El pueblo del silencio
La Playa de Belén es el hogar de los famosos estoraques y el pueblo más lindo de Norte de Santander. También es un lugar misterioso cargado de soledad y de leyendas.
Las calles de La Playa de Belén están desiertas. Un perro color chocolate se mueve con prisa y levanta la oreja mientras expulsa un par de ladridos secos. El sol ilumina las enormes rocas prehistóricas y por un momento el cielo se vuelve naranja. Son las cuatro de la tarde y las 367 casas del pueblo están cerradas. Las dos panaderías, las seis peluquerías y las dieciséis tiendas están vacías. El lejano rugir de una moto pareciera sacudir la tarde, pero nada sucede. El pueblo es territorio del silencio.
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La Playa de Belén es un secreto de la naturaleza rodeado por inmensas columnas de roca arenosa. Tiene tres calles largas –la de Belén, la del Medio y la de San Diego– y seis callejuelas. En 1995, cuando la gobernación de Norte de Santander lanzó un concurso para elegir al pueblo más lindo del departamento, los 1.200 habitantes del casco urbano decidieron unirse para obtener el reconocimiento. Establecieron como norma que todas las casas –con gruesos paredones de tapia pisada y cubiertas de cañabrava– debían permanecer blancas e inmaculadas, que las puertas y ventanas, antiguamente verdes, serían de color marrón, y que de las paredes exteriores colgarían materas de barro con florecitas rojas y rosadas.
Los playeros, que hablan con un tono dulce y meloso más parecido al paisa que al santandereano –a los nativos de la región les dicen güichos–, ganaron el concurso y asumieron un compromiso que hasta el día de hoy sigue vigente: cada 4 de diciembre, aniversario del municipio, pintan las casas con cal y repasan la pintura de puertas y ventanas. La inversión por familia se acerca a los $100.000, pero nadie se queja. Saben que la rutina del pueblo cambia en diciembre. Las calles se llenan de luces y junto a las novenas se celebra el tradicional espectáculo de la vaca loca, en el que varios hombres se turnan para cargar una caja con forma de vaca repleta de pólvora.
También es la época en la que Ramón Ovallo, único fotógrafo del pueblo, desocupa la sala de su casa para crear el pesebre más pomposo de la región. Ovallo, de dientes muy blancos y cachetes colorados, tarda ocho días en tener listo un pesebre con cien ovejas, lago, cascada y molino de agua. Pero con la llegada del nuevo año todo vuelve a la normalidad. Regresa el silencio.
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La Playa de Belén es un pueblo de brujas y duendes. Casi todos aseguran haber visto la sombra de un ave negra revolotear por el parque principal o escuchar el eco de una risa sagaz. Dicen que hace cincuenta años el lugar estaba lleno de brujas y que hoy solo queda una a la que la vejez le arrebató los poderes. William Chávez, exdirector de la Casa de la Cultura, recuerda que con el pelo amarraban a los hombres de los pies y los mantenían inmóviles hasta que decidían deshacer el hechizo.
También cuentan que hace cuarenta años un duende se llevó a un niño, que del cementerio baja un perro encadenado que echa fuego por la boca y que los ovnis vigilan el pueblo. Hace un par de años, mientras decoraban las calles con las luces de diciembre, todos vieron una gran rueda que giraba en el cielo. “Este lugar tiene una energía especial que hace que los playeros desarrollen un temor a ser vistos. Aunque son muy amables y serviciales prefieren encerrarse, tal vez están asustados”, dice Chávez torciendo levemente los labios, como si a los 49 años quisiera encontrarle una explicación a lo que no la tiene.
Algunos culpan al blanco intachable que viste las casas de las profundas depresiones que abaten a los habitantes. Otros sostienen que una mina de uranio descubierta en los años setenta es la causante del problema. Al estar a solo dos kilómetros de La Playa, ha afectado los nervios y la moral de las mujeres. Dominadas por el material radiactivo, las más jóvenes se desnudan en público mientras las mayores sufren de repentinos ataques de histeria.
Jesús Emiro Claro tiene otra hipótesis a la que todos parecen darle la espalda. A los 87 años asegura con una voz áspera que el cruce sanguíneo es la única respuesta a la depresión y la locura. “Aquí todos son Claro, Arévalo, Pérez y Ovallo. Todos somos primos. El pueblo entero es una gran familia”, declara y acaricia con dos dedos la frente marchita.
Aunque nadie habla del tema, el silencio y el encierro podrían obedecer al miedo. Se dice que la zona ha sido territorio de los elenos y que fue por muchos años el hogar de Megateo, guerrillero y narcotraficante del ELN muerto en octubre de 2015.
La mayoría prefiere aferrarse a explicaciones más sencillas. Afirman que la culpa la tiene el continuo consumo de bolegancho, un aguardiente artesanal muy anisado que ha alterado la percepción y el carácter de los habitantes. Esa noche, en la casa de Pedro Roque están reunidos cinco hombres –ojos negros, barrigas contundentes, manos rugosas–. El lugar tiene una pared rosa y otra blanca, un afiche de Jesús, tres costales de alverja y una docena de trofeos dorados que confirman que el señor Roque es el gran campeón de tejo del pueblo. Mientras ven un video de Vicente Fernández, despachan una botella de bolegancho por la que pagaron $5.000. Pero el alcohol, lejos de ponerlos eufóricos y dicharacheros, los conecta con un ensimismamiento natural. Los enlaza al silencio.
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Hace 168 días no llueve en La Playa. En la última semana cayó agua en Ábrego, Acarí y Santa Bárbara, pero en el pueblo, nada. La tierra está seca y los cultivos de cebolla, frijol y tomate están sufriendo. La fuente del parque está vacía y del antiguo playón, donde hace medio siglo las mujeres se reunían a lavar la ropa, hoy pasa un hilo de agua por donde empieza a crecer la maleza. Le han pedido a la Virgen de las Mercedes, patrona del pueblo, que les haga el milagrito. Pero no llega y ellos esperan con paciencia.
A las 5:55 de la tarde suenan las campanas de la iglesia y los playeros comienzan a salir de las casas. Caminan pausado. Las luces amarillas de los faroles se encienden. Sobre los muros blancos se proyecta la sombra de los pájaros.
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La Playa de Belén fue declarada Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional en 2005, lo que llamó la atención de decenas de turistas que, motivados por los encantos de la zona y la singularidad de los estoraques, esas espectaculares formaciones rocosas, llegaban al pueblo después de un viaje de casi cinco horas desde Cúcuta o media hora desde Ocaña, la ciudad más cercana.
Sin embargo, entrar al Área Natural Única Los Estoraques hoy es casi imposible. Por líos legales entre parques naturales y los que dicen ser dueños de esas tierras, el sitio dejó de cuidarse y oficialmente se prohibió la entrada. Los pocos que ingresan, deben hacerlo con un guía del pueblo que conoce los senderos. Pero el riesgo vale la pena. Los estoraques se presentan como un bosque de piedra majestuoso y místico.
A las 8:30 de la mañana el sol es una pepa que quema. El recorrido comienza en el Sendero de la Virgen, una gruta con una Virgen de Chiquinquirá incrustada en la piedra. Desde allí el secreto se revela. Las rocas se transforman en caras, ojos, plumas y aves. Si se aguza la mirada aparecen figuras que se formaron hace cuatro millones de años por la erosión del viento y el agua. Un barco, una antorcha, un mono, el perfil de un chamán, la silla de un rey, todo parece existir en piedras que vencen el tiempo.
Luego se llega al Paso de las Ánimas, un estrecho pasaje donde no entra el sol que termina en la famosa Cueva de la Gringa. Con un enorme árbol en el centro, es llamada así en honor a Louis Phillis Reed, quien llegó a La Playa en 1972. De Reed se dice que era alta y corpulenta como un jugador de basquetbol, que se alimentaba con ancas de rana y que trabajaba con el Inderena. Algunos aseguran que vivió en esa cueva dos años mientras estudiaba la fauna y la flora del lugar; otros sostienen que buscaba tesoros escondidos. Según cuentan, el más importante contiene cálices y custodias de oro que dejó un cura durante la Guerra de los Mil Días.
Dos francesas con pesadas mochilas caminan por los estoraques. No toman fotos, no hablan. Finalmente se detienen en El Inmortal: una titánica columna de piedra inclinada por donde vuelan los gallinazos.
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Es la hora del almuerzo y los platos típicos de la región, como la arepa ocañera (más gruesa que la paisa) o la sopa de frijoles ocañeros (blancos y pequeños) con costillas de cerdo, plátano y bolitas de maíz blanco, no están disponibles para los turistas. Los placeres culinarios se reservan para la intimidad del hogar. El sol se desliza tímidamente por los muros blancos. Pero nadie lo ve. Los playeros están en las casas. Las puertas y ventanas están cerradas. Algunos perros se mueven con prisa. De nuevo, el silencio.
¿Cómo llegar?
Hay que tomar un vuelo o un bus hasta Cúcuta o hasta Ocaña.
De Cúcuta a La Playa de Belén hay 191 kilómetros. Aproximadamente cuatro horas y media de viaje por una carretera que está en buen estado.
Un taxi de Cúcuta hasta La Playa cuesta entre $200.000 y $250.000.
Un bus de Cúcuta a Ocaña cuesta $35.000, ya que no hay buses directos. En Ocaña puede tomar un bus a La Playa, el tiquete cuesta entre $7.000 y $10.000. O un taxi que en media hora llega al pueblo y se puede negociar por $30.000.
En los estoraques no se cobra la entrada, ya que oficialmente está prohibida. Es necesario ingresar con un guía que cobra entre $15.000 y $30.000, dependiendo el recorrido.
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