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Contra las tiendas de diseñador

Contra las tiendas de diseñador

Ilustración

La exclusividad tiene sus pereques. Aquí le contamos por qué no es divertido visitar tiendas de diseñador.

SOFA

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a silla del odontólogo y su sala de espera, los colectivos bogotanos, ciertas esquinas y calles de Planadas (Meta), Riohacha (en La Guajira) o de aquí de Bogotá, en los alrededores de la calle 57 con Séptima: lugares que considero diseñados y construidos con el único fin de incomodar.

Lugares que son sinsabores. Y en los primeros puestos de la lista de sitios detestables, las tiendas de diseñador. Todas. Las de los consagrados, famosillos o establecidos tanto como las de los uanabí y aficionados. Todas parecen pensadas para que lo pases mal. Cumple años tu mujer y quieres darle algo bonito, algo rarito, algo distinto. Y se te ocurre, tan original, pasarte por las tiendas de diseñador de Chapinero, cerca a la Séptima con calle 53 y alrededores. Hay varias ahí, y has visto en la vitrina que venden ropa pero también objetos decorativos y accesorios. Imposible no encontrar algo bonito en una tarde, y evitarte los varios días de aquí para allá. Además pagaron, o sea que el billete no es problema. Y para terminar de convencerte asoma el argumento del apoyo al talento local.Entras a la primera, cualquiera. Música estridente; paredes negras y recargadas; ropa apeñuscada en mostradores y racks; pocillos, loncheras y otros perendengues en una vitrina detrás de la caja registradora o en un rincón estrecho. No distingues nada. Quieres preguntar el precio de alguna cosa, entonces levantas la vista y alcanzas a ver a dos seres humanos famélicos, de género indefinido, con el pelo revuelto, que te miran desde el otro lado de sus aretes faciales con el ojo medio cerrado —o medio abierto: no quiero sonar pesimista—. Están sentados en un sofá de plástico o en una silla alta al lado de la caja, tapando la taza que intentas mirar. Murmuran, se desperezan, se ríen por lo bajinis. Prefieres no preguntar todavía, no preguntar en esta.

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Tocas una blusita con un estampado bello y la tela es barata. Agarras un pocillo chistosín y es ligero, como una cáscara de huevo. Sales de esa tienda.Entras a la segunda, dos casas más al norte. O al sur, da igual. Música estridente; paredes negras y recargadas; ropa apeñuscada… Las variaciones son mínimas. Y así en las cuatro o cinco que visitas. En una sólo venden ropa de mujer, en otra sólo ropa de hombre, en otra más venden Dr. Marteens —a buen precio, eso sí pa qué, pero no quieres regalarle unas botas a tu mujer—. En una hay más objetos que ropa; en otra, más sacos que en aquella. Y se va repitiendo también con inofensivas  variaciones la misma blusita estampada, la misma camiseta desgastada a la fuerza, el cuello en V, los zapatos vintage, el bolso burdo y mal cosido, el plástico, las ideas.Vas caminando a buscar un café para despejarte. La confección, la ropa, la moda tienen tanto de arte como de negocio. Hay que atender muchísimos detalles, y el noventa y cinco por ciento de las marcas y diseñadores que has visto en esas tiendas cuidan algunos de esos detalles, pero no todos. Apenas cuatro o cinco marcas o diseñadores destacan por atender lo grande y lo chico, lo que parece trascendente y lo que no: telas, costuras, forros, estampados, acabados, etiquetas,  exhibición…¿O no? Quizá tengan razón los vendedores invertebrados que no te querían allí y te lo hicieron saber con su indolencia. Estás al menos diez años y quince kilos por encima del momento jubiloso en que se aprecian esas prendas, esa música, esa  —debo decirle de alguna manera— decoración. La talla M es la nueva XL. Normal que la ropa no sobreviva a una tercera lavada.

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Así que ahí estás, por los lados de la 84 con 13, en las tiendas de los diseñadores famosillos. No has salido del regalo para aquella. Pagaron, acuérdate. También es talento local. Y entras a alguna, cualquiera. El ambiente y la decoración están casi en las antípodas. Paredes blancas o plateadas, papel de colgadura de buen gusto —en unas— y seudo kitsch en otras… Hay espacio para la ropa. Por momentos demasiado: ahí está esa faldita de tul, desfallecida como una pietà bajo una luz cenital, sin ninguna otra prenda u objeto a menos de cuatro metros cuadrados. La vendedora es bella y te sonríe, te ofrece un café, un té, un vino. Pero estás tenso. El chill out anodino empeora la ansiedad. Y cuando preguntas por un precio lo compruebas. ¿Cómo puede valer tanto un ridículo? Cabrán las llaves y el labial, cuando mucho.Basta entonces de originalidades. Invitas a tu mujer a comer a DiLucca y le compras un libro. Para mantener la idea, le das las Memorias de Grace Coddington. Tres días después estás acosándola para que lo termine pronto y puedas leerlo.

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Camilo Jiménez Estrada

Periodista

Fue editor de la revista El Malpensante y jefe de redacción de la revista Soho. En la actualidad es director de publicaciones de Colsanitas, desde donde se publican las revistas Bienestar Sanitas y Bacánika.

Periodista

Fue editor de la revista El Malpensante y jefe de redacción de la revista Soho. En la actualidad es director de publicaciones de Colsanitas, desde donde se publican las revistas Bienestar Sanitas y Bacánika.

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