Un pedazo de caucho
l borrador moderno, que sin duda todos hemos utilizado alguna vez sobre una hoja de papel, es un gran invento. En los tiempos de Cervantes o Shakespeare, se borraba con cera o algunos tipos de piedra. En 1770 el nativo de Sandwich, Inglaterra, Edward Nairne inventó el primero hecho de caucho, que luego sería mejorado gracias al descubrimiento de la vulcanización del mismo en 1839, por Charles Goodyear.
Ahora, el borrador adquiere importancia y nobleza si pensamos en las manos ilustres a las que ha servido. Los que debió utilizar Gabriel García Márquez -incluyendo los limpiatipos de su máquina de escribir-, Jorge Luis Borges o Gay Talese en sus notas, deberían estar en un museo, si es que se pudiera recuperar sus residuos.
¿Y qué decir de los borradores de sus obras? Seguramente millones se han pagado por una copia original de una versión sin terminar de alguna de ellas. A propósito, ¿qué sería de escribir sin poder borrar? Sería como terminar un edificio dejando las tuberías, los cables, o los escombros a la vista y todavía querer que alguien viva en él.
En este punto ¿qué más decir sobre el borrador? Sin saber de dónde más ‘sacarle nata’ al tema, sostengo ahora un borrador recién utilizado en mi nariz, porque me gusta como huele y se me ocurre una pregunta perfecta para un reinado de belleza, pero con la que espero dar un punto más adelante: ¿Si usted señorita X pudiera inventar un borrador hipotético para desaparecer cualquier cosa que quisiera, en qué lo utilizaría?
Estoy seguro de que las respuestas serían fulminantes y bien intencionadas: “para borrar la guerra, la pobreza, la indiferencia”; “para borrar todo el daño que le hacen las malas personas a los niños en el mundo”, “para borrar la codicia”, “para borrar la falta de fe en Dios de la humanidad”. Otras quizás dirían “para borrar a quienes hacen daño a los animalitos”, sin saber que perderían puntos por incitar a la desaparición, en todo caso, de seres humanos.
Por obvias razones, de estas idealistas y de sus colegas masculinos, nunca escucharemos respuestas sinceras como “quisiera borrar mi desastroso paso por la universidad” o “me gustaría evaporar las cicatrices de las 100 cirugías que me hice”. Imposible. Sin embargo, intente usted el mismo ejercicio, y verá que no es tan fácil. Se dará cuenta de que si una deidad de belleza da las respuestas más obvias es porque la historia no ha sido capaz de acabar con ninguno de los males de la humanidad.
Y nunca lo hará. Sólo cambiaré de opinión si se inventan un borrador para acabar con la OTAN, con Al-Quaeda, con a las FARC; con las grandes petroleras y fabricantes de automóviles, con los traficantes de armas, con los narcos, los paracos, con el Twitter de Álvaro Uribe, el de Gustavo Petro y la Doctora Carmen, con los terroristas, los Merlanos, los Corzos, los Nules, con los Moreno de Caro y los Morenos, con RCN y Caracol, con la CNN, con los bancos, con Wall Street, con las comedias sin Will Ferrel, con el reggaeton, con la mancha de petróleo en el Golfo de México y con la radioactividad en el pacífico de Japón.
Ahora, otra cosa son los hechos cruciales de nuestra historia, que han querido desaparecer o borrar parcialmente: aún sufrimos las consecuencias del magnicidio sin resolver de Gaitán, así como hoy en día hay familias que no saben cómo desaparecieron sus seres queridos en el ataque del M-19 al Palacio de Justicia en 1985 o los verdaderos responsables de la muerte de Galán.
Afortunadamente, el Grupo de Memoria Histórica (ahora Centro Nacional de Memoria Histórica) viene trabajando desde 2007 para salvarnos de las verdades a medias sobre lo ocurrido en masacres como las de Bojayá, El Salado, Segovia, Trujillo, Bahía Portete y decenas de lugares de Colombia, las cuales son ejemplo de que aquí todos los bandos tienen responsabilidades, así los expertos en borradores, crean que el paso del tiempo y la desinformación son infalibles.
Un recuerdo de la niñez: el borrador de tinta de esfero que traía el Kilométrico Borrable en los noventa me invita a buscar en otra dirección; no lo volví a ver nunca, lo cual me lleva a pensar en algunos de los mejores productos colombianos de los 80 y 90 que ya desaparecieron. Mi generación comía papas Andru y chitos de verdad, los de Jack’s Snacks; mientras que a los pequeños hoy les meten el cuento de que la Osita Margarita es original de PepsiCo y que es hermana del De Todito. Del ‘estamos fritos’ pasamos a Frito Lay. ‘Estamos jodidos’, digo yo.
También, hace mucho nos dejaron sin paletas Manotas, sin jugos Canary, sin Fruppy o sin el inigualable Toddy de chocolate, el primer Tetra Pak en llegar a Colombia. Los Quipitos, los bolis piratas ‘con agua de charco’ -como decía mi mamá- los chicles con tatuajes de ‘cocaína’ -invento también de alguna mamá-, los yogures Chambourcy, la gaseosa Castalia y su hermana la Chinotto de Venezuela, desaparecieron.
En fin, la mano invisible del mercado nos ha hecho inevitablemente nostálgicos, así que me seguiré quejando siempre por la ausencia de los Monos de El Espectador, de la Gaceta de Colcultura -porque me acuerda de mi mamá, otra vez-, de las programadoras de TV, de los noticieros como QAP, TV HOY y 24 Horas, de programas como Zoociedad, series como Locha, Sabor a Limón, y de la carrera musical de Tulio Zuloaga.
Y ahora que lo pienso, pagaría todo el dinero del mundo por tener un borrador que me sirviera para limpiar el reguero de tinta que dejé hace poco en el corazón de una persona, la misma que me dio muy buenas sugerencias para lo que ustedes acaban de leer.
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