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La ciudad que no ha cambiado demasiado

La ciudad que no ha cambiado demasiado

Fotografía

Marrakech es la ciudad más turística de Marruecos. A medio camino entre hoteles de lujo y una historia anclada al Islam, esta es para muchos la puerta de entrada a África. separador

U


n viejo Mercedes Benz 240 D amarillo pálido pasa junto a desvencijados puestos de mandarina, rebasa a un burro y su carreta y se pierde por una calle concurrida y polvorienta. La imagen, excluyendo algún transeúnte con su celular o algún turista con su cámara digital, podría tener 20 o 30 años. Pensar eso, me entero después, tiene sentido: el modelo de la automotriz alemana constituye cerca de 40% de los taxis de Marruecos desde que se popularizó en 1980, pese a haber sido descontinuado en 1985.

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En uno de ellos llegamos a Marrakech el 31 de diciembre, fecha sin importancia en el calendario islámico ante la que el taxista, cumpliendo su papel con el turista, nos deseó un happy new year. Casi todos destartalados y con sus cojines rotos, esos carros son un símbolo turístico conocido como Gran Taxi. Desde el año pasado el gobierno quiere cambiarlos ante sus índices de contaminación, pero por ahora están por todo lado, y no son el único indicio de que sobre el destino más turístico de Marruecos se puede usar el viejo lugar común de que parece estancado en el tiempo. También lo es, por ejemplo, el uso del burro como medio de transporte. O la vestimenta tradicional de sus pobladores: los hombres visten chilabas –unas túnicas cerradas con capucha que cuando son cafés recuerdan a Obi Wan Kenobi–, babuchas de piel de cabra o plástico, y en ocasiones esos gorros cilíndricos rojos llamados fez y usados por Solín, el aprendiz de Kalimán; las mujeres usan caftanes, que son túnicas sin capucha, y cubren su cabeza con hiyabs o pañoletas.

VESTIDOS

Lo primero que llama mi atención al llegar a Marrakech –además de la cantidad de naranjos y gatos callejeros– es que todas las edificaciones son de un rojo pálido que recuerda al ladrillo. Eso, sabría después, hace que la llamen La Ciudad Roja y se debe a la norma que obliga a usar en los exteriores ese tono, que es el de la tierra del lugar, principal material de construcción. De ese color es también la muralla de 19 kilómetros que la divide en dos partes: la ciudad nueva o ville nouvelle –el aburrido mundo de cadenas hoteleras, supermercados, discotecas y vías con semáforos desarrollado por los franceses cuando el país se convirtió en su colonia en 1912– y la ciudad vieja o La Medina, una zona de 600 hectáreas declarada Patrimonio de la Humanidad, llena de monumentos y construcciones que son testimonio de los tiempos de esplendor en que fue la capital del Imperio Islámico. Se destacan el Palacio Badi, en cuyas ruinas anidan las cigüeñas pero que hace siglos estaban cubiertas de oro y mármol, y las Tumbas saadíes, descubiertas en 1927, donde yacen los sultanes de la dinastía del mismo nombre desde el siglo XV. O la Medersa Ben Youssef, que fue la escuela coránica más afamada del norte de África, el Palacio de la Bahía y los museos de Marrakech y Dar Si Said. Fuera de La Medina están los jardines de la Menara y Majorelle, este último diseñado por el artista francés Jacques Majorelle con plantas de todo el mundo y comprado y sostenido por su coterráneo, el diseñador de modas Ives Saint Laurent.

CIUDAD

El centro de La Medina es una de las plazas más visitadas del mundo: Jamaa El Fna. En ella también se tiene la sensación de que todo es más o menos igual desde hace mucho tiempo. De hecho, es muy parecido a lo que puede verse en la versión de 1956 de El hombre que sabía demasiado, filmada allí por Alfred Hitchcock. Desde la mañana se sitúan enormes puestos de venta de jugo de naranja y dátiles, carrozas con sus caballos, adivinadoras en butacas bajo sus sombrillas, mujeres que hacen tatuajes temporales de henna, acróbatas, encantadores de serpientes, adiestradores de micos, hombres de traje rojo y sombreros de hilos de colores que venden agua en pocillos metálicos y grupos de músicos y bailarines.

—¿Ecuador? ¿México?— me preguntarían muchas veces con su habilidad para identificar fisionomías y su excepcional poliglotía: la mayoría de ellos habla árabe y francés, su primera y segunda lenguas, y también inglés, español e italiano.

—Colombia.

—¡Ah! ¡Colombia! ¡Cocaína! ¡James!— era su asociación instantánea casi todos las veces (no siempre incluyendo al futbolista), con risas y gestos de simpatía, mientras en un segundo un mico podía estar en mi hombro, un gorro de los músicos en mi cabeza, el brazo de un encantador de serpientes en mi espalda.

—¡Foto, foto! ¡Gratis!— insistían, pero si uno cede tiene que pagar.

PLAZA1

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Antes de viajar, uno lee reseñas que exageran sobre la insistencia de estos vendedores. En general insisten, pero no tanto como los de los puestos numerados de comida callejera que ocupan una fracción de la plaza por las noches.

—¡No diarrea! ¡Dos meses de garantía!— me dijo alguno de ellos tras hablar de mafia y cocaína, pero ya había descubierto que mi mejor truco ante su insistencia era decir que ya había comido.

—No parece, muy flaco, muy flaco— decían recitando un guión, repetían el número del puesto e insistían en que volviera al otro día. Y es que toca volver. Entre otros platos, allí hay carnes estofadas o en brochetas, sopas de tomate con dátiles, mariscos y pescados, mazorca asada, insípidos caracoles hervidos, pastelitos de almendras, muchas variedades de aceituna y una mezcla de cabeza, sesos y testículos de cordero con trozos de pan remojados en su grasa, que sin duda era mi favorita. La humareda de las parrillas y fogones enmarca un ambiente de fiesta popular: en medio del penetrante olor a grasa y fritura hay grupos de músicos, algunos con bailarinas cubiertas, otros más en los que danzan los hombres –un miembro de alguno vestía para la ocasión: de Papá Noel–, vendedores de curas para la impotencia y las mismas adivinadoras de las mañanas; todos ellos, rodeados por espectadores que tendrán que dar unos dirhams, la moneda marroquí cuya mayor peculiaridad es la de ½, nada de enredarse con centavos. Allí confluyen familias, grupos de jóvenes y turistas, en un ambiente de diversión definido por la prohibición del consumo de licor en la zona y, según el viejo italiano dueño del hotel en el que nos quedamos, garantizado por “más de 300 policías de incógnito”. Coincidimos con la pareja de mexicanos con la que fuimos en que la ausencia de licor hace que el espacio público se viva distinto a como se vive en Latinoamérica, donde seguramente este ambiente propiciaría robos y heridos. 

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En la plaza, por supuesto, hay indicios de los tiempos de ahora, como los negros muy altos de algún otro país africano que venden iPhone 6 o las camisetas de futbolistas made in China, entre las que una de las más expuestas es la de James Rodríguez. De hecho, una de las mejores imágenes del viaje, aunque quedó desenfocada –soy un pésimo fotógrafo–, es la de un niño jugando fútbol en una estrecha calle con la camiseta 10 del Real Madrid. Supongo que está bien sentir alegría, sobre todo si a uno le gusta el fútbol, al ver que un niño de un mundo tan lejano sabe de Colombia por un futbolista y no por uno de los capos de nuestras telenovelas. Supongo que está bien que, además de estar hasta en la sopa, James esté hasta en el cuscús.

JAMES

Gracias a los 77 metros de su torre o minarete, la mezquita de Koutubia es el edificio más alto de la ciudad. Aunque en otros países árabes se permite entrar a estos lugares y a los cementerios, aquí es prohibido por la doctrina islámica Maliki, que dicta las normas del reino.

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Desde allí, como desde todas las mezquitas, se amplifica cinco veces al día el solemne llamado de oración del Islam; el cántico se mezcla en el ambiente y la gente entra en ellas o dispone en su dirección tapetes para hacer su ritual de descalzarse, cerrar los ojos e inclinarse en reverencia a Alá. Si el lugar está lleno, lo hacen en ordenadas filas frente a la fachada mientras la vida sigue su curso a sus espaldas.

Por el costado norte de Jamaa El Fna se accede al zoco, nombre de los mercados en los países árabes. Este laberinto de callejuelas, muchas de ellas con techos de caña que filtran la luz del sol, ha sido por cientos de años el más grande del Norte de África.

MERCADO

Salvo pocas excepciones, no hay precios fijos como en los puestos de comida o los restaurantes, e impera la ley del regateo: los vendedores piden tres o cuatro veces el valor del producto y, tras arduas negociaciones, se pueden fijar mejores precios. Se calcula que cerca de 3.000 artesanos agrupados en 40 corporaciones se congregan en el lugar, en distintas calles según el oficio. Hay todo tipo de mercancía: ropa, joyas, babuchas, especias, alfombras, hierbas medicinales y artesanías de madera, tierra cocida, metal o cuero.

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A través de algunas puertas se aprecia el trabajo de costureros, alfareros, carpinteros o panaderos. Allí otra de las reglas es el caos: sin andenes ni señalización, los peatones comparten un espacio muy angosto con carretillas, burros, bicicletas y motos. A gran velocidad, en medio de los pitos y los gritos de carretilleros y vendedores, todo funciona como un desordenado engranaje en el no es difícil encajar.

En los restaurantes que hay en esa zona o bordeando la plaza, el menú no varía mucho entre distintas preparaciones con cuscús, unos pasteles de pollo o mariscos con canela y almendras llamados pastillas, y los tajines –como se conoce a los platos de barro con tapa cónica en los que se prepara y sirve la comida– de pollo con limón, ternera, cordero, verduras o conejo; en todos los lugares sirven té verde con hojas de menta antes y después de comer. Pero lo mejor aguardaba en una esquina llena de gente degustando una bebida que resultó ser jugo de aguacate. Muy espeso y con azúcar, cuando lo probamos coincidimos en un mea culpa que incluyó a todos los colombianos y mexicanos del mundo: ¿cómo no se nos ocurrió hacerlo antes?

Al nordeste del zoco está el barrio en el que los curtidores cumplen con su labor hace siglos. Desde la distancia se siente el olor a podredumbre de los despojos animales mezclado con el de los químicos en los que se procesan sus pieles, y por el camino se ven mechones de su pelaje. A la curtiduría sólo se puede entrar con alguien conocido como “el guardián”, que nos explicó que la tribu encargada de esta labor lo hace porque fue maldecida por el rey Salomón, lo que tiene sentido viendo sus deplorables condiciones laborales. A través de un gran patio lleno de pequeñas fosas se ve todo el proceso: las pieles se maceran seis días en cal viva, luego se embadurnan con excremento de paloma durante el mismo lapso para quitarles la fetidez –paradójicamente–, después se bañan en amoníaco por seis días más y tras ello se sumergen en distintas sustancias para darles color. Al final se ponen a secar y quedan listas para que los artesanos hagan los artículos que se venden por toda la ciudad, y en una tienda que queda justo al lado.

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Al día siguiente, con el hedor de la curtiduría aún anulando cualquier olor, otro de esos viejos Mercedes nos conduce a Imlil, el primer pueblo de nuestro nuevo destino: las montañas Atlas, las más altas del norte de África. Del retrovisor cuelga una foto del rey Mohamed VI, cuya imagen no solo está en cada hogar o negocio del país: en los restaurantes sirviendo té, en las peluquerías recibiendo un corte de pelo, en los almacenes de tapetes recostado en uno de los más suntuosos, en las entidades oficiales en su trono, en las casas con su hijo sobre los hombros, de militar o con chilaba, de saco y corbata, en calendarios que se venden en la calle. Por estos días, también le está dando la vuelta al mundo por integrar la lista Falciani de evasores fiscales, en la que Colombia es representada por Tomás y Jerónimo Uribe. El taxista dice estar contento con este honorable miembro de la familia que gobierna Marruecos desde 1666, y deja atrás Marrakech tras pasar junto a sucias carpas de mercado y avanzar por avenidas polvorientas con andenes llenos de naranjos y palmeras y tiendas con anuncios de Coca Cola, siempre Coca Cola. Es más o menos lo mismo que se veía hace 30 o 40 años en esta ciudad que no parece haber cambiado demasiado. separador

Carlos Vallejo

Periodista

Periodista y guionista de televisión. Trabajó como redactor en Semana y Arcadia y fue coordinador editorial de la revista Axxis. Ha colaborado en  SoHo, Donjuan, Esquire, Bocas y El Malpensante. En televisión, ha sido investigador y guionista de varios programas y ha escrito documentales para Discovery Channel, Señal Colombia y RCN.

 AUTORTW

Periodista

Periodista y guionista de televisión. Trabajó como redactor en Semana y Arcadia y fue coordinador editorial de la revista Axxis. Ha colaborado en  SoHo, Donjuan, Esquire, Bocas y El Malpensante. En televisión, ha sido investigador y guionista de varios programas y ha escrito documentales para Discovery Channel, Señal Colombia y RCN.

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