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Después del poliamor, el poliodio

Después del poliamor, el poliodio

Ilustración

El amor libre, el poliamor y el poliodio vividos en carne propia, atravesados por lecturas, polvos, sudor y dolor en esta primera entrega de nuestra nueva columna a cargo de Brusquita de Cara.

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E
stoy cansada del amor de manual. Si no es el amor romántico de Disney que te vende una relación para toda la vida, es el poliamor y sus protocolos: conocerse, ser amigos, ennoviarse, casarse, reproducirse, morir sin pena ni gloria.

Estoy harta de la narrativa que te presenta el amor libre o el poliamor como si fuera la alternativa ideal para quienes no nos sentimos cómodas con el amor romántico, o con el modelo del amor de un hombre para toda la vida.

No creo en sentimientos que no mutan, tampoco creo en la coherencia. Creo en el amor intenso que dura lo que tenga que durar, en el cariño honesto. Y eso solo lo he encontrado en el amor libre.

El papi de la teoría del amor libre, Charles Fourier, escribió en su libro El nuevo mundo amoroso que el deseo debe “desarraigar los prejuicios y transportarnos a un mundo nuevo en el que costumbres inauditas produzcan placeres desconocidos para todas las edades de uno y otro sexo. Es sobre todo en el amor en donde debemos evitar el tono dogmático”.

Fourier era un anarquista y un solitario. Construyó una utopía sobre el amor y estaba muy entusiasmado. Charles, ¿dónde está el banquete que nos prometieron cuando abandonamos la idea del amor romántico? Porque quiero contarte que armar el amor antisistema me ha costado estabilidad emocional, tiempo, amigas y lágrimas.

El año pasado me enamoré perdidamente de una de mis mejores amigas. La amistad entre mujeres jóvenes, siento yo, incluye un puchito de pulsión lésbica, admiración mutua, cariño y odios compartidos. Con ella se me fue la mano en lo de la pulsión y me encontré respirando duro cuando pensaba en ella, acariciándole la calva con excusas, odiando su gusto exclusivo por los hombres. (Freud, hablame de envidia del pene.)

Me enamoré y unos meses después nos comimos duro (Freud, teneme envidia). A la mañana siguiente no hablamos del asunto. Vino todos los días a mi casa durante tres meses, y mantuvimos un silencio casi criminal, como si haber estado juntas hubiese estado mal, o fuese digno de olvidar, o tan terriblemente incómodo que te estremece acordarte (no creo que haya sido así: he tenido sexo incómodo y este no fue el caso, créanme). Después de tres meses de esquivar el tema y voltear la cara cuando nos mirábamos, lo conversamos. Entre lágrimas me dijo: “Quiero cuidar nuestra amistad”.

Mi ego sigue aporreado, pero todo bien. Aprendí a amarla sin mojar calzón. Así que, primera lección: el desamor también hace parte del amor libre. Ceder tu cariño egoísta y aprender a amar a alguien como quiere ser amado también se vale. Desamándola también aprendí a quererla.

Dicen que el deseo se educa, así que luego de ese episodio me programé para ser más curiosa y desatada, como yo sentía que había sido siempre. “Las triejas son más funcionales que las parejas”. “Las parejas son limitantes”. “El orden amoroso se subvierte sumando factores a la ecuación”, decían los mismos amigos que estaban involucrados en las triejas que veía fallar siempre, pero qué hijueputas, entreguémonos a la revolución de los afectos.

En triejas estaban los otros, y en exclusivas amistades estaba yo. Amé mucho a un amigo, y gusté mucho de una chica, casi tanto como él. Después de unas copas nos quedamos en la casa de uno de los dos y lo último que recuerdo es el fondo de un vaso con un líquido verdoso (ginebra o vino, nunca supe a ciencia cierta) y preguntarle a ella si había tenido alguna experiencia lésbica, luego un beso –lésbico, obvio– y luego a ellos desvistiéndose en la sala mientras perreaban sucio y yo los miraba desde el sofá.

Me gusta el papel de voyeur. Me parece privilegiado, así que los miré un rato. Quería amarlos mucho a ambos, casi tanto como me los quería comer, pero lo que yo pensaba que era el inicio de una trieja era en realidad una despedida. Conversando con ellos  unos días después, me contaron que esa noche nunca supieron cómo deshacerse de mí, o no supieron cómo decírmelo. Así que no me estaban dejando mirar, más bien estaban esperando a que me fuera. A estas alturas de mi vida me da vergüenza haberles amado con tanta fuerza en ese momento y haber pensado que hacía parte de su universo erótico y afectivo.

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“Hay que permitir que las caricias y los besos ardan sin prohibición alguna, que se irrigue la sensualidad embriagada y se amplíe la memoria de los sentidos”, dice Víctor Raúl Jaramillo en su ensayo Erótica como ética.

Tal vez hubiera encontrado palabras así de preciosas sin tanto licor en la cabeza. Solo atiné a llorar un poco, pedir perdón e irme, esta vez pensando que el amor libre es una isla. Te podés quedar sola mendigando las migajas del sexo y el amor de otros. Alguien te usará para experimentar las lúbricas ventajas de una persona liberada, y volverá al amor monógamo. Pero no contigo.

Los manuales de poliamor en internet dicen que es necesaria la responsabilidad afectiva para que eso no suceda, pero no es posible cuidar de todos los que te rodean (¿o sí?). Siempre existiremos los que dormimos solos y no somos víctimas de nadie. Solo eso, gente sola que ama.

Ese asunto ya lo lloré, ahora trato de llorar otro. Me enamoré de una persona que alguien que amo también amó en el pasado. Fue intenso, una explosión violenta y centelleante, que como todo fuego se agota, y que por lo mismo fue del éxtasis al hastío con rapidez.

Nos soñamos un amor hermoso y antisistema, donde los tres pudiésemos estar cómodos con la idea de un amor pasajero entre amigos, una juntanza adulta de las carnes. Mi feminismo radical me dice que subvertir el orden es sucumbir al deseo para ser “un ser deseante y no solo deseado”, como dice Virginie Despentes en su Teoría King Kong.

El deseo es terrorista y explosivo. Puede destruir, hacer kaput a todo lo que amas y a la vez darle forma. Mi feminismo radical me impulsa a usar el placer como una herramienta para mi propia liberación, como un camino hacia el amor. Es egoísta, pero no hay otra manera de transitar por mí misma sino es a través del deseo. Mala, mala feminista.

Alguien me propuso una explicación para el fracaso de mi amor antisistema citando un episodio de 2014 con orangutanes bonobo (que son los que genéticamente más se parecen a los humanos, y que además viven en matriarcados). Dos orangutanes –Kondor, una hembra, y Ekko, un macho– mataron a golpes a otra hembra, Sidony, en el primer asesinato entre orangutanes registrado por la ciencia. El asunto fue cosa de hembras, female trouble. Se mataron entre ellas por un macho. “No podemos olvidar que somos biología, seres territoriales”, me decía. De amor y de violencia estamos hechas por igual, no hay política radical o feminismos que puedan esconder los animales que también somos.

El amor libre también es sucumbir ante tus propios impulsos. No hay cama suficiente donde quepa todo el deseo que me inunda, y puedo controlarlo pero elijo no hacerlo, y por eso lastimé a alguien. Los resiento a los dos, me odio un poco a mí. Después del poliamor, el poliodio.

Ni el amor libre ni el feminismo nos salvarán del daño. Al fin y al cabo, el deseo también es amor. Hechizo y explosivo, con normas sociales cuestionables, pasados, deseos y egos inmensos. Qué vaina, a esta utopía solo se le ven las grietas cuando algo se rompe.

Un parcero me dice que deje la bobada y crea en la utopía, que no se falla haciendo el amor. Que es una revolución constante, un movimiento clandestino que sobrevive a través de generaciones de libertinos. Pero todos los ejemplos que se le ocurren terminan ya no en dos, sino en parches enteros de amigos y amantes atrapados por dolores y achaques amorosos. “Supongo que no hay muchos ejemplos de amor libre que funcionen”, dice él.

El amor, sea cual sea, nos coloniza el cerebro con su coctel químico de oxitocina y dopamina. Nos enamoramos con el cerebro, no con el corazón. Según un estudio de Stephanie Ortigue, una neuróloga de la Universidad de Syracusse, en Nueva York, cuando una persona siente amor se activan 12 zonas del cerebro y se liberan neurotransmisores que te dopan con bonitos sentimientos. Las mismas que están relacionadas con la adicción a las drogas.

Casi que funciona como una venda sobre los ojos. “Cuando estamos enamorados no actuamos normalmente. Cuando una persona ve al ser amado se libera también serotonina, que es la hormona que hace querer llamar todo el tiempo a esa persona, o verla todo el tiempo”, dice el neurólogo Leonardo Palacios, después de leer una cita de José Ortega y Gasset: “El enamoramiento es un estado de miseria mental en que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza”. El doctor Palacios también dice que no hay otro sentimiento que tenga un impacto tan importante en el cerebro como el amor. Nos cambia profundamente. “Puede haber distintos tipos de amor. Hay uno que es el amor pasional, el que nos lleva a soñar con el otro, a emocionarnos, a sentir mariposas, y el amor que desde el punto de vista biológico que hace que tengamos una enorme atracción sexual hacia otra persona. Como dicen por ahí, el amor es la trampa de la biología para la preservación de la especie”.

¿Qué cerebros especialmente obsesivos habrán estudiado los científicos, que no se cansan de la presencia de un ser amado, o que no experimentan sensaciones terroríficas, solo cosas bonitas y cosquillitas en la panza? Me parece a mí que la ciencia y su sana obsesión por la evidencia también idealiza el amor, y qué aburrida es es esa historia de euforia y desespero contenida en un solo ser. Me quedo con infinitas inyecciones de ese coctel anestesiante que nos hace actuar como orates y que todo lo enrarece. El amor libre es tan irresistible como ese amor romántico y cremoso que nos hace vomitar. No nos engañemos.

Pero todo bien, porque nos queremos no nos atamos, nos contenemos hasta en el odio. Todo el amor que deseamos repartir está lleno de manchas asquerosas. Todo amor contamina (sea sexo, sea amor romántico, sea una amistad rota) porque nos quedamos con un pedazo de alguien y luego no sabemos cómo deshacernos de eso, o de ellos.

Ese hermoso amor antisistema que tanto imaginamos no se pudo. Fallamos, una lástima. Sin embargo, volvería a hacer el amor libre una y otra vez. Si no es libre no me sirve.


* Una primera versión de esta columna fue publicada en nul.com
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