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La fragilidad de un reportero de guerra

La fragilidad de un reportero de guerra

Fotografía

En la fragilidad de su salud estaba la fuerza que le dio el valor de acercarse a la muerte y sacarle sus mejores fotos. Así fue la vida de El Nueve, uno de los fotógrafos más importantes del país.

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Nueve-joven-madre

Un martes de mediados de agosto de 2007, Albeiro Lopera Hoyos almorzó en casa de su madre y se sentó a ver el noticiero. Sonó el celular y vio que era el doctor Carlos Guzmán. Había llegado el momento que temía desde que era un niño.

—Te esperamos en el hospital en una hora —le dijo el médico.

Albeiro sintió que se le acababa la vida. 

—No sabía si era verdad o mentira. Mi mamá me miraba y yo lloraba. Llegó mi novia Patricia y luego un amigo en un carro, listo para llevarme al hospital. En el trayecto, que es de unos veinte minutos, me pasó la vida por la cabeza. Cuando llegamos había unas sesenta personas esperándome. ¡Un trasplante de vísceras! ¡Y el primero que se hacía en Colombia! Me pusieron en la camilla y me cogieron la vena. Yo buscaba al doctor Correa por todas partes —dice.

El doctor Gonzalo Correa, coordinador del grupo de trasplantes del Hospital Pablo Tobón Uribe (HPTU), hablaba con la madre y la novia en la sala de espera.

—Tranquilas, si encontramos la vena buena, solo trasplantamos el hígado.

En la sala de cirugía, Albeiro seguía buscando a su médico, que lo conocía desde que tenía 13 años. Antes de que lo pudiera encontrar, el cirujano Carlos Guzmán se le acercó.

—Lo sentimos, parece que el intestino del donante no está bien —le dijo.

Después de meses de resistirse al trasplante, cuando por fin se sometería al procedimiento, lo devolvían para la casa. Albeiro sintió desilusión, aunque también alivio.

* * * 

Albeiro Lopera era uno de los reporteros gráficos más reconocidos de Antioquia, corresponsal de la agencia de noticias Reuters. Estuvo enfermo desde que recuerda. Su vida siempre fue una rebeldía contra la enfermedad y una prueba a la resistencia de su cuerpo.  Nació en 1966 en el municipio de Bello, en un barrio de obreros cerca a Medellín. Fue el mayor de tres hermanos. Su madre, que era una campesina, lo tuvo a los 16 años y su padre, que era zapatero, trabajaba en la textilera Fabricato. Desde pequeño, a Albeiro se le inflaba el abdomen y devolvía la comida. Le daban cólicos, vómito y diarrea. En el Seguro Social le diagnosticaron un problema en el hígado, pero nunca lo trataron. La enfermedad se volvió rutina. Era normal que cuando estaba jugando con sus amiguitos lo atacara un cólico y se doblara de dolor.

Nueve disturbios

A los 13 años, el abdomen se le hinchó tanto que lo llevaron al Hospital San Vicente de Paul, donde lo hospitalizaron. El internista Gonzalo Correa –a quien años después consideraría como un padre– le dijo que tenía cirrosis hepática. Cada vez que le volvían los cólicos, su abuela, la matrona de la familia, se encargaba de cuidarlo con cilantro de sabana, azafrán, verduras y frutas. Pocas veces en la familia hablaban de la enfermedad de Albeiro. Y él, poco a poco, iba descubriendo su fragilidad y, a medida que se hacía adolescente, iba probando su cuerpo. O salía victorioso o se moría.

* * * 

La cirrosis hepática lleva, entre otras complicaciones, a alteraciones en la coagulación de la sangre, retención de líquidos y aumento de la bilirrubina, que produce la coloración amarilla característica de lo enfermos del hígado. Aunque hay medicamentos que ayudan, la solución definitiva es el trasplante. Cuando un paciente requiere uno, se le aplica un protocolo para descartar contraindicaciones. Después, se activa en una lista de espera. En Colombia, los hospitales proveen los órganos para sus propios pacientes. Si algún órgano no encuentra receptor, el hospital lo ofrece a una red supervisada por el Instituto Nacional de Salud.

La mayoría de órganos proviene de fallecidos por muerte cerebral, bien sea por un accidente de tránsito o por bala, y la compatibilidad con el receptor debe ser de peso, talla y grupo sanguíneo. La espera es de uno a tres meses y la probabilidad de supervivencia es de 90%.

—Cuando trasplantamos a un paciente, buscamos reincorporarlo a su familia y que el obrero, empresario, artista o educador, lo siga siendo. Cada ser humano nos conmueve: la abuela que educa a dos nietos y el presidente de una compañía que le da trabajo a cuatro mil personas —dice el doctor Juan Carlos Restrepo, coordinador el grupo de trasplantes del HPTU desde la jubilación del doctor Correa. Para este equipo médico, cada trasplantado es un rescatado del más allá.

* * * 

A principios de 2006, la condición de Albeiro había empeorado gravemente. Él lo sabía, lo sentía, pero no consultaba. Una tarde cualquiera un amigo fotógrafo lo visitó en su apartamento. 

—¡Cómo estás de amarillo! —le dijo.

—Yo siempre he sido amarillo…

Albeiro no le prestó atención.  Más tarde llegó un primo.

—¡Cómo estás de amarillo!

Luego, otra persona.

—¡Cómo estás de amarillo!

Fue a un puesto de salud y lo remitieron de urgencia al HPTU.

—Llegó a mi consultorio porque se sospechaba un diagnóstico de problemas en las vías biliares —dice el cirujano Sergio Hoyos, quien de inmediato lo remitió al jefe del equipo de trasplantes. Tenía una biliopatía por hipertensión de la vena porta. El veterano doctor Correa no veía a Albeiro desde hacía más de 20 años, pero lo reconoció. Se le acercó.

—Usted ya sabe lo que tenemos que hacer —le dijo el doctor Correa.

—Sí doctor, pero yo soy muy renuente a eso —dijo Albeiro desde la cama del hospital.

—Piénselo, porque se va a poner más amarillo y las fiebres van a ser cada vez más fuertes.

—¿Cuánto me queda de vida?

—Con todo lo que has durado, ya ni sabemos —dijo el doctor Correa.

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Albeiro no se decidía a someterse al trasplante y cada mes la historia se repetía: ingresaba con dolores, o hinchado, o vomitando. Lo trataban, le daban de alta y a los pocos días estaba ardiendo de fiebre, para volver a empezar. Y cada vez estaba más arrugado y más amarillo. En cualquier momento su hígado colapsaría. Los médicos le dijeron que o se hacía el trasplante o se moría. Era una decisión que sólo podía tomar él, ni los médicos, ni las personas más cercanas podían ayudarle. Pero Albeiro sentía miedo. 

—Cuando trabajaba en zonas de conflicto pensaba que nada me iba a pasar. En cambio con el trasplante no estaba seguro. Afuera me la jugaba: podía esconderme, correr o hacerme el muerto; pero en esta situación nada de eso me servía —dice. 

Los médicos le decían que era un hombre joven que le servía a la sociedad, que luchara por eso y que no tuviera miedo. Le prometieron que volvería a tomar fotos y a tener una vida normal. Entonces cedió y los médicos iniciaron el protocolo que comprobaría si era apto para recibir un órgano. Pero se encontraron con una sorpresa. 

—La vena más importante del abdomen, la porta, estaba tapada. Necesitaba un trasplante multivisceral. Un procedimiento muchísimo más grande que no habíamos hecho en Colombia —dice el doctor Hoyos. El cirujano Carlos Guzmán, experto en trasplante de vísceras, le explicó a Albeiro el procedimiento. 

—Tenemos que trasplantarte el hígado, el intestino, un pedazo de páncreas, el estómago, el bazo... 

—¿Cómo así?

* * * 

En la década del ochenta, Albeiro conoció los ideales revolucionarios, el punk, el alcohol y la violencia del narcotráfico, que terminarían por revolverle la bilis y formar su carácter. 

—Empezó a beber a los 15, cuando se vio enfermo se alzó la bata —dice su padre—. Él mismo se clavó ese cambio de hígado.

—Me daban fiebres y tenía que ir a Urgencias con frecuencia. Repetí quinto de bachillerato tres veces. Antes era buen estudiante, pero las cosas se empezaron a dañar —dice Albeiro.

Se alejó de su familia y llevó su cuerpo a límites que nunca imaginó. El narcotráfico fue acabando con sus amigos del barrio, quienes le dejaron el apodo por el que sería conocido: “el Nueve”, por su contextura delgada y andar encorvado. En 1989 se fue a vivir a Medellín y se hizo mensajero de un almacén de repuestos de carro. En la noche frecuentaba bares del centro e iba a conciertos de punk. Cargaba siempre consigo una cámara Polaroid que le había regalado su hermana, y fotografiaba mecánicos, perros callejeros, músicos. Tres años después se matriculó en la Academia ASFO y compró su primera cámara profesional, una Zenit a la que se le atascaba el diafragma. En la academia ganó un concurso y empezó a creerse que podía ser fotógrafo.

Y así como la música le sirvió para rebelarse y descargar contra su cuerpo las rabias y frustraciones que tenía –la enfermedad, la pobreza de la infancia, los amigos que vio morir–, la fotografíafue el sustituto por el que abandonó la vida de punkero. Más adelante también le cobraría su cuota. En 1995 le ofrecieron un puesto como reportero gráfico en el periódico El Mundo

—Esa oportunidad me cambió. Trabajaba catorce horas diarias. Cubría manifestaciones, historias en los barrios y espectáculos deportivos. Dejé de ir a los conciertos de punk porque tenía que trabajar —dice.

A finales de los noventa fue el primero en llegar a un atentado contra la Cuarta Brigada del Ejército. Envió las fotos a varias agencias. Paul Smith, un fotógrafo inglés, lo recomendó a Reuters, y a partir de ahí se convirtió en el corresponsal para Antioquia y Chocó.

—Y me tocó la guerra. Salieron las FARC a atacar, se crecieron las Autodefensas. El estrés era el máximo. El conflicto te afecta la cabeza. Si con el alcohol me había portado mal, con el trabajo fue peor.

Mal para él pero mejor para Reuters, que le ofreció ser corresponsal en Bogotá.

—Esta era mi guerra y me quedé en Medellín. Quería ayudar en algo y vea en lo que vamos —dice y baja la cabeza para mirarse el abdomen—. Todos los reporteros de guerra terminan mal: pobres y enfermos.

Albeiro se considera un romántico. El dinero y el éxito nunca lo obsesionaron. Sus valores estaban en contra del sistema. Se convirtió en reportero gráfico porque vio una oportunidad de decir su verdad, de denunciar los atropellos que cometen los violentos contra la gente humilde.

—Mi mayor fortaleza y defecto es la nobleza —dice y levanta la cabeza—. Para este mundo es una debilidad que puede acabar con uno.

* * * 

Nueve reportero 1

En septiembre de 2007, un mes después de aquella llamada del doctor Carlos Guzmán, se presentó una nueva oportunidad para hacer el trasplante. Albeiro contestó resignado, pero aún nervioso. A la primera persona que vio al llegar al hospital fue al doctor Correa.

—Vaya tranquilo que yo voy a estar ahí —le dijo.

Albeiro dejó de preocuparse.

—El doctor Guzmán hizo la extracción del donante y me llamó. Teníamos los órganos listos y en buenas condiciones —dice el doctor Hoyos. En el quirófano, los cirujanos se encontraron con una anatomía difícil —las endoscopias habían dejado cicatrices en los órganos de Albeiro—, pero el doctor Hoyos se dio cuenta de que la porta no tenía obstrucciones.

—Nos pegamos de la vena y evitamos el procedimiento multivisceral —dice. Cuando Albeiro despertó, de nuevo vio por primera vez la cara del doctor Correa. Le pareció un Papá Noel.

—Solo fue el hígado —le dijo. El procedimiento fue exitoso. El doctor Hoyos iba a revisarlo y a animarlo.

—¡Hágale a comer carne y ají a ver si ese hígado sí funciona! —le decía el cirujano.

* * * 

Estuvo en cuidados intensivos una semana y media, luego una semana en cuidados especiales y el resto del mes en un cuarto con visita restringida. Cualquier infección podía afectar el trasplante y poner en peligro la vida de Albeiro. 

Una vez en su casa, los cuidados seguían siendo estrictos. Patricia hervía los utensilios de cocina que fueran a estar en contacto con él, los limpiaba con una solución de agua y límpido y los envolvía en plástico. Y supervisaba la toma de medicamentos: Sirolimus y Micofenolato, para las defensas; Prednisolona, para la inflamación; Furosemida, para eliminar líquidos; Omeprazol, para la acidez estomacal; y Tramal, para el dolor. Era como si Albeiro hubiera vuelto a nacer, prematuro, y lo tuvieran en una incubadora.

Un trasplante de hígado es para toda la vida, pero los tres primeros años son críticos, pues el riesgo de un rechazo del órgano es alto. El oficio de Albeiro preocupaba al equipo médico porque se exponía a condiciones sanitarias que podrían poner en riesgo el postoperatorio. Por tal motivo, le tenían prohibido realizar cualquier actividad que amenazara su vida. Pero poner en riesgo su vida era parte de su cotidianidad desde que era un niño. A los dos meses de operado manejaba, viajó a Estados Unidos a visitar a su familia y volvió a Reuters.

* * * 

En 2008 tuvo la primera crisis del postoperatorio. Debido a las bajas defensas le dio una tuberculosis que atacó el cerebro. Convulsionó, lo intubaron y le indujeron un coma. 

—Tiene doce lesiones cerebrales. No sabemos cómo va a despertar. Puede quedar ciego, cojo, mudo… —le dijo el doctor Correa a Patricia.

Después de quince días en coma inducido le quitaron la sedación. Cuando despertó, Patricia, mirándolo, señaló el letrero que tenía en la bata que llevaba puesta y Albeiro pudo leer el nombre del hospital. Había salido de nuevo de una crisis, pero le esperaba casi un año de tratamiento contra la tuberculosis. Hace un par de años tuvo una  recaída fuerte, pero también se recuperó.

—Me gusta la historia de Albeiro porque era un joven irreverente que asumió el reto y ha podido llevar la vida que se soñaba —dice el doctor Restrepo.

Los medicamentos lo debilitaron físicamente y debía cuidarse el resto de su vida: no trasnochar, alimentarse frecuentemente, no consumir licor, no frecuentar lugares donde haya enfermos, no forzar su cuerpo. Aun con estas limitaciones, Albeiro no dejó de registrar la cruda realidad de un país en conflicto. En su fragilidad está la fuerza que le dio el valor de acercarse a la muerte y sacarle sus mejores fotos.

Después de que su fotografía de un fiscal que le toma fotos al cadáver de un joven de 16 años en la Comuna 13 fuera seleccionada en 2009 por el periódico Boston Globe como una de las cincuenta mejores imágenes de la década, y su serie Pandillas de Medellín fuera finalista del premio de la Fundación Gabriel García Márquez de Nuevo Periodismo en 2010, Albeiro quería dedicarse a sus propias historias y dejar de cubrir el conflicto. Antes, le quedaba una última misión, el día soñado en que el oficio de reportero de guerra no tenga sentido.

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—Empecé en la guerra y quiero terminarla registrando el proceso de paz, así acabe con una payasada — dice.
El Nueve murió en febrero de 2015.
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Alfonso Buitrago Londoño
(Medellín, 1977) Cronista, editor y profesor universitario. Después de fracasar en su intento de ser futbolista, taxista y médico, se dio cuenta de que lo mejor era contar el cuento. En su libro El hombre que no quería ser padre habla de esos fracasos. En El 9. Un fotógrafo en guerra cuenta la historia de un reportero gráfico del conflicto armado colombiano, punkero militante, criado en la Medellín dominada por el narcotráfico. Publica sus historias en un periódico local llamado Universo Centro, que tiene su sede en la buhardilla de un bar de rock. Los domingos sale a montar en bicicleta con su hijo Lorenzo.
(Medellín, 1977) Cronista, editor y profesor universitario. Después de fracasar en su intento de ser futbolista, taxista y médico, se dio cuenta de que lo mejor era contar el cuento. En su libro El hombre que no quería ser padre habla de esos fracasos. En El 9. Un fotógrafo en guerra cuenta la historia de un reportero gráfico del conflicto armado colombiano, punkero militante, criado en la Medellín dominada por el narcotráfico. Publica sus historias en un periódico local llamado Universo Centro, que tiene su sede en la buhardilla de un bar de rock. Los domingos sale a montar en bicicleta con su hijo Lorenzo.

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