El autógrafo
Este es un cuento para pensar en la trascendencia de encontrarse con alguien famoso.
Eran las seis de la tarde y todavía faltaban cinco horas para tomar el vuelo de regreso a Madrid. Ya llevaba un buen rato dando vueltas por la sala de espera 56 del aeropuerto John F. Kennedy,de Nueva York, cuando decidí tomarme un café.
Entré en un pequeño local llamado Sandlers & Jacobson, en el que parecía que ningún otro viajero se quería sentar; el popular Starbucks se llevaba toda la clientela. Me incliné por los precios más económicos de esa desconocida cafetería; ese día solo contaba con cinco dólares para las nueve horas de espera.
Un mesero desgarbado y gangoso, con acento puertorriqueño, se me acercó para anotar el pedido: “¿Solo un expreso sin azúcar?”, “Sí”, le contesté. Dejé escapar un largo bostezo, hasta que me di cuenta de que no era el único cliente. Había alguien que me observaba desde la barra. El hombre traía puesto un pantalón elegante con un par de tenis desgastados. La combinación llamó mi atención. Había visto el rostro de aquel asiático, pero no lograba recordar dónde.
El sonido de una canción pop provenía de un altavoz ubicado al fondo del oscuro local: era Britney Spears. Hacía años que no la escuchaba.
Había algo que molestaba a aquel individuo de la barra. No sé si era el servicio, la música o mi presencia, pero movía sus piernas cada tres o cinco segundos con impaciencia. Tal vez solo fuera un simple viajero aburrido del trayecto, igual que yo.
Lo miré un poco más para dar con su identidad, y después de reflexionar unos minutos lo supe: era Haruki Murakami. Estaba seguro. Durante muchos años fue mi escritor favorito y lo solía seguir en todas las redes sociales, hasta que decidí dejar de obsesionarme con sus libros y personajes anodinos.
Sin embargo, no lo podía dejar ir así sin más: debía aprovechar la oportunidad de conocer a uno de mis ídolos literarios. Tal vez me contaría algo interesante sobre su vida. Pensé en una estrategia para hablarle. Me sirvieron el café y comencé a beberlo despacio, a sorbos, mientras observaba al escritor como un cazador que analiza a su presa.
Murakami apenas había probado la cerveza que ordenó. Tenía un mal aspecto: el de alguien que ha pasado más de tres noches sin dormir. Y jugaba, sin detenerse, a los naipes en su celular.
Se acababa el tiempo y yo no quería comprar nada más allí; me quedaban tres dólares con dos centavos. La siguiente canción que sonó era de Eric Clapton. Por alguna razón eso me dio el valor para aproximarme. Me paré y llegué hasta donde él estaba. Solo me miró cuando le hablé en mi incipiente inglés.
—Hello, Mr. Murakami. I am a big fan.
No sé si lo sorprendí, pero su sonrisa extraña y desganada, me hizo sentir ridículo.
—Hi —dijo.
Vacilé y recordé que hace tiempo no cargaba alguno de sus libros conmigo. Tomé una servilleta, que estaba cerca, y se la pasé.
—Would you…
No tuve que decir mucho más. Murakami estaba incómodo pero entendió lo que yo quería. Sacó un bolígrafo muy fino de un morral sucio y de aspecto infantil, que tenía en el suelo, y firmó la servilleta.
En un instante pagó la cuenta y se fue sin despedirse.
Me senté confundido. ¿Murakami no quería ser reconocido? ¿Por qué lo sentí tan perturbado? Miré su firma. Parecían dos triángulos invertidos, sin sentido. Alcé mi vaso de café pero, para mi desgracia, derramé un poco de la bebida sobre la servilleta recién autografiada.
Unos segundos después comenzó a sonar una canción de Charlie Parker. Sabía que era uno de los músicos de jazz preferidos del escritor japonés. Tal vez si hubiera esperado un poco más, todo habría sido distinto.
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