La burocracia que me salva la vida
Ser colombiano significa muchas cosas, pero sobre todo, esperar con paciencia, y la cédula ampliada, a que los trámites no nos lleven a la tumba.
No sé ustedes cómo estén de ganas de vivir por estos días. Las mías están ahí, como el internet de Claro o el servicio de Electricaribe: intermitentes. Ustedes me entienden: no es solo el plúmbeo peso de la existencia lo que me agobia, también es la guerra, los atentados alrededor del mundo, los niños que se mueren de hambre en la Guajira, y sobre todo, la música de Silvestre Dangond…
Y, por si todavía le quedan a uno ganas de vivir, está la obligación de hacer trámites.
Nuestro más iluminado filósofo, Juanes, se equivoca, la vida no es un ratico, la vida en Colombia es un largo y puto trámite. Acá se sabe que no es suficiente tener una cédula para probar que uno es uno, además es obligatorio sacarle fotocopias al 150 % y llevarlas de un lado para otro. Como si no fuera suficiente el peso de ser uno mismo, hay que estar demostrando que uno es ciento cincuenta por ciento uno mismo.
¿Por qué fotocopias al 150 %? Tal vez los burócratas colombianos, además de ineptitud, padecen alguna discapacidad visual. La única explicación plausible para que sigan pidiendo toneladas de papel a pesar de que todo podría hacerse por Internet es que las emplean para hacer origami: un arte tan triste como la misma burocracia. Me los imagino en su eterno sopor pensando su próxima obra: la flor de RUT, el cisne de RIT, la garza de certificado de la Contraloría, o el colibrí hecho con –perdonen mi lenguaje técnico– las triplemalparidas autorizaciones de las EPS para los procedimientos a los enfermos.
Entre más absurdo el trámite, mayor el nivel artístico del origami. Por eso cada presidente de Colombia –que sabemos que odian el arte y la cultura– anuncia una nueva ley antitrámites el día de su posesión, y mientras la ley antitrámites cursa –cómo no– su propio trámite en el Congreso, los nuevos funcionarios artistas ya se han inventado una tramitontería distinta por cada una de las que pretenden eliminar.
Todo esto te acaba las pocas ganas de vivir que quedan. Entonces piensas por qué no te has suicidado si lo has pensado tantas veces. Es otro propósito incumplido del año, como la ida al gimnasio, las clases de francés, la selfie con el papa Francisco. Ahí es cuando te decides de una buena vez, porque esto no puede seguir así, las metas son para cumplirlas. Es cuestión de inscribirse en un método y listo: tiro en la sien, sobredosis de pastillas, pagarle a un taxista con un billete de cien mil. Bueno, y también se debe cuidar la imagen de tu cadáver, así que tienes que borrar el sucio historial de internet y las fotos cochinas del celular antes de matarte. Y ya puestos en esas, qué oso que nadie se entere, entonces hay que anunciar el evento en tus redes sociales. Ah, y que no se te olvide escribir una nota de suicido, que en Colombia no vale si no está autenticada en una notaría.
Y te imaginas a tu familia teniendo que sacar la fotocopia al 150 % de tu certificado de defunción. Y seguro no para ahí: los imaginas llenando el formato de hoja de muerte único del SIGEP, con todos los soportes que demuestren que tu cadáver es cadáver, los visualizas tratando de actualizar tu Registro Único Tributario, marcando “ninguna” en la casilla de actividades, “El Más Allá” en la dirección de residencia y al funcionario haciendo una calavera en origami con todo esto. Entonces ya no te matas, ¿para qué? El suicido no vale la pena, porque como la vida, también es un puto trámite.
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