El amor propio antes de las redes sociales
En Instagram hay más de 11 millones de posts que hablan sobre amor propio. Pero ese concepto no es nuevo y podemos rastrear sus transformaciones lejos de las pantallas. El autor revisa la historia y se enfrenta al espejo para entender de qué se trata.
1. La culpa es de la autoestima
“Suena paradójico que la gente, a medida que se valora más a sí misma, más fácil se está ofendiendo”, le comenta el periodista Daniel Hobpenhayn a Joaquín Sabina, quien le responde:
“Eso es culpa de la autoestima, que se ha puesto tan de moda y está haciendo un gran daño. La gente verdaderamente sabia que yo conozco no tiene la menor autoestima, no va por la vida diciendo ‘yo soy como soy’ o ‘tú tienes que ser tú’. Pero ahora que todo el mundo tiene un altavoz, a los idiotas los reconoces por su autoestima. Mientras más idiotas, mayor autoestima tienen. A mí, que dudo de todo, empezando por mí mismo, me cuesta mucho entender que haya esas colas en los grandes almacenes para comprar un kilo de autoestima todos los días. ¡Cuando es tan fácil quererse por lo poco que uno vale!”.
Yo busco ese poco que valgo, que según Joaquín Sabina, debería ser suficiente. Y a veces lo es. Pero desde hace tiempo me dicen que tengo baja autoestima. Mi psicóloga me dice que reduzco mi valor frente al de los demás. Con ella trabajo el agradecimiento, el reconocimiento de mis dones, el recibimiento de elogios. Me parece curioso que todas esas palabras tengan el sufijo ‘miento’, pues cuando empiezo a hacer esas listas, pienso: miento.
Tal vez dudo de todo. Demasiado. Tal vez ni lo que veo en un espejo me lo creo. Lo que veo en la pantalla de mi celular me afecta más de lo que admito, tal vez. El basuquito digital del celular se impone como si fuera una capa dimensional de –fíjate– un Metaverso. Una empresa privada diseñó un algoritmo que lee lo que marco con un corazón, lo que dejo de ver, el último emoji con el que comenté una foto, la última reacción que me dieron a una historia. Si se dio una conversación o no. Consumo contenido: leo mensajes, veo fotos y videos mientras un algoritmo me lee para captar mejor mi atención. Y la suya también. El algoritmo sabe que dudo de él. Y también que dudo de mí mismo, cuando le doy corazones y guardo esos posts que me aconsejan.
Las 8 señales de que ya eres una persona madura. ¿Y si no cumplo con seis y tengo treinta y dos años? Otro podría ser el de los 5 consejos para trabajar el amor propio: “haz ejercicio”, “háblate en positivo”, “cultiva una dieta sana”, “juntarse con gente que esté a tu altura es autocuidarse” y, por supuesto, “no comas pizza con piña”. ¿Y si perdí mi trabajo por una persona que cobraba más barato? ¿Y si el único ejercicio que puedo hacer ahora es caminar de mi casa a la estación de Transmilenio, y de esta hasta la oficina donde voy a dejar otra hoja de vida? Y si en el apartamento en el que vivo no hay espacio ni para cultivar hongos en la ducha, ¿cómo cultivo una dieta sana? ¿Y si la gente que está a mi altura está llena de resentimiento y se siente miserable y eso es lo que compartimos: una miseria de esperanzas, una miseria de comida? Y si me encanta la pizza hawaiana, ¿cómo encuentro el amor propio?, ¿si me la como porque me gusta, es autocuidado?
¿Dónde puedo comprar ese kilo de autoestima del que hablaba Sabina con el periodista?, ¿en las tiendas de barrio venden autoestima?, ¿la Olímpica chariana tendrá autoestima?, ¿en Carulla y en el Éxito venden autoestima? (Por cierto, el éxito tampoco garantiza la autoestima). En las cajas de todos esos sitios se sorprendieron cuando pregunté. Me miraron como si fuera un loco. Y me fui satisfecho con mi propia duda. ¿Dónde puedo comprar, si no un kilo, al menos un gramo de autoestima? ¿De dónde viene el amor propio? ¿Cómo se hace eso de autocuidarse?
De hecho esos términos se repiten tanto, que con frecuencia suenan vacíos de sentido. Es hora de buscarles un significado.
2. Un triple manantial de sentido: Los vacíos del amor propio, la autoestima y el autocuidado
Autoestima, autocuidado y amor propio. Del último término, se han publicado once millones de posts en Instagram. Del autoestima, más de diecinueve millones. Del autocuidado, más de seis millones. En el mundo de la economía de la información, ¿por qué hay tantos posts con estas palabras? Se llena un vacío con oferta de amor propio, autoestima y autocuidado.
La autoestima es, según Luis Muiño, psicólogo del podcast “Entiende tu mente”, la percepción sobre nuestro propio valor. Ella puede ser incondicional, que es la que en la infancia en la que solo tenemos aprobación y celebración de todo lo que hacemos: “¡Ay! ¡Pero qué lindo que caga el niño!” Y, por otro lado, está la autoestima basada en hechos. Esta es la que se forja cuando valoramos lo que hacemos y cómo hemos construido, como individuos, nuestra identidad: un buen trabajo, una buena bailanta, graduarnos de la universidad, o incluso evitar la universidad con éxito.
Por otro lado, está el autocuidado, un concepto clínico, que se define como “aquellas actividades que realizan los individuos, las familias o las comunidades, con el propósito de promover la salud, prevenir la enfermedad, limitarla cuando existe o restablecerla cuando sea necesario”.
Así que la autoestima es una percepción que tiene alguien sobre sí mismo, ya sea porque tuvo unos papás que lo consintieron mucho o porque ha labrado esa percepción. Y el autocuidado tiene que ver con la salud física y mental y los hábitos con los que tratamos de mantenerla estable. Para definir el amor propio, voy a buscar su origen en el siglo de la Ilustración, a ver si esas “Luces” nos iluminan.
Juan Jacobo Rousseau, un filósofo suizo del siglo XVIII, fue el primero en usar el concepto de amor propio y asociarlo con la vida en sociedad. Veamos lo que dijo el mismo Jota Jota sobre estas dos palabras, usadas hasta el abuso hoy.
“Las pasiones primitivas, que tienden todas de manera directa a nuestra felicidad, solo nos ocupan con objetos que se refieren a ella y teniendo tan solo el amor de sí como principio son todas amables y suaves por su propia esencia; pero, cuando desviadas de su objeto por obstáculos, se ocupan más del obstáculo, para apartarlo, que del objeto para alcanzarlo, entonces, cambian de naturaleza y se vuelven irascibles y odiosas, y de este modo el amor de sí, que es un sentimiento bueno y absoluto, se vuelve amor propio (Gallimard, 1959. p. 668 Traducción mía)”.
¿Qué quiso decir el suizo con esta enredadera? Para entenderlo, debo decir que Jota Jota consideraba que el ser humano era bueno por naturaleza, pero que las instituciones e interacciones sociales lo corrompían.
Es decir, nacemos buenos pero la sociedad nos hace malos. Y nuestra bondad se compone de pequeñas partes que son las “pasiones primitivas”. Todas ellas vienen de un impulso vital que atraviesa a toda la humanidad en su estado natural, que Jota Jota llama el amor de sí. Un amor puro, que solo pasa de un ser a otro y se expande.
Sin embargo, cuando empezamos a crecer y a adaptarnos a las costumbres sociales –con sus buenas, malas y criminales maneras– el amor de sí se deforma para volverse un acto puramente egoísta: una demanda de amor. Queremos empuñarlo y ser sus dueños: tenerlo en la solapa como si fuera un pin. Cuando creemos que podemos ser sus dueños, el amor de sí se distorsiona en amor propio.
Comenzamos a compararnos con otros. Tú estás muy gordo, Tú estás muy flaca. Tú sacaste B, de bueno. Tú sacaste I, de Insuficiente. Tú, mejor no corras. Y el amor deja de salir de sí. Ya no se expande. Se contrae y se transforma en amor propio. O, bueno, eso diría Jota Jota Rousseau.
Muchos filósofos, antes que él, se refirieron a este impulso: Aristóteles lo llamaba egoísmo. El profeta Cohelet, del Eclesiastés, cantaba: “Vanidad de vanidades/Todo es vanidad y atrapar vientos”. Blaise Pascal, otro franchute, decía que la vanidad y el amor propio eran lo mismo y que estas dos emociones impedían que uno se conociera.
Hoy, una institución como Meta –la de Zuckerberg–, capaz de crear un universo virtual, nos implanta el amor propio, la autoestima, la vanidad, el narcisismo, la búsqueda de placer y satisfacción del ego más puro para que tengamos los ojos fijos en la pantalla. Tal vez tenga razón Fito Páez, otro filósofo que, sentado al piano, cantaba: “Hoy los tiempos van a mil y tu loco corazón/ya no capta como antes las pulsiones del amor”.
La especie humana no se ha caracterizado por aplicar ese mensaje cristiano de “amaos los unos a los otros”. Pero hoy vivimos conectados a un mensaje que dice “Ámate a ti mismo antes de amar a los demás”: una de las muchas burbujas de información que nos encierran. Esta burbuja nos enloquece a punta de corazones, likes y comentarios. Y ya no captamos como antes las pulsiones del amor de sí.
3. El amor no está en juego
Las pasiones primitivas de Rousseau, naturales del ser humano antes de que viva en sociedad, se expanden cuando vienen del amor de sí. A Helena Ortiz, psicóloga de terapia transpersonal y Gestalt, le resuena esta idea y me explica por qué ese amor de sí se transforma en amor propio:
“Yo creo que hay muchos mecanismos de control social. Y creo que el amor está muy mediado por creencias que vienen desde afuera. Cuando, en verdad, el amor es interno y es el sostén de las personas”. Desde pequeños nos dicen: “Usted tiene que ser tatatá o tiene que ser blablablá”, dice Ortiz y me causa gracia que se refiera a esos imperativos con onomatopeyas de balbuceo, como si fueran un ruido tan parecido a los posts de Instagram que nos ordenan amarnos con propiedad.
Globos de mensajería instantánea llenan cada espacio de silencio y nos desconectan. Cuando nos preparamos para meternos al sobre y, justo cuando levantamos la cobija, el celular vibra con una notificación que nos dice: “Hola, te hice un pequeño ajuste en la presentación. Recuerda que es para mañana a primera hora (emoji de besito)”. El emoji nos recuerda que si no hacemos el ajuste ya, nos despiden.
Entonces, buscamos motivación en los posts esloganeros: “Hazlo tú mismo”, “Puedes con todo”, “siempre puedes dar una milla más”. La cultura del optimismo radical, de la obligación de ser productivos todo el tiempo. Esto, Helena Ortiz lo describe como la versión patriarcal y capitalista del “amor propio”: “Tú vales por lo que haces”. Si esto es así, si no produces, pues no vales. “Y es que nos olvidamos de algo que dice mi terapeuta –sí, la terapeuta de mi terapeuta–: El amor no está en juego”.
Esta cultura neoliberal del “Consiéntete”, “mímate”, “quiérete”, “cómprate”, “trabájate”, “exígete”, “ve por otra milla más”, está compuesta por un coro de voces que retuercen con su manos imperativas el amor de sí hasta convertirlo en amor propio. Una cultura que pone el amor en juego a punta de mandatos para que seamos más productivos. ¡Y salen del esmarfon que pagamos a cuotas! Nos volvemos, por un lado, esclavos del esmarfon y, por otro, esclavos de las cuotas.
Entonces, se me ocurre una cosa: el siglo XVIII fue el de la Revolución Industrial y el de la Revolución Francesa, dos fenómenos que sacudieron el planeta tierra y que han moldeado nuestro presente. Comenzamos a echar humo para producir más, alimentarnos más, trabajar más, acumular más. Trabajamos para industrias para ganar más billete. Y, suponemos, nos dará libertad y creemos que seremos más iguales a esos influencers que se la pasan de vacaciones y que tanto nos motivan a ser esclavos del trabajo que odiamos. Siempre hablamos de ser más libres y más iguales. Pero en Francia gritaban: ¡Libertad, igualdad y fraternidad! A la fraternidad la dejamos como al amor de sí: en un armario en el que ambos se han cubierto de polvo durante doscientos años.
Entremos al armario, sacudamos el polvo que les cayó a la fraternidad y al amor de sí. Volviendo al siglo XVIII, el de Rousseau y de la Ilustración, no podemos olvidar que también esas ideas nos forman. Es el siglo de los debates sobre la naturaleza humana: nace buena y la sociedad lo corrompe; o nace mala y la sociedad la corrompe más. Es el siglo en el que nace el individuo patriarcal que confunde su valor con su precio. Vende su mano de obra y pierde todo su valor. Vende su ética y pierde sus valores. Recuperemos al amor de sí y a la fraternidad para comprender a ese individuo patriarcal, que se da valor por lo que produce.
Ya es hora de volver al amor de sí para poder descansar en la autenticidad, como dice Helena Ortiz. Volvamos a ese siglo XVIII para buscar valores que nos saquen de este espiral de productividad que nos ahoga en cansancio, frustración y posts motivacionales que, en realidad, lo único que hacen es que nos odiemos. Devolvernos en una máquina del tiempo para encontrar el valor que tenemos, para que no confundamos lo que valemos con lo que cobramos; para que no confundamos un narcisismo pajero de selfies, likes y comentarios con apreciar el valor de cada uno.
4. Descansar en la autenticidad
Cuando surge un individuo que encuentra valor en el precio de su trabajo, se transforma el amor de sí en amor propio. El amor se vuelve propiedad y se puede comerciar. El amor propio está sujeto a esas leyes económicas de la oferta y la demanda. Demanda hecha para satisfacerse con una oferta (que no podrás rechazar). Siempre se nos ofrece una frase motivacional más, otro imperativo del amor propio, que podría exclamar el General Zapateiro: “¡A ver, el civil! ¡Ámese, ajúa!” Y el mandato del ciudadano de bien: ¡Entre más produzco más me amo!
Mandato que hay que cumplir antes de amar a los otros. Antes de dar amor de sí: un principio en el que hay que escarbar para que fluyan de nuevo las pasiones primitivas para no caer en el amor propio, que es su distorsión, su eufemismo. Tan falso y tan positivo.
Para no caer en esas trampas, podemos recordar a Oscar Wilde, que decía que “conocemos el precio de todo pero el valor de nada”. Así podremos evitar darle al amor un precio, una función económica, dejaremos de ponerlo como carta sobre la mesa en un juego y, como dice Helena Ortiz, tal vez podamos “descansar en la autenticidad”.
Volvamos al amor de sí. Dejémonos atravesar por el impulso de las pasiones primitivas. Y miremos nuestros traumas con humor de sí. Riámonos de ese optimismo de las redes que nos motiva –y nos condena– a una vida productiva. Riámonos de nuestros traumas para que no nos atrapen de por vida. Así, tal vez, no habrá que hacer cola para cambiar nuestra atención por kilos de autoestima y el amor nunca, nunca, nunca más estará en juego.
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