mayor crítica es que, como toda propuesta contracorriente, por fuera del sistema, las expresiones del espacio público, sea grafiti o arte callejero, han terminado siendo apropiadas y domesticadas por el sistema. Me parece que se privilegia lo estético por encima de lo disruptor y de la crítica, y la crítica es fundamental, porque estamos utilizando un canal de puta madre que es la calle, un canal alternativo por excelencia que todo el mundo ve y que tiene el triple poder de RCN y Semana juntos, porque es la calle, que es pa’ todos.

Que Bogotá ocupa un lugar preponderante en el concierto mundial de las ciudades grafiteras no solo lo confirma el bombardeo omnipresente de expresiones gráficas en la calle, sino la nómina nutrida de mujeres y hombres que se han tomado en serio su oficio en los muros, hasta el punto de llevar su arte alrededor del mundo. Mientras unas y otros continúan saciando su sed de grafiti, la ciudad va mutando al ritmo de las muchas formas que asume el arte urbano, un fenómeno social, estético, cultural que redefinió, irremediablemente, la fisonomía de la ciudad, así como la dialéctica de una parte considerable de su juventud.

Valga recordar, por último, que sin las primeras pintadas de finales de los años ochenta no tendríamos el mosaico vivo, monumental y efímero, que hoy embellece o afea, según los ojos de quien lo observe, el paisaje asfáltico bogotano. La libertad de la que hoy gozan miles de jóvenes grafiteros o muralistas es resultado de una faena colectiva que arrastra una herencia que ya va por las cuatro décadas.

*Las fotografías que acompañan este artículo fueron gestionadas por el autor como cortesía de los artistas que las compartieron para acompañar su texto.

Jorge Pinzón Salas

Estudió Literatura. Fundó y dirigió por diez años la revista Cartel Urbano. Ha publicado sus textos en diferentes medios. Ahora trabaja como periodista independiente.

Estudió Literatura. Fundó y dirigió por diez años la revista Cartel Urbano. Ha publicado sus textos en diferentes medios. Ahora trabaja como periodista independiente.

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