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 dibujar lo que sentimos

¿Para qué nos podría servir dibujar lo que sentimos?

Hace unos años, Sebastián Barragán comenzó a poner en viñetas de rapidógrafo muy sencillas lo que estaba sintiendo y con el tiempo terminó por notar que algo cambiaba en él. Esa misma experiencia se volvió un taller que ha tenido varias ediciones exitosas. ¿Por qué? ¿Qué cambia en nosotros cuando dibujamos lo que tanto nos cuesta nombrar? El autor nos cuenta en este testimonio sobre el poder del dibujo íntimo.

Aturdido y confundido: así agarré un rapidógrafo la primera vez que hice una viñeta distinta al garabateo habitual que ejecutaba en mis viejas bitácoras de dibujo. Esa vez fue diferente, había un sentimiento distinto atascado en el pecho.

Tenía una relación romántica difícil. No podía expresar mucho de lo que sentía porque terminaba en batallas campales de silencios extendidos por semanas. Podían pasar días antes de que me volviera a dirigir la palabra. Era su forma de ser; después pude entenderlo sin dolor. No lo hacía con intención de volverme los nervios una maraña de espaguetis que se desparramaba del bolsillo cada vez que sacaba el celular para revisar si ya me había respondido.

Yo era eso: un manojo de temblores que apenas  había empezado su vida laboral hace 3 años. Mal pago, con un jefe abusivo y una “casi algo” taciturna, vegetariana. Siempre dibujé y tuve páginas en diferentes redes sociales donde subía dibujos. Hice un sitio en Flickr.com con mis fotografías y dibujos, y tuve blogs donde escribía. Pero realmente nunca me había puesto a pensar cómo me sentía antes de dibujar. Esa noche que le dibujé a ella todo fue distinto.

La pensé. La pensé tan fuerte y con tanto dolor que se me dispararon rayos de tinta del rapidógrafo, de donde vinieron más dibujos después. Y ahí quedó mi dolor, hecho un garabato. Era simple: una chica burlándose de alguien prendido en llamas; en los bocadillos ella dice: “¡Perdiste, maldito!” y él responde: “Ja, ja sí. Pero amarte fue divertido”. Era sencillo y al punto, así me sentía.

No lograba expresarme del todo cuando le comunicaba lo que sentía: que a ella le importaba demasiado poco lo que teníamos y que a mí me importaba todo. 

Así inició mi carrera como viñetista de redes sociales.

Se empezó a volver, poco a poco, mi diario emocional. Lo seguí haciendo durante los siguientes días, meses y años. El journaling, que llaman los gringos, es simplemente anotar con juicio los sucesos de la vida. Adquirí un súper poder: sabía cómo me sentía con respecto a lo que me pasaba. No siempre es un súper poder lindo, porque saber cómo uno se siente es una tremenda odisea. Pasan años antes de que uno se dé cuenta de cómo se siente sobre algo, ¿no? O uno se da cuenta cuando va por la sexta cerveza, por eso existe llamar borracho a la ex para decirle que la extraña. Eso sería un trámite más burocrático en sobriedad. En ese sentido, el dibujo se vuelve una sustancia de la verdad.

Para esa sustancia de la verdad, lo que genera placer y lo que genera dolor entra en una misma bolsa. Dibujando, me cuestioné a mí mismo, me interpelé. Tuve que encarar las cosas que hice durante años, que me costaron relaciones y amistades. Las infidelidades que cometí con parejas, lo violento que fui cuando hice bullying en el colegio. La cascada de culpas no se hizo esperar. Todos los matices del entenderme humano se me abrieron como una caja de Pandora que cargaba dentro del pecho. Así aprendí a cargar con esa cruz y no dársela a nadie, como dice Rodolfo Aicardi. Más bien me amisté con mi propia cruz.

Con el paso de los años entendí que el proceso que llevaba en mis dibujos, muy inconscientemente, se trataba sobre perder la vergüenza. Hablando con la gente en internet o con mis amigos, parecía ser una sensación transversal: a todos nos daba vergüenza decir lo que sentimos. Sobre todo a los varones, nos cuesta mucho decir la verdad por miedo a sentirnos ridículos o a quedar mal. La vergüenza se fue diluyendo poco a poco en autocompasión, también en compasión por la gente cercana que alguna vez me hizo daño. Perder la vergüenza era un gesto de resistencia a vivir sometidos por lo que nos obliga la sociedad a ser.

Empecé a preguntarle a otros cómo se sentían, porque difícilmente mi vida es tan interesante y tan activa como para que todos los días tuviera algo que decir sobre mí mismo y volverlo una viñeta. Así fui viendo que a mi mejor amigo le entraban ataques de pánico alimentados por la ansiedad del trabajo, de las relaciones amorosas, de la frustración. Y a mis conocidos cercanos. Y a mi papá.

Un día me dijo: “Es una cosa de salud eso de la ansiedad, como cualquier otra. Hay que aprender a manejarlo de esa forma”. Algo me cambió ese día que hablé con él, entendí que había más gente tomándolo con naturalidad. Había con qué crear comunidad.

El día que decidí empezar a dar talleres ya habían pasado algo así como 3 años desde la viñeta del muchacho incendiándose. Ya no me encontraba tan en llamas, de hecho, estaba un poco bajo el agua. Inundado de las emociones que había logrado descubrir a través del dibujo, pero con la posibilidad de entrar y salir cómodamente de ello como si fuera una piscina. Es verdad que no fue así desde el principio; entenderse emocionalmente es un proceso difícil, lleno de dolores, pero también de muchas satisfacciones.

La gente necesita que le digan que no está sola, la gente necesita expresar lo que le duele. La gente soy yo hace 3 años con mi corazón lleno de emociones reprimidas dentro de un pozo. Y luego volví a pensarlo, con más detalle: “Yo no soy cualquier clase de gente, ¡yo soy un hombre!”. Esa fue la última pincelada para lo que vendría: quería enseñarle a otros hombres el proceso que había llevado a través del dibujo. Quería que pudiesen entender lo liberador que se sentía salir al mundo con las emociones en la mano y no sentir un ápice de vergüenza. Más bien, puro bienestar.

Pero no fue tan fácil. Para costear espacios en casas culturales a los que otros hombres vinieran a aprender la técnica de dibujo que les quería dar comencé a sacar merch. También empecé a hacer reuniones virtuales semanales donde, anónimamente, tuviéramos la libertad de expresar nuestras emociones fuera del ojo público o de alguien que nos pudiera juzgar. Validación infinita, el sueño millennial. Parecía un buen plan y emocionado lancé la mercancía, solo para darme cuenta algunas semanas después de que vender ropa o accesorios requiere mucho más que ponerle un dibujito mío a una camiseta negra o blanca. 

Las ventas estuvieron muy bajitas y el espacio virtual se empezó a desplomar, por ocupación un poco y por falta de interés también de los grupos que se configuraron. Es entendible, tener el compromiso de ir una vez a la semana a exponer cómo se está sintiendo es complicado.

Pero yo definitivamente no quería rendirme, quería ver el espacio hecho realidad. Así que hablé con amigos de otra casa cultural y planeé el taller allí, con refrigerio y materiales. Pensando en el nombre del taller, se me ocurrieron todas esas imágenes gringas de casas construidas en los árboles donde solamente niños varones se reunían a jugar Astucia Naval, comer golosinas y ver revistas de automóviles. La Casita del Árbol, dije. Pero de nuevo nadie se inscribió.

Era yo con mis diapositivas en una presentación y el sueño de compartir esta aventura de dibujar viñetas haciéndose pedazos por el mercado cultural de Bogotá. Claramente hay muchas otras prioridades que conocer las emociones propias de los varones: la botella de aguardiente que se abre cada fin de semana, el partido de fútbol, la fiesta de cumpleaños de Pochis. Contra todo eso competía, millones de formas de anestesiar las emociones y yo queriendo exaltarlas. Pensé también que ofrecer un espacio sin tener que cobrarlo es una forma de resistencia. Porque habiendo tanto coach de autoayuda vendiendo técnicas de superación, qué iba yo querer cobrar algo que me llegó a la cabeza por casualidad. Eso no tiene precio, no se le puede poner. Decidí hacer lo que hace el distrito para atiborrar escenarios cada que hay algún concierto “Al Parque”: dejarlo abierto al público, con aporte voluntario.

Ahí la cosa fue distinta.

La asistencia al primer taller de aporte voluntario no fue tímida. Muchos llegaron con ganas de participar y a medida que se fue desarrollando la actividad, pusieron empeño en encontrarse con lo que sentían a pesar de la dificultad que involucra perder la vergüenza de lo que se siente. Aprendimos todos sobre todos, sobre las cosas que nos atraviesan como hombres. Que todos tenemos traumas, que todos tememos ponernos en lugares vulnerables porque alguien nos invalidó, que mentimos sobre nuestra edad, estatura, cantidad de pelo en la calva, porque así nos dicen que nos van a querer más.

Y cada uno se llevó una parte de eso a casa.

La segunda ocasión decidí hacerlo mixto, pensando en algo que me dijo un muchacho del primer taller: “Es que mi novia quería que viniéramos juntos, pero solo podía yo.” Fue un éxito total. Esta vez asistido por Andrea Alarcón y Sebastián Reyes, personas de la academia afines a la psicología, dimos un tallerazo con presentación mejorada y una técnica para ubicar las emociones en el cuerpo a través de las cosas que fuimos dibujando.

Este lo dimos en la librería La Dacha, donde por un poco más de 3 horas la gente puso sus emociones en dibujos de diferentes niveles que al final cumplieron su propósito: ayudar a la gente a identificar cómo se sentían.

El último taller que di, lo dirigí solo. Quise enfocarme en el dibujo más que en teoría de psicología. Quería probar que, a pesar de que es terapéutico, no se trataba de una terapia sino de un método intuitivo nacido a partir de querer decirle a mi ex que la amaba mientras ella me rompía el corazón. En esta ocasión, mucho más corto y conciso, exploramos cuatro ejercicios donde al final la gente se llevó este pequeño truco de descubrimiento interior. Este último me dio la confianza para seguir haciéndolo en diferentes espacios, para seguir invitando a la gente a que deje la vergüenza en la puerta del sitio donde realicemos el taller y pueda sentirse cómoda con sus propias emociones. En un espacio donde nadie le va a juzgar. En un espacio donde definitivamente, nadie está solo.

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