
Contemplar lo desconocido: un trastorno de esquizofrenia en la familia
La esquizofrenia es un trastorno intimidante, envuelto en un halo de prejuicios, pero ¿cómo es convivir con él desde la cercanía de un familiar que lo experimenta en carne propia? ¿Cómo entender un poco mejor esa percepción tan distinta, más allá de los estigmas? En este texto íntimo, la autora nos acerca a la realidad cotidiana y familiar de este diagnóstico.
Mi tía María me enseñó a amarrarme los zapatos. Me ha enseñado muchas cosas, de hecho, pero esa la recuerdo con especial precisión porque mientras lo hacía me daba un discurso largo y desordenado sobre el color azul y el Papa Juan Pablo ll, que aparecía bastante en la televisión por esos años.
– Así se hace, y luego un nudo de seguridad.
– Bueno, tía, pero rápido.
Yo salía corriendo a la calle y ella se quedaba diciendo entre dientes cosas que nunca le pregunté de nuevo, y con un gesto de preocupación que a veces atendí:
– Tranquila, tía, solo vamos a jugar.
Como fui la primera nieta y sobrina, entendí muy pronto la voracidad del cuidado de María: no era así con nadie más, pero los niños y niñas jugando le preocupaban como si los viera correr y andar en bici en el filo de un precipicio. No sé cuántas veces volví a casa con las rodillas raspadas y llorando, muchas.
– Tranquila, tía, no me duele.
Los sobrinos y sobrinas que fuimos llegando a llenar la casa grande de la abuela de ruido estuvimos uno a uno instruidos en el universo de las enfermedades mentales:
– Hija, la tía María tiene una enfermedad de la mente que se llama esquizofrenia.
– ¿Por eso no va a trabajar y se queda acá todo el día?
– Sí.

María era toda para nosotros: mis tíos y tías se iban a sus trabajos y oficinas desde temprano y en casa nos quedábamos la abuela, María y yo. La llevé muchas veces de la mano al círculo de mis amigos para que estuviera tranquila y segura de que estábamos bien. María llegaba, reía y luego se iba; salía despacio de ese círculo de niños que le llegaban a la cintura y se sentaba en un muro pequeño que queda en la fachada de la casa a fumar y a vernos pasar, atenta.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) 1 de cada 300 personas en el mundo tienen esta enfermedad, es decir, el 0,32 % de la población global. La esquizofrenia hace parte del grupo de los Trastornos Mentales Graves (TMG) en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), un sistema desarrollado precisamente por la OMS y cuya versión más actualizada, y que opera actualmente, es la de 2022.
Los TMG, según esta clasificación, son alteraciones psiquiátricas que pueden causar la discapacidad del paciente: la posibilidad de no acceder al mundo laboral al tener dificultad para manejarse a solas y para crear vínculos con otras personas. En la esquizofrenia específicamente esto puede suceder debido a los síntomas más comunes como las alucinaciones, la conducta extravagante, apatía y la ansiedad, así como fallas en la atención, la memoria y la expresión verbal, según la Asociación Colombiana de Personas con Esquizofrenia y sus Familias (ACPEF).

Aunque esté catalogada como TMG, se ha demostrado que muchas personas diagnosticadas con este trastorno pueden llevar una vida funcional en la que se desempeñen con total plenitud y capacidad de sus talentos, además de construir relaciones interpersonales fuertes y duraderas, vitales para su universo emocional.
Rosana Gluck, psiquiatra adscrita a Colsanitas, dice que hay una especie de “escalas” en la medición de los síntomas dentro del mismo diagnóstico de esquizofrenia: “Hay síntomas negativos que pueden hacer que algunos pacientes estén mucho más aislados; además, en los adultos mayores puede complicarse con cuadros demenciales o del envejecimiento patológico”.
Dice Gluck que dentro de los avances más significativos recientemente están los fármacos: “En los últimos 20 años han cambiado mucho, van saliendo nuevos antipsicóticos que buscan mayor eficacia sobre los síntomas psicóticos y con menores efectos adversos. Hay muchas más opciones pero depende de cada paciente la respuesta a cada fármaco, es una cuestión química y genética”.
Antes de que María naciera, nació John Forbes Nash en Monroe, New Jersey; un matemático cuyo trabajo estuvo enfocado en la teoría de juegos y la geometría diferencial, además de ser, hasta la fecha, la única persona diagnosticada con esquizofrenia que ha obtenido un premio Nobel (Economía) en 1994. Nash inspiró la película que se estrenaría en 2001: A beautiful mind, y que durante bastante tiempo puso sobre la mesa el debate sobre la mente, su poder en nuestro comportamiento y sus posibilidades.
Podría pensarse que el premio de Nash, la película galardonada en los Óscar, la suma de más información sobre el tema cada año y el voz a voz de la palabra tabú esquizofrenia habría abonado un terreno más amable para María y para quienes le siguieron, pero no: la estigmatización con esta enfermedad continuó y continúa encajando a sus pacientes como personas todo el tiempo fuera de control o incluso violentas.
En su libro de ensayos Todas las esquizofrenias, Esmé Weijun Wang cuenta que recibió su diagnóstico de esquizofrenia ocho años después de tener sus primeras alucinaciones: “Creo que mi psiquiatra se resistía a trasladarme oficialmente del terreno más común de los trastornos del estado de ánimo y de la ansiedad al Salvaje Oeste de las esquizofrenias, donde yo quedaría expuesta a la autocensura y al estigma de los demás”.
Una familia es un círculo que se abre y se cierra
Hace poco más de un año que María atraviesa brotes psicóticos intensos, además de otros temas de salud que tienen que ver con su estómago y sus huesos: han sido años y meses atareados sobre todo para los familiares que viven en su misma ciudad, en su mismo barrio, en su misma casa. La coreografía del cuidado, a veces rumiante y siempre imperfecta.
Pero para Navidad, luego de abrir los regalos, organizamos como casi siempre desde hace algún tiempo un escenario de karaoke: un parlante enorme y un micrófono.
Con las luces de la sala y el comedor apagadas y estampadas sobre las paredes y el techo lucecitas en forma de árboles de navidad y copos de nieve, María “subió” al escenario con mi mamá a cantar una canción que me hace imaginarlas a ambas hace tiempo, antes de que naciéramos todos los sobrinos y sobrinas y nietos y nietas. Una canción que me hace imaginarlas con sus jeans y camisetas esqueleto de la época, fumando y arreglando la casa. Siendo una hermana de la otra.
– Adiós chico de mi barrio, a donde deprisa vas así… Pasas en bicicleta, no te puedo alcanzar…
Tienen la letra de la canción en el teléfono de mi mamá, leen y se mecen juntas al ritmo de la música.
– Chico de mi barrio con la cara sucia y el cabello largo…
Las rodeamos en un círculo para escuchar, ver, grabar y bailar alrededor suyo. Todos tuvimos ganas de llorar o lloramos. Queríamos comunicarle a María toda esa emoción y ella a nosotros, y lo hicimos en silencio.
Recién el año pasado salió publicado el libro No quería parecerme a ti, de Amanda Marton Ramaciotti, una crónica en primera persona sobre vivir con una madre diagnosticada con esquizofrenia; la autora cuenta en varias entrevistas que aunque es un título directo y duro, quiere reconciliarse con esa frase y validar el miedo dentro del abanico de emociones que atraviesa una persona cercana a alguien con este diagnóstico: entre el inmenso amor, la responsabilidad del cuidado y la conciencia de no querer experimentar algo parecido.

La autora señala que es muy común que las familias con miembros con esquizofrenia se cierren en sí mismas, como si se volcara toda al paciente y alrededor no hubiese otras redes de las que sostenerse: así como el paciente se apoya principalmente de su familia, las familias deben buscar círculos y comunidad con la que compartir y también sostenerse de otras formas.
“Ser cuidador no es fácil; conocer sobre las enfermedades crónicas que afectan el ámbito familiar es fundamental y sobre todo en salud mental. Hay grupos de familiares de este tipo de patologías que ayudan a encontrar herramientas para acompañarse”, dice Gluck.
Cuando me encargaron hacer este texto y me mencionaron las palabras “testimonio ampliado”, pensé de nuevo en las premisas clásicas del periodismo: hay que tener una fuente, contrastar fuentes. Una fuente: una persona que esté directamente relacionada con el tema o que dé cuenta de lo que sucede. No tenía fuente porque las conversaciones con María suelen ser escasas y desarticuladas.
Pensé entonces en las “escalas” a veces más altas dentro de los síntomas de los pacientes: María se ha comunicado en sus formas con todos, lo sabemos, ¿no es ésta entonces también la historia-testimonio de una infancia acompañada, sostenida y bordeada por la esquizofrenia?, la de una familia que no le tuvo miedo a ese Salvaje oeste o, si le tuvo miedo, se lo guardó como pudo para acercarse a contemplar lo desconocido.
No pude hacerle una entrevista a María, pero con ella todos nos hemos inventado un idioma nuevo.

Una tía es una familia entera
Aunque en Colombia la Política Nacional de Salud Mental emplea 60 mil millones de pesos al año, y muchas organizaciones hacen esfuerzos impresionantes, el acceso al bienestar mental sigue siendo limitado principalmente por factores económicos o de divulgación de los programas.
Según cifras del Ministerio de Salud para 2024, casi el 50 % de los niños y niñas del país muestran indicios de tener problemas de salud mental. En casos como el de la esquizofrenia hay que señalar que se contemplan costos de medicamentos, hospitalizaciones, terapia psicológica, transportes y otros gastos complementarios que pueden ser grandes obstáculos en un tratamiento integral de la enfermedad.
La casa de la abuela ha tenido muchas remodelaciones; cuando era niña, en el piso de arriba el techo era de zinc y en sus tejas había pequeños huequitos que se volvían a veces goteras pero que, casi siempre con el sol, dibujaban círculos medianos en las algunas paredes de la casa.
– Por ahí nos está mirando Dios.
– ¿De verdad, abuela?
– Sí.
Muchas veces me senté en frente de esos círculos con mi cuaderno después del colegio para que Dios viera que hacía las tareas. María me miraba desde una silla fijamente, a veces con un gesto de piedra y a veces riendo largo. En ocasiones quise preguntarle si ella podía ver los ojos de Dios ahí asomados, o si podía llamarlo para que se viniera a ese círculo de sol específico a verme. Mí tía no está aquí, mi tía seguro conoce a Dios.
Desde hace algún tiempo se abordan los temas de salud mental con algo más de delicadeza, y es común encontrarse con la importancia de hablar de los trastornos como algo “separado” del paciente: la persona no es su enfermedad. Sin embargo, Weijun Wang dice: “¿Y si no es así? ¿Qué pasa si considero que mi mente trastornada es una parte fundamental de lo que soy?”
La casa ha tenido muchas remodelaciones, pero el muro pequeño de la fachada sigue ahí: en ese lugar María se ha sentado por años a ver pasar gente y carros y buses, y a ver suceder atardeceres naranjas rosados o caminos veloces de estrellas fugaces. Desde ahí se sentó a vernos crecer y crecimos tanto que supimos cosas importantes sobre amarrarnos los tenis con un nudo de seguridad, y tuvimos esta certeza a veces punzante y casi siempre luminosa: una tía es una familia entera.



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