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Tres semanas sin Emi

Tres semanas sin Emi

Voces regadas por todo el mundo comparten su experiencia en medio de la pandemia. Liz, barranquillera radicada en Francia, narra una accidentada visita a Milán y se detiene en los días de la cuarentena voluntaria lejos de su hijo.

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ebería empezar por decir que no le temo a la muerte. Cumpliré 32 años el próximo mes y si el coronavirus o lo que fuese me cortase el aliento mañana me iría contenta: conocí mucha gente, aprendí cinco idiomas (cinco maneras de aprehender el mundo), me casé dos veces –con el mismo, puede usted cerrar la boca–, tuve un hijo, me divorcié y después vino una procesión de amores y el asumir de mi vocación creativa.

Vivo en Francia desde hace años, entre dos ciudades; en Rennes está mi hijo, en París está mi carrera. Tenía que ir a Milán en febrero con la tarea de recuperar unos documentos en la Universidad de Bérgamo para la investigación del libro que estoy escribiendo. Para entonces ya se sentía el tufillo del coronavirus en el aire: el norte de Italia, justo adonde yo debía ir, es considerado el foco europeo del virus. Hablé del viaje con mi hijo. Emi es una persona inteligente y uno puede hablar con él de todas las cosas, quiso ver una foto del coronavirus y descubrimos juntos que tiene el aspecto de una flor que uno sopla y al aire se van sus partes. Leímos síntomas y efectos del virus, Emi me miró a los ojos y por primera vez en sus casi siete años me amonestó “¿Para qué vas a ir a Milán, mamá? No vayas”. Pero yo no le estaba pidiendo permiso sino informando.

Cuando llegué al aeropuerto Malpensa nos recibieron dos señores con tapabocas y un termómetro digital que nos iban poniendo en la frente. Mientras esperaba mi turno vi que el aeropuerto estaba vacío, aquel termómetro no salvaría a nadie de nada.

Llegué al bed and breakfast que había alquilado por internet en el centro de Milán. Conozco bien esas casas: antiguas familias patricias que aún se niegan a trabajar y que se mantienen de la única renta que les queda compartiendo de mala gana su espacio con los viajeros. Bárbara, la dueña, parecía salida de una pintura de Remedios Varo, fumaba como una chimenea y tosía constantemente.

Milán entera estaba como en pausa, mi barrio, Chinatown, usualmente un lugar movido de muchos restaurantes y comercios, era ahora un espacio fantasmal, un desfile de portones de metal y de avisos escritos en papel: “chiuso”, “cerrado”. El gobierno italiano había mandado a cerrar todas las escuelas y universidades, cerraron también los cines, los bares, los teatros, cancelaron conciertos y reuniones. Tres días después de la orden presidencial hasta los ávidos comerciantes habían cerrado sus tiendas.

En Chinatown lo único abierto era una heladería, me pedí uno de pistacho y yogurt el día que me di cuenta de que no obtendría los documentos y que debía batirme en retirada. Mi misión había fallado.

“Hice todo este viaje por nara”, me reía de mí cuando del otro lado de la calle surgió un grupo de adolescentes, desde hacía cinco días no había visto tanta gente junta. Me alegré, a pesar del frío también venían a comer helado, los vi: me vi a mí misma personificada en la niñita de pelo largo y aparato en la boca, identifiqué todos los tópicos: el geek, el guapo que no se entera de nada, el que descubre su homosexualidad, el oscuro, las bellas, la grandota, el riquillo, los que se están se quedando enanos. “La vida se renueva”, pensé.

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Esa noche di un último paseo por Milán, caminé por las calles semidesiertas del centro, me colé en una iglesia de la que había desaparecido hasta el cura y me quedé un rato mirando la plaza vacía del Duomo. Ante esa enorme construcción, ícono de Milán, me acerqué a las figuras talladas en su puerta y mis ojos identificaron una figura humana de pie y envuelta en un gran trapo, la figura se tapa la boca y la nariz con una esquina de su manta.

Enfrentamos una peste, otra, Milano è una città antichissima. Caminando por las callejuelas en las que de un lado hay un teatro antiguo y justo en frente un gran aviso de neón, viendo cómo nos evitamos los pocos transeúntes, cómo nos cubrimos con bufandas y guantes de cuero, me sentí como la parca, como una mensajera medieval futurista de botas negras aceradas y máscara de pájaro. Esa noche Bárbara tenía visita, unos chicos. Al pasar el umbral, mientras ella me preguntaba qué tal, tosiendo, uno de ellos me sonrió haciendo con la mano un círculo delante de su cara.

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separadorDe vuelta a Francia

En el aeropuerto de París las medidas de seguridad fueron aún más paupérrimas que en el Malpensa de Milán, es decir, no había medidas de seguridad. Nos recibe un discreto aviso en una pantalla recomendando lavarnos las manos y quedarnos en casa los próximos catorce días.

Llamé a mi dos veces ex esposo y convenimos que él seguiría cuidando de nuestro hijo. Voluntariamente haría la cuarentena, no vería a nadie en las próximas dos semanas.

Saliendo del aeropuerto decidí, por primera vez, usar un tapabocas. Estaba segura de que no estaba enferma pero, ¿es eso lo que llaman responsabilidad ciudadana? Debía seguir la regla, no tenía el coronavirus y si lo tenía no me mataría, pero debía cuidar de los otros. Había transitado Milán echa un fantasma, en París, con tapabocas, birrete, guantes y bufanda, vi aliviada que la vida seguía como siempre para los demás: en el vagón del metro todos tenían su vista clavada en los teléfonos. Definitivamente volvía de otro tiempo y otro espacio y mi tapabocas era una frontera entre el mundo que había dejado atrás y el mundo que ahora tenía en frente, el mío.

Decido recluirme en Rennes, no veré a mi hijo pero estaré más cerca suyo, tomo el tren, camino de la estación a la casa, en el trayecto no cruzo a casi nadie, coronavirus o no, Rennes es una ciudad medio apocalíptica en la que siempre llueve. Llamo a mi oficina -un espacio de coworking que comparto con ocho geeks- para explicar que estoy entrando en cuarentena y uno de ellos me dice: “estar solo durante catorce días no es un premio nobel de literatura, pero casi”. Humor francés, siendo feminista trabajo rodeada de hombres de familia y les escucho sus historias, añoran el silencio y la soledad pero la responsabilidad…

Por teléfono cuento a mis amigos italianos en Rennes lo de Milán, les parece todo muy exagerado,  son justo ellos quienes han estado comprando la comida que dejan en mi puerta,  les digo “gracias” desde las escaleras. Me tomo la temperatura dos veces al día. Vago de la habitación al salón y del salón a la cocina.

Mi barrio en esta ciudad es muy tranquilo, exclusivamente residencial, por las tardes instalo una silla frente a la ventana que da a la calle y observo a la gente pasar. Transito mi soledad. Paso el día en pijama, duermo. He notado que si no hago una lista de tareas por la mañana con un horario al lado, el día se me escurre tontamente.

Sin embargo he terminado de leer tres libros que tenía empezados, he visto 7 películas, trabajo en el libro que escribo, vomito un cuento, por teléfono me he puesto al día con todos mis amigos y con mi madre. Mis amigos franceses me dicen que salga, que aquel encierro es una locura y yo también lo pienso pero vengo de Milán, mis ojos ya están hechos al vacío. Poco a poco he interiorizado la sensación de que, en efecto, llevo algo dentro que debo procurar no transmitir.

Hoy es mi día de cuarentena número 14, hasta ahora salí a la calle cinco veces, cuando sentí que lo que experimentaba se acercaba a la locura: dos para correr y dos para dar un paseo por el barrio llevando una mascarilla y viendo cómo la gente se cambia de acera cuando me ve. La quinta vez di un paseo nocturno en bicicleta y las lágrimas se me caían solas al ver a las personas, es verdad que amo la vida, que se siente que llega la primavera, a lo lejos los franceses conversan apasionados, se pasan una botella que luego guardan bajo los abrigos.

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Hace veinte días que no veo a Emi, él no me reprocha nada pero lleva una cuenta regresiva y cada día me dice el número y agrega un “¡Yupi!”. Lo llamo por las mañanas para desearle un lindo día y escucho a su padre hosco decirle que van tarde. Por las noches le llamo a darle las buenas noches, habría querido, al menos, poder leerle los cuentos antes de que se duerma pero su padre también ama hacerlo y ellos están en Julio Verne ahora. Me desespero, hace tres días que aprovecho la hora de la merienda para llamarle y leerle cuentos de un libro que traje de Moscú sobre una abuela china que vive en una fotografía y que se sale de su marco por las noches para hacer estragos. Es un cuento surreal y sin embargo es el único momento que me mantiene comunicada con la vida que solía llevar hasta hace tres semanas.

A través de internet me llegan los ecos del mundo: en Italia implementaron una suerte de permiso, un papel que la gente en la calle debe llevar consigo explicando porqué no están encerrados (trabajo, visita médica, desplazamiento entre hogares), los supermercados ostentan una fila de espera en la que se cuidan de guardar dos metros de distancia unos de otros; las plazas principales están vacías, cerraron ya las heladerías.

En Francia, mientras yo guardaba aislamiento, la cosa no pasaba de unos cuantos chistes sobre el coronavirus pero hace cuatro noches Emmanuel Macron ha hablado para el pueblo francés y ha dicho una marxistada que todos escuchamos incrédulos: “lo que revela esta pandemia es que hay bienes y servicios que deben estar fuera de las leyes del mercado”. Suena sensato. Una de las películas que vi por estos días es Aguirre, la ira de dios de Werner Herzog, Klaus Kinski hace de Aguirre, un empecinado en el poder y la gloria. Mientras los Aguirres de otros gobiernos siguen hablándose a sí mismos como el loco de Klaus Kinski “y pondremos en escena la historia como una obra de teatro” Macron se escruta las manos.

Aún así ha declarado “miedo”, en su discurso decretó cerrar todos los establecimientos educativos del país, desde las guarderías hasta las universidades contando desde el lunes 16 de marzo... Justo la medida que tomaban en Italia cuando yo fui, eso quiere decir que en Francia tenemos tres semanas de diferencia con lo que viene pasando en Italia y con lo que empieza a entrar en marcha en buena parte del mundo, nos precipitamos a un guión conocido.

Me quedo helada al pensar que yo saldré de mi cuarentena mientras el mundo entra en la suya. Recorreré las calles vacías de mis ciudades; querida Rennes, querida París, ¿podré siquiera volver a París? Limitaran la circulación de los trenes, se esconderán todos como en Milán, nos abalanzaremos a los supermercados como si fuesen tiempos de guerra, dejaremos de cruzar miradas en los bares.

Lo que me asusta no es el coronavirus (la muerte) sino la histeria colectiva (muerte en vida), de la que yo, aislada en mi casa de la rue Ginguené he estado intentado proteger a mi mundo.

Hoy, viendo el video viral de los vecinos sicilianos haciendo música desde sus balcones me digo que, en el mejor de los casos, comprenderemos todos que esa soledad tan deseada y ese lavarse los ojos en la pantalla del teléfono todo el día, sin la presencia de los otros, no significan nada. Quizás, solo quizás, la experiencia de este aislamiento nos recuerde lo que es amarnos los unos a los otros, como quien se escapa en bicicleta por la noche para sentir la vida en medio de una cuarentena. Mañana veré a mi hijo.

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