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Noguchi

El arte en la mesa de centro: el problema de las formas de Noguchi

Collages

¿Cuál es la distancia que separa una mesa de tres patas de una escultura? El autor nos cuenta en este texto donde conversan la escultura y el diseño, Oriente y Occidente, Isamu Noguchi y Guillermo Arias, alrededor de una mesa donde reposan libros, flores, tazas de tinto y más de una historia.

No se equivocó George Perec al escribir que instalarse en un nuevo espacio implica «limpiar verificar probar cambiar acondicionar firmar esperar imaginar invertir decidir ceder doblar curvar enfundar equipar desnudar…». Un ejercicio pendular. Subir, bajar, subir, bajar. Poner aquí, cambiar allá. Llenar. Vaciar. Mover. Sin embargo, en los silencios entre verbos nace la búsqueda de un lenguaje; el afán de que el espacio comunique lo que somos. O que al menos lo sugiera.

¿Qué sofá va bien con la alfombra? ¿Cuadros paralelos? ¿Plantas suspendidas en el aire o en el suelo? ¿La vajilla de un solo color o mejor algo con patrones? ¿Luces amarillas, blancas, moradas? Un léxico mobiliario que se construye desde la necesidad de habitar y cuyo centro de gravedad descansa sobre una mesa; la pieza alrededor de la cual se desarrolla la vida en comunidad.

La elección de aquel punto neurálgico define el ritmo del lenguaje espacial. A pesar de que no existe una opción correcta, entre el amplio abanico de posibilidades hay una categoría reservada para aquellas piezas en las que el diseño y el arte se funden entre el mármol, el vidrio, la madera y el acero. Se pueden encontrar la mesa circular Adnet, del diseñador modernista francés Jacques Adnet; la Tobi-ishi que juega con la perspectiva de las patas, diseñada por los británicos Edward Barber y Jay Osgerby; la Blast del francés Philippe Starck, sencilla y en apariencia simple; o la oda al volumen de Gustaf Westman con la Chunky Table Mini.

Sin embargo, hay una pieza diseñada y lanzada en pleno apogeo del modernismo estadounidense que va más allá. Un mueble que, utilizando palabras de su creador, hace uso de «la escultura para interpretar oriente para occidente». La concreción de la búsqueda creativa de uno de los escultores más importantes del siglo XX: Isamu Noguchi.

Se trata de la mesa que lleva por nombre su apellido: la mesa Noguchi. Diseñada en 1946, está formada por una base escultórica compuesta por dos piezas de madera maciza –usualmente de nogal, fresno o cerezo– entrelazadas sin necesidad de tornillos ni fijaciones. Una V invertida que coquetea con el vacío como si se tratara de la piedra Kummakivi. La parte superior, un tablero de vidrio de 1,9 centímetros de grosor de curvas suaves y fluidas, dibuja una figura triangular orgánica y simétrica.

Su forma evoca la complejidad y belleza del Yūgen: el sentimiento que ocurre cuando el arte «nos conecta con la belleza inabarcable del universo y nos sentimos diminutos y solos en el mundo, pero reconfortados al mismo tiempo por formar parte de él». Hay una fluidez casi musical en su anatomía. Un ritmo que remite a uno de los principios de su creador: «Todo es escultura. Cualquier material, cualquier idea con impedimento nacido en el espacio, lo considero escultura».

La búsqueda de equilibrio se repite a lo largo de su vida y obra. Ni tan norteamericano ni tan japonés, Isamu fue hijo de Leonie Gilmour, docente y editora estadounidense de ascendencia irlandesa, y del poeta y docente japonés Yone Noguchi. Nació en Los Ángeles en 1904, pero en 1906 viajó con su madre a Japón para aprender acerca del arte y la cultura del país de su padre ausente. A pesar de que nunca pudo establecer amistades duraderas debido a su mestizaje, encontró inspiración en la arquitectura y el diseño nipón y enunció la importancia de los mismos en su vida. Sin embargo, en 1918 la incomodidad de no saberse parte de nada lo llevó a Indiana.

La experimentación artística de Noguchi comenzó poco después de terminar el colegio, pero la fractura llegó temprano. El rechazo de Gutzon Borglum –autor de las efigies del Monte Rushmore– lo alejó lo suficiente como para arrinconarlo en la facultad de medicina de la Universidad de Columbia en 1923. Pese al cambio, reconoció el error y se transfirió a la Escuela de Arte Leonardo da Vinci, en donde el escultor Onorio Ruotolo reconoció su talento por primera vez.

Noguchi llegó a París en busca de uno de sus grandes referentes, el escultor rumano Constantin Brancusi, después de ganar la beca Guggenheim en 1927 y de viajar por Inglaterra, China y México. Durante su estancia, el modernismo, el surrealismo y la abstracción se fundieron por completo en su obra gracias al intercambio con artistas como Alberto Giacometti y Alexander Calder, lo que alejó su trabajo de la literalidad y cubrió sus obras del misticismo propio de las cosas vivas.

El resultado de su estancia en la París de los veinte le permitió entender que el arte no depende del material, sino de la inquietud. Desde ahí su trabajo combinó madera, circuitos eléctricos, minerales, papel, entre otros. No importaba con qué, Noguchi quería descubrir el cómo. Asimismo, lo reconoció en su biografía escribiendo: «Todo mi trabajo, mesas, así como esculturas, están concebidas fundamentalmente como problemas de forma». 

Su práctica se expandió a la escenografía, arquitectura, escultura y mobiliario. Realizó los jardines de la Unesco en París y diseñó escenografías para una de las máximas representantes de la danza contemporánea: Marta Graham. También trabajó con el coreógrafo Merce Cunningham, los arquitectos Louis Khan y Richard Buckminster y junto a su gran amiga, y madre del modernismo, Georgia O'Keeffe. 
Fue justamente durante un viaje con O’Keeffe que conoció al diseñador británico T.H. Robsjohn-Gibbings, quien le pidió diseñar una mesa de café. Luego de un silencio prolongado ante la propuesta enviada, el nipón-estadounidense se recluyó voluntariamente en un campo de concentración en Arizona durante la Segunda Guerra Mundial. En su estancia Isamu se sorprendió al ver publicada una variación de su mesa de café sin el crédito correspondiente. ¿La respuesta de Robsjohn ante el reclamo del artista? «Cualquiera puede hacer una mesa de tres patas».

¿Cuál es la distancia que separa una mesa de tres patas de una escultura? Según Guillermo Arias, para responder esa pregunta hay que pasear la mirada por la historia del mobiliario en la humanidad. Por ejemplo, «Los candelabros en bronce romanos eran un trabajo exquisito pensado para el uno por ciento de la población, mientras que el 99 restante tenía que sacar oro de las minas. La relación entre el arte y el mobiliario estuvo pensada de esa manera», el “diseño” era exclusivo de las clases altas.

Arias vio ese pensamiento instalado en la academia colombiana desde que era un estudiante. Los ornamentos eran prohibidos, poca gente mencionaba muebles como el Big Mayer y quienes lo hacían eran tildados de pretenciosos. Lo recuerda mientras se pasea entre escaleras, lámparas, mesas y sillas en medio de su última exposición en NC Diseño: Cazar la sombra: refracciones y reflexiones del pensar creativo. 

Tras graduarse, Arias se acercó al diseño a través de lámparas, espejos de agua y artesanías de torno que creaba en su taller. Sus intereses oscilaban entre la simetría de los mosaicos romanos, la arquitectura barroca y el trabajo de arquitectos como Carlos Scarpa, Charles Eames o Frank Lloyd Wright. La conexión entre todos los elementos que componían los ambientes alimentó la búsqueda creativa del colombiano. Sin embargo, Colombia carece de una identidad arquitectónica definida, lo que dificulta la tarea. A diferencia de países como México, que la moldeó de la influencia indígena, española, el poder del virreinato de Nuevo México y el rosa mexicano de las buganvilias utilizado por Luis Barragán, quien colaboró con el arquitecto Ricardo Legorreta en el Hotel Camino Real de la Ciudad de México y cuyo patio de ingreso –famoso por la fuente de movimiento eterno– es obra de Isamu Noguchi. 

Al igual que para Isamu, en la obra del colombiano hay un antes y un después de su visita a Japón. «Estando allá reflexioné sobre una casa que hice en Cali en la que todas las lámparas eran diferentes. Después de ver que las obras japonesas estaban compuestas por elementos simples y que todas las lámparas eran iguales, me di cuenta de que era un lobazo. Hubo una ruptura, casi cierro mi taller», dice entre risas.

Para Guillermo, los modernistas fueron responsables en gran parte de la democratización del bienestar que nace de la sinergia entre arquitectura y diseño. Siguiendo el camino abierto en su momento por la Bauhaus, los grandes representantes del modernismo alimentaron la idea de que no hay objetos o conceptos exclusivos de una clase social. Noguchi fue uno de ellos.

Guillermo Arias comenzó a experimentar con elementos que encontraba en Colombia: hierro, granito, platina o tubos. Cazar la sombra es una exposición que representa esa idea. Desde lámparas de acero, escaleras, mesas y espacios, el trabajo de Arias conversa con la idea de Noguchi de que «no existen fronteras estrictas entre géneros artísticos; las únicas limitaciones están en el propio artista, en su fuerza, inspiración y capacidad».

Es por eso que cualquiera puede hacer una mesa de tres patas, pero pocos pueden ver la distancia que separa un mueble de una escultura. Es una frontera difusa, engañosa y es precisamente en los bordes de las obras de Noguchi y Arias que se encuentra la ligereza del buen arte. Esa de la que escribe Juan Cárdenas. La que sugiere que «si no flota, no es arte. Si se hunde, casi con toda seguridad, no será gran arte». 
Al igual que en la historia de la mesa Noguchi, Guillermo Arias habla del juego que trae consigo la creación y la necesidad de inventar después de que alguien copia un diseño. La respuesta es la misma que le dio Isamu a Robsjohn-Gibbings: hacer algo diferente, vivo, real. El movimiento se esconde en el silencio que describe con precisión la belleza de la mesa Noguchi. Mientras que «el arte mediocre finge flotar o, incluso peor, hace todo lo posible por no elevarse, por verse grave y adoptar las muecas exteriores de aquello que antes ha sido identificado con el gran arte», como afirma Cárdenas, el centro del universo no tiene peso innecesario. Parece estar suspendido en el tiempo, jugando a equilibrar sus formas y ocupar un lugar en el espacio. Su forma es una declaración: estoy soy yo. O al menos lo sugiere.

Nicolás Rocha Cortés

Escritor, periodista y fotógrafo nacido en Bogotá en 1994. Autor del libro How I Met Your Mother (Rey Naranjo, 2022). Ha colaborado con diversos medios y organizaciones como Semana, El Malpensante, Don Juan, El Espectador, El Tiempo, Banco de la República, CTXT (España), El Destape (Argentina) y SoHo. Ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 2019 por su crónica «Mi abuelo y la marihuana». En 2020, finalista del IX Premio Nacional de Cuento La Cueva. Sigue escribiendo, dirige narrativa en proyectos con inteligencia artificial y produce pódcast.

Escritor, periodista y fotógrafo nacido en Bogotá en 1994. Autor del libro How I Met Your Mother (Rey Naranjo, 2022). Ha colaborado con diversos medios y organizaciones como Semana, El Malpensante, Don Juan, El Espectador, El Tiempo, Banco de la República, CTXT (España), El Destape (Argentina) y SoHo. Ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 2019 por su crónica «Mi abuelo y la marihuana». En 2020, finalista del IX Premio Nacional de Cuento La Cueva. Sigue escribiendo, dirige narrativa en proyectos con inteligencia artificial y produce pódcast.

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