Madres en la educación virtual
Dos mujeres cabeza de familia intentan pilotear los retos que supone la educación virtual para ellas y sus hijos. Estos casos de familias trabajadoras de clase media están lejos de los privilegios de algunos pocos, pero más lejos aún del gran número de niños colombianos sin forma de acceder a la educación en medio de la pandemia.
//Max//
ra la semana del Coronavirus en el colegio de Max, al teléfono de su mamá enviaron las actividades del día: ver un video en el que se combate el virus como si fuera el archienemigo de alguna ciudad inventada y en el que la limpieza es una suerte de superheroína. Luego debían responder unas preguntas en las que una y otra vez tenían que decir por qué no hay que salir, por qué lavarse las manos, por qué usar tapabocas. Y los niños buscaban entonces formas diferentes de decir eso que ya está en todas partes para que la profesora no pensara que estaban copiándole a sus compañeros.
Luego del video debían hacer un dibujo. Max hizo a un hombre que parecía una salchicha con salchichas más pequeñas como brazos y pies. Dentro del estómago dibujó dos bolitas con puntas –el virus–, y para los ojos del hombre-salchicha hizo dos pequeñas equis. Dibujó un muerto.
A inicios de marzo se registró el primer caso de COVID-19 en Colombia. Como ya se había implementado en otros países, para el nuestro venía lo mismo: la educación virtual. En muchas partes lo hacían sonar romántico: educación en tu casa, con ropa cómoda, sin tener que hacer desplazamientos larguísimos. También se hicieron populares las recomendaciones para afrontarlo, desde expertos y expertas en psicología y pedagogía se hablaba de la importancia de la interacción social para el desarrollo de la personalidad y los vínculos afectivos, de la importancia de los padres en el proceso educativo, de cómo decorar el espacio para recibir clases. Un análisis del Laboratorio de Economía de la Educación (LEE) de la Universidad Javeriana concluyó para cuando empezó la pandemia en el país, que el 96% de municipios de Colombia no podrían implementar clases virtuales porque más de la mitad de sus estudiantes no tiene acceso a un computador o internet en casa.
Luego de peticiones y firmas, en algunas zonas rurales dieron tablets a los estudiantes, pero en otras parece que hubiera desaparecido la escuela. En las ciudades los colegios empezaron sus clases con quienes pudieran asistir y para algunos la medida fue dejar fotocopias en la portería para que las recogieran.
//Patricia y Sofía//
Patricia y Sofía son hermanas, una está en noveno y la otra en cuarto, su mamá, Sandra, trabaja confeccionando uniformes para ciclistas en el centro de Bogotá: “Yo vivo con mis papás entonces lo bueno es que las niñas se pueden quedar con ellos mientras yo trabajo, de no ser así no sé cómo estaría haciendo”. Para cuando empezó la cuarentena, en la casa de Sandra no tenían internet y pedían prestado el de su vecina. Hace un mes pusieron uno que no alcanza a llegar a los cuartos, solo a la sala. “Del más ordinario toca porque pues…”, comenta la abuela de las niñas y se ríe.
Sofía tiene diez años y antes de la pandemia entrenaba fútbol tres veces a la semana, “Mi clase favorita es la de música, pero así todo es muy raro, muy maluco. Uno no se concentra”. Ambas dicen que no han aprendido nada este año. En su casa no hay computador y solo hay un celular. Sandra se va a su trabajo sin teléfono para que ellas reciban por ahí sus clases. Tienen ya una especie de estrategia armada para perder el menor tiempo cuando se crucen las clases y deban decidir cuál es más importante, más difícil, para que la otra espere y se ponga al día después.
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Para el 24 de abril 49.168 personas se acogieron al Plan de Auxilios Educativos y más de dos mil profesores y profesoras solicitaron al gobierno un paquete mínimo de datos para usar su WhatsApp como puente con sus estudiantes.
Laura, la mamá de Max, trabaja en una oficina de contadores que queda dentro de una bodega inmensa en la que guardan repuestos y motores para camiones. La oficina es pequeña y casi siempre hay tres o cuatro personas trabajando. Desde que empezó la cuarentena trae a Max todos los días a su oficina porque no tiene con quién dejarlo.
//Las clases de Max transcurren en una oficina en medio de una inmensa bodega//
–¿Y qué haces acá todo el día?
–Miro por ahí.
–¿Miras esos motores?
–Ahí se meten los gatos y se cagan.
“Maxi tiene un tipo de dislexia que es algo fuerte, él tiene siete y apenas entró a primero con compromiso especial porque tuvo que repetir transición. Entonces es difícil porque la profesora debe tener otro método con él, se puede abrumar muy fácil”. Los niños se conectan a la clase a las ocho de la mañana pero a esa hora está saliendo de su casa Laura con Max. Entonces llegan y la profesora le envía las actividades al teléfono y le pone un plazo para responderlas. Max es el único de su salón que está recibiendo solo una materia por día.
Una de sus profesoras le hace en ocasiones clases privadas para que no pierda el ritmo, “La profesora ha sido un gran apoyo porque pues yo acá tengo trabajo todo el día, ahora estamos con declaraciones de renta y hay días en los que salimos a las 8 de la noche. No puedo estar todo el tiempo pendiente de él porque tengo que cumplir aquí mis funciones”.
En el Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo 2020: Inclusión y educación, la Unesco reveló que en 2018, “258 millones de niños y jóvenes fueron completamente excluidos de la educación, con la pobreza como el principal obstáculo para el acceso”, y que la pandemia ha agravado la desigualdad en toda Colombia. “Nosotras somos muy afortunadas que podemos al menos recibir esa clase y tenemos al menos ese celular. Hay veces en las que llaman a lista y los compañeros de Pati son: ‘Ah, no profe, no se pudo conectar, no tiene cómo’. Y ya por lo menos así podemos ir cumpliendo en el colegio porque eso de mandarlas no lo voy a hacer, prefiero que pierdan el año a mandarlas por allá, en ese colegio estudian más de cinco mil niños”.
Por las tardes Sofía y Patricia practican coreografías de Tik-Tok, tienen una terraza que en teoría es de la dueña de la casa pero ellas la pueden usar. Ven pasar carros y buses ahí sentadas en unas sillas Rimax con su abuela. “Hoy allí en ese paradero que se ve, ¿sí ve?, ahí atracaron a una señora. Sacó el celular y el ladrón pasó corriendo y se cruzó hasta allá y ahí lo cogieron y ya ese árbol no nos dejó ver más”, cuenta Patricia. Sus tardes son aburridas.
//Las jornadas de clase se hacen cortas y las tardes larguísimas junto a su abuela//
Laura tampoco quiere que Max regrese al colegio. Mientras imprime dibujos para que él pinte o le pasa el pedazo de plastilina que tiene el color de todos los colores de plastilina revueltos, llegan a su oficina conocidos de la cuadra a contarle que murió hace días la señora de las arepas. “Por ahora toca seguir así, es muy duro, uno se agota mucho y también me da pesar de él”. A Laura le toca decirle a Max que hable pasito, que no se mueva mucho, que se quede ahí en su silla, que espere.
Puede que al final estas dos historias no se traten del complejo modo en que opera la educación ahora, en los pocos hogares que pueden acceder a ella, ni del aprendizaje mediocre que están teniendo los niños, puede que ni siquiera se trate de los niños, sino de dos madres solteras que, no sabemos cómo, están haciendo todo para que sus hijos reciban algo, muy poco, que tal vez les sirva luego. O no.
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Max terminó su dibujo, al final hizo también una ambulancia. Todos los niños debían decirle a la profesora por qué hay que quedarse en casa y cumplir con las normas de bioseguridad. Empezaron a sonar un montón de voces agudas diciendo yo, yo. Mientras Laura acomodó a Max para que se sentara bien en la silla, él dijo muy bajito: “Hay que estar en la casa porque el coronavirus está afuera, todavía no lo han cogido”, y nos miró riéndose.
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