Especulaciones editoriales
“De camino hacia su casa siguió recordando a esos compañeros del primer trabajo, no los culpaba por sus insólitos comportamientos, por sus extraños desahogos en lugares tan inapropiados (…)”.
Unas palabras sobre Puñalada trapera
Juan F. Hincapié *
A mediados de 2016 la editorial Rey Naranjo me propuso hacer una antología de cuentos colombianos que titulamos Puñalada trapera. Luego de leer escritores colombianos por más de un año, puedo decir que la literatura nacional es tan diversa como lo es el país y como lo son sus autores. Y esto es algo bueno, sin duda, porque sería muy aburrido que todos fueran iguales, y que al pensar en un autor se llegara a una suerte de estándar de escritura colombiano.
Por suerte, el libro tiene una gran diversidad temática y estilística. Si bien nuestra premisa siempre fue encontrar relatos inéditos de calidad sin importar su procedencia, un feliz accidente que se desprendió de esta labor y que es inherente a este tipo de ejercicios recopilatorios es que resulta posible sacar una instantánea del estado de las cosas. ¿Y cuál es el estado de las cosas en la literatura colombiana? Bueno, para eso hay que leer los veintidós relatos que conforman la antología.
No obstante, cualquiera que se haya mantenido atento a las novedades sabrá que de 2015 para acá las editoriales han decidido apostar por el talento nacional como nunca antes lo habían hecho. Gran parte de los seleccionados en la antología ha publicado libros durante los dos últimos años. A mi modo de ver, dos de las propuestas más interesantes provienen de escritores publicados en Puñalada trapera. Se trata de La cuadra, de Gilmer Mesa (Random House, 2016), y Criacuervo, del cartagenero Orlando Echeverri Benedetti (angosta, 2017).
Sin haberlo buscado, al menos no de manera intencionada, nos salió una recopilación generacional, que comprende autores nacidos entre 1972 y 1985. De otro lado, vale la pena resaltar la presencia de escritoras nacionales en este libro ―diez de veintidós seleccionados―, que buscamos hasta debajo de las piedras. Leyéndolas, al menos para mí fue inconcebible que algunas de ellas no tuvieran al menos un par de obras publicadas y muy leídas. Esto dice algo de la industria editorial colombiana.
El cuento que presentamos hoy a los lectores de Bacánika es uno de mis favoritos. Proviene de la pluma de la antioqueña Natalia Maya Ochoa. Su título es “Especulaciones editoriales”. La pieza gráfica que lo acompaña es de la talentosa Marcela Quiroz, que ilustró todos los relatos incluidos en el libro. Esperamos que lo disfruten, y que su lectura anime a los visitantes de esta página a mirar el libro de cuentos Puñalada trapera (Rey Naranjo, 2017).
* Escritor colombiano, autor del libro de cuentos Gringadas (Ediciones B, 2010) y la novela Gramática pura (Rey Naranjo, 2015). Fue el editor de la antología de cuentos colombianos Puñalada trapera.
Especulaciones editoriales
Natalia Maya Ochoa
Últimamente no le había ido muy bien en su trabajo como editora, aunque ahora que lo pensaba mejor, tal vez nunca le había ido bien en ese medio. En eso venía pensando cuando se bajó del bus, cuatro cuadras antes de llegar a su casa, para comprar la leche que le faltaba y el cuido para los perros. El encuentro con Emilia para almorzar esa tarde le había quedado dando vueltas. Cómo era posible que se estuviera ganando eso y que ahora fuera gerente de una división de la empresa para la que trabajaba, ella, que nunca se destacó en ninguna materia y que se quedaba dormida cuando hacían los trabajos, pensaba fastidiada. Mientras se dirigía a la sección del mercado donde estaba la leche, iba recordando sus inicios en la editorial de la universidad de la que se graduó, donde desde el principio logró destacarse porque, según decían sus compañeros, era pila y con buena disposición para el trabajo. Tal vez por ello fue que comenzaron sus logros a ser visibles, demasiado visibles, y contrario a lo que esperaba, el inicio del fin de su carrera comenzó a gestarse.
En las editoriales de las universidades públicas trabajan personajes extraños, cavilaba mientras hacía la fila en la caja de solo diez productos, para cancelar los dos que ella llevaba. Recordó entonces el archivo olvidado que encontró aquella vez mientras le hacía un back up a su computador, pertenecía al editor que había reemplazado y que se había ido a realizar sus estudios de maestría a otro país; al menos eso fue lo que contó en la oficina, otros que también lo conocían, decían que abatido por el estrés del oficio, se había marchado a Venezuela, que se había vuelto emprendedor, y que allí había iniciado una casa de lenocinio.
Las descripciones de Óscar, como llamaremos al excompañero, hacían parte de unas cartas dirigidas a su novia de entonces y que habían sido escritas en diferentes versiones antes de ser enviadas a la destinataria. Había una en particular que fue repetida cuatro veces, y que le llamó especialmente la atención, en ella su compañero intentaba aliviar las angustias laborales de su pareja, que para el momento trabajaba en un laboratorio en Londres bajo el mando de una científica al parecer despiadada y racista. Aunque buscó con desesperación en los archivos, nunca pudo encontrar las cartas de la novia, pero podía deducir lo que esta le contaba por las respuestas de Óscar. La carta que llamó su atención tenía el siguiente rotulo: Especulaciones editoriales, y sus anteriores versiones llevaban, por supuesto, el mismo nombre, solo que con un numeral diferente, por la que más se interesó fue por la número cuatro, en la que Óscar le contaba en detalle cómo eran sus compañeros de trabajo, y en la que decía lo siguiente:
4
Hola mi pato corazón:
[…]Me parece cagado lo de la oficina, y peligroso, además porque tu jefe es capaz de ponerle patas a tu puesto ya mismo. Deberías decir en público que no ensillas sin tener la bestia y que no te vas a ningún lado porque no tienes ningún otro lado adónde ir. Y bueno, por acá las cosas siguen igual: el mismo ambiente de mierda con estos autores de M. y este jefe y estos compañeros(as) subnormales con infinidad de problemas sexuales. Ya sé que en estos momentos debes sentirte triste por lo de las pruebas fallidas de esta semana en el laboratorio, pero por aquí las cosas tampoco me van muy bien que digamos. Como siempre, nunca pasa nada, si acaso sale un libro cada semestre es porque el rector llamó a decir que lo necesitaba y pone a correr a todo el mundo, el resultado casi siempre sale regular. Amibia se queja de que los textos que le pasan para corrección son tan malos, que deberíamos pagárselos como reescritura; Dianita dice que si la diagramación salió mal fue porque el editor le metió más texto cuando ya tenía la prueba lista; y así sucesivamente la cadena de faltas hasta dar la vuelta y señalar a un único culpable: el editor, es decir, Yo, y eso a veces, porque en ocasiones hasta logro escurrirme del bulto con algún cuento que nadie me cree, pero que Ortega nos pasa a Pablo y a mí, casi siempre, en contraposición de un favor para intervenir por ella ante Zuluaga.
…Y sí, Ortega sigue con ese odio brutal por toda muchachita nueva que llega de monitora, pues no hace sino hostigarlas porque, según ella, no leen o porque no recuerdan el nombre de tal o cual autor.
En cuanto al otro editor, sí, el del lado, sigue encerrándose todas las mañanas de 6:00 a 7:00 a. m., él cree que a esa hora no llega nadie, pero a veces a los que madrugamos nos toca encontrarnos con semejante acontecimiento: esos grititos ahogados combinados con los estertores de placer al que llega, y que genera en nosotros una sensación de fastidio tal, que todos al mismo tiempo, con tal de no escucharlo, comenzamos a mover cosas sobre el escritorio, a toser o a gritar a los alaridos el nombre de los otros, como si nos necesitáramos urgente… Ya no sé ni con qué cara mirarlo cuando me lo encuentro en los orinales del baño. En cuanto a Pablo, que tú sabes siempre ha estado al frente, nunca lo veo, y no por que no venga, sino porque al parecer sigue haciendo la tesis, y para evitar interrupciones de Ortega o de Zuluaga, prefiere seguir cerrando la puerta todo el día, pero la otra tarde entré sin avisar y lo encontré chateando, sí, con un man. Confirmadas tus sospechas.
Las dos editoras nuevas, mi reemplazo y la otra, llegaron causando algo de revuelo, lastimosamente no creo que duren mucho. La que me va a suceder se muestra atenta y colabora, da su opinión en las reuniones y es extrovertida, pero como tú sabes, ser así aquí es llevarla perdida. A la otra le tengo miedo, alguna vez le edité un libro, esa va a durar menos, aunque ahora está callada y parece atenta a todo lo que se dice, esa sumisión es falsa, ella es rastrera y pusilánime. En cuanto a Zuluaga y Ortega siguen en las mismas, ella con ese mismo silencio cómplice que la delata al subir precavidamente la ceja cada vez que ve entrar a su jefe a la oficina con otra de sus conquistas. Lo que pasó en Guadalajara… se quedó en Guadalajara.
[…]
Cielo, te mando un beso gigante, te quiero mucho y me siguen encantando tus correos eróticos.
O.
De camino hacia su casa siguió recordando a esos compañeros del primer trabajo, no los culpaba por sus insólitos comportamientos, por sus extraños desahogos en lugares tan inapropiados; por inventar justificaciones ante sus equívocos para lograr, de una u otra forma, conservar su trabajo; por aceptar callados y luego buscar culpables ante sus incapacidades. Los recordaba con nostalgia y algo de lástima a veces, aunque ese día en particular pensaba que sentía más lastima por ella misma que por cualquier otra persona en el mundo. La culpa fue mía que no logré adaptarme nunca, se decía, y claro, también de Pablo por su traición.
Después de ser despojado de su cargo Zuluaga, Pablo, gracias a su cercanía con el vice, subió a la jefatura; él, que fue quien en un principio la adoptó como su pupila destacada, con el tiempo fue cambiando hasta convertirse en su peor enemigo: la acosaba para que sacara los libros en menos de tres meses; delataba sus faltas delante de los autores; le solicitaba que creara softwares para calcular los PVP de los libros, aun cuando eso no le correspondía; en algún momento de falsa reconciliación hasta llegó a insinuarle cómo debía vestirse; le pedía metas inalcanzables, tan inalcanzables que ningún otro compañero editor, ni él mismo, habían logrado en todo el tiempo que llevaban trabajando en la universidad. El resultado: tuvo que renunciar antes de que la sacara. Después de su salida supo que acosó a dos compañeras más, las mismas que renunciaron para evitar también una salida menos digna. Tiempo después se enteró, por otro de sus compañeros, que Pablo se había vuelto más desinhibido, y que ahora recibía a algunos de sus amigos al mediodía en la oficina. A lo mejor uno de ellos fue el que vio Óscar la otra vez cuando entró por sorpresa a su oficina, como relataba en la carta. Hace algunos días, cuando salió a comer con algunos de sus excompañeros, le contaron que en las horas de la tarde, después de aquellas visitas, se le podía ver relajado y hasta amable. Pero que no dejaba de parecerles raro que la planta de editores ahora estuviera conformada solo por hombres. Si acaso lograba colarse una mujer, decían, su estadía no duraba más de seis meses.
Mientras subía por la calle empinada que la llevaba a su casa, se iba preguntando por qué después de esa desastrosa experiencia había seguido intentándolo; qué habría pasado si no hubiera llamado a su tío el abogado para que la conectara con su amiga, periodista de toda la vida, y que para ese momento dirigía el Fondo Editorial de esa universidad privada donde quería trabajar. El peso de los dos paquetes y del portátil que llevaba en el maletín le parecía inocuo en comparación con la pesadumbre que cargaba en su alma. Recordó entonces las señales que se le presentaron indicándole que ese trabajo no le convenía, cuando, después de una prueba exhaustiva de corrección, la llamaron para decirle que no había quedado, pero que era la segunda opción. Media hora después la volvieron a llamar para decirle que estaba contratada, que el otro editor ya había comenzado a trabajar en otra parte. Y aceptó.
A ese nuevo trabajo llegó creyendo que las cosas serían distintas, y lo serían, pero no de la manera que ella esperaba. A pesar de ser una universidad privada, a los editores les tocaba hacer, además del trabajo de edición, la corrección de estilo y la corrección de prueba. Todo eso en un trabajo de medio tiempo. Este era un fondo pequeño, pero de mucho renombre, trabajaban apenas seis personas: la jefe, tres editoras, un librero y una diseñadora. A una de las editoras la conocía de antes.
Cuando pasó por la portería de su edificio, apenas levantó la ceja para saludar al portero, venía inmersa pensando en la actitud que asumió cuando entró de nuevo a trabajar, llegó cautelosa y precavida, intentaba estar atenta a lo que decían, aun cuando los comentarios casi siempre se desviaban del tema de la reunión. Se quedaba en silencio cuando ellas leían algún poema que les gustaba y que ella se sabía de memoria. Recordaba ahora con desagrado como las reuniones de trabajo se volvían una especie de tertulia en la que se alardeaba de tal o cual escritor que conocían, de lo amigas que eran del fulano, de la última película que habían visto, o de temas más anodinos en los cuales expresaban, por ejemplo, por qué no les gustaba montar en taxis de la marca Chevrolet, o que nunca, pero nunca, tomarían un líquido con un pitillo que no estuviera empacado en estuche individual. Se le venían a la cabeza las palabras de Alicia, la diseñadora, de la que siempre había pensado, con cierta malicia, que además de ser muy cuidadosa y atenta con su trabajo, era también atenta y cuidadosa al escuchar las conversaciones ajenas. Le había advertido desde su llegada que entre las tres mujeres existía una gran rivalidad, que se la pasaban peleando, haciendo escándalos por los pasillos de la oficina y poniendo quejas la una de la otra ante el rector.
Iba tan distraída en sus tribulaciones, que no se dio cuenta cuando le pisó la cola a la gata del edificio que reposaba tranquila en la acera, el maullido de lamento del animal la sacó por un momento del pensamiento desagradable que se le venía a la mente al recordar a una de sus compañeras, le parecía verla cuando se exasperaba fácilmente por casi cualquier cosa y le gritaba a voz en cuello, la recordaba con más pena que rabia cuando se descojonaba de aquella manera: se veía tan vieja y ridícula, pensaba. Casi como por correspondencia se le venía a la cabeza la otra, recordaba como desde un principio intentó ganarse su confianza, pero que pronto se dio cuenta de que la vigilaba, se sabía de memoria lo que hacía en el computador y a qué hora. Recordaba cómo cada tanto la jefe, que estaba en una oficina aislada, la llamaba para preguntarle qué estaba haciendo. Ahora pensaba que ella era, por no decirlo menos, algo así como la lagarta útil que utilizan los jefes como señuelo para enterarse de lo que pasa realmente en su oficina. Lamentablemente para ella, a partir de su llegada, la animadversión que existía entre las dos empezó a menguar. Se preguntaba entonces por qué no lo había intuido desde un principio, pensaba que tal vez pudo ser más reservada, pero no, ella había sido discreta, por qué no había renunciado cuando las cosas empezaron a revelársele, se volvía a preguntar malhumorada. Esa camaradería entre ellas no era normal, no después de lo que le había contado Alicia, en los últimos tiempos se sonreían cuando se saludaban, celebraban los comentarios la una de la otra en las reuniones y hasta se citaban. No lo vio venir.
Al poco tiempo era su objetivo, su enemiga, la bruta, la que no entendía y que además hacía las cosas mal. Aparte de que, según ellas se vestía mal, les parecía estúpida la manera como se recogía el cabello y otra cantidad de apreciaciones subjetivas que nunca logró discernir por qué afectaban tanto su trabajo. Después de veinte años se sentía como si hubiera vuelto al colegio: le mandaban cartas, la suspendían y le hacían unas encerronas en las reuniones de las que, por más que intentara justificarse, siempre resultaba condenada por lo que ellas consideraban sus faltas.
Mientras subía los seis pisos para llegar a su apartamento iba pensando que sí, que algunas veces se le había olvidado quitar la cursiva de la coma que iba inmediatamente después de un título en las referencias, que otras veces pasó por alto la partición de alguna palabra que terminaba en «culo», y que a menudo, a algunas de esas citas que contaban 41 palabras, olvidaba indentarlas. De ese tamaño eran sus faltas, recordaba, y no podía olvidar cómo sentía atravesar su pecho por un cuchillo punzante cuando pensaba en las marcas rojas en la corrección de prueba, no olvidaba una en especial, ya a lo último, un gran AGHHHHH en mayúsculas, que cuando el autor lo vio pensó que había sido en contra de su escrito, y tuvo que inventar una gran mentira para justificarlo, no le parecía conveniente que los autores se enteraran de lo que sucedía allá adentro.
Ya venía jadeando en el rellano del tercer piso cuando se le vino un pensamiento más amable a la cabeza: su amigo el librero, por lo que no pudo dejar de esbozar una sonrisa. Para esas alturas él ya estaba más allá del bien y del mal, pues llevaba trabajando en el Fondo desde que fue creado. Era el único que se atrevía a mofarse de ese aquelarre con absoluta desfachatez, constantemente les hacía correcciones al hablar, lo cual les hacía salir apresuradas al diccionario gramatical, para comprobar, una y otra vez, que también se equivocaban.
De ese lugar se dejó echar.
Al día siguiente llegó contenta a su nuevo empleo. Allí trabajan solo tres personas: un jefe, y dos editores. Ese día se definiría el futuro de un texto en el cual venían trabajado en los últimos meses, era el texto de una poeta poco conocida, pero de la que ella ya tenía noticia. El texto fue editado por su compañero. Como era nueva en este trabajo, no quiso hacer ningún comentario que dejara percibir que conocía a la autora, simplemente siguió dedicándose a hacer lo que le correspondía. Durante todo el proceso su compañero no dejó de quejarse de las dificultades que estaba teniendo con esta autora. Por eso cuando terminaron y salió el libro todos se sintieron aliviados. Esa misma tarde, la que más a disgusto estaba con el trabajo era la autora, quien llegó justo después del almuerzo con una bolsa transparente donde había echado, de cualquier modo, los veinte libros que le correspondían por derechos de autor, pasó por la recepción sin pedir permiso y descargó los libros que cayeron desordenados en el piso de la oficina del jefe, justo frente a su escritorio; sin siquiera saludar y en términos bastante fuertes, lo increpó recitándole una a una las erratas que había en el texto. Una de ellas, y la que más llamaba la atención, aparecía en la portada del libro, justo en el nombre de la autora. Era tal la indignación de la poeta que no paraba de lanzar improperios en contra del jefe, recordándole, entre otras cosas, asuntos tan personales como el mal comportamiento que había tenido alguna vez con una de sus amantes, y que ella al parecer conocía; la liviandad de los libros que él había publicado y una que otra ligereza que ella consideraba que él había cometido en otra administración. El jefe, que reaccionó con un profundo silencio ante la furia inconmensurable de aquella mujer, ordenó inmediatamente, y en su presencia, que picaran el libro y lo botaran a la basura. Éter, como rezaba su nombre en el libro, y que desde su etimología indica que «se evapora fácilmente y puede generar peróxidos explosivos al reaccionar con el aire», nunca más sería recibida de nuevo en ninguna editorial, ni como poeta, ni como editora.
Esa tarde, cuando volvió a su casa, saludó con cordialidad al portero, más adelante se inclinó y le hizo una caricia ligera a la gata, mientras subía los seis pisos que la separaban de su apartamento, no podía evitar recitar en voz alta, como lo hacía la poeta en las reuniones a las que asistían como editoras, una estrofa del poema que tanto les gustaba y del que para variar, había olvidado el título:
«En los desfiladeros trágicos
el viento se lleva los sombreros
y, no podemos evitarlo,
nos produce una risa loca».
Ilustración: Marcela Quiroz
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