Ciudades de papel
La adaptación al cine de la novela del mismo nombre deja claro que no todas las películas de adolescentes tratan de distopías o vampiros. Ni son necesariamente basura hecha en masa.
La película empieza con un cliché: un niño se enamora a primera vista de su nueva vecina el día que ella se muda a la casa del frente. Desde esa escena, uno sabe que el protagonista –que además está narrando la historia– hará lo que sea por ganarse eternamente el corazón de la mocosa. Un par de escenas más tarde, los niños ya son adolescentes y están terminando el colegio, esperando ese otro cliché de suburbio gringo: el baile de graduación. Pero el protagonista no tiene ningún interés en la fiesta, está concentrado en sacar las mejores calificaciones para irse a estudiar medicina y ya poco se preocupa por la precoz rubia del otro lado de la calle. Entonces, la que parece literalmente otra película de adolescentes, da un giro cuando la vecina (Margo) se lleva a Quentin a una noche de travesuras fríamente calculadas y, al día siguiente, desaparece apenas dejando unas pistas que parecen más complejas de lo que en realidad son.
Desde ahí, la cosa no es precisamente una road movie ni el típico choque entre los populares de la prepa y los nerds, tampoco se trata de una tragedia de los peligros que corren los adolescentes en estos tiempos de la hipercomunicación ni de un thriller lleno de pistas falsas sobre un secreto que hay que desenterrar. Ciudades de papel simplemente narra la búsqueda de un amor idealizado en la compañía de los amigos de infancia que, a fin de cuentas, se perderán tarde o temprano –los amigos y el amor–. A lo largo del camino, uno se ríe, se identifica con algunos personajes, se divierte con la música y sale de la sala con la sensación de haber pasado un buen rato, así no haya sido el más trascendental de todos: fue una aventura sin mayores riesgos durante la que nadie tuvo nada que perder y, por el contrario, todo era ganancia.
Las actuaciones de Nat Wolff y Cara Delevingne (Quentin y Margo, respectivamente) no son las más sorprendentes y hasta podría decirse que la última es un poco sosa, como si creyera que por fruncir el ceño ya está plantando algún misterio. En cambio, Austin Abrams, el amigo más raro de Quentin, no solo se lleva las mayores carcajadas sino que ayuda a mover la historia hacia fuera de los clichés tan trillados sobre los adolescentes gringos, que mantienen al espectador prevenido de una debacle narrativa durante toda la película.
El director, Jake Schreier, estuvo detrás de Robot & Frank y se ha ganado una reputación por armar buenas comedias con una puesta en escena sencilla y planos que, sin muchas pretensiones, logran ser originales. La banda sonora reúne a muchos de los artistas que hace pocos años retumbaban en la escena “indie” y ahora venden millones, como Vampire Weekend, The War On Drugs, Grouplove y Santigold, incluso aparece música de Alex Wolff (hermano del protagonista) y paradójicamente falta St. Vincent (novia de la protagonista).
En conclusión, Ciudades de papel suena muy bien, se ve muy bien y entretiene, que es en últimas la misión básica del cine. Tal vez no le cambie la vida a nadie o, quizás, a otros les deje una gran lección de vida y los haga replantear algunas creencias platónicas alrededor de la amistad y el amor.
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