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Mi historia con el pogo

Mi historia con el pogo

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El pogo es pa’ todo el mundo. Metaleros, salseros, punketos, amotros, emos y emas son bienvenidos a este ritual musical. Para celebrar Rock al Parque, una melómana de Barrancabermeja comparte su historia con esta forma de bailar y amar a empellones. separador

Siempre me consideré una persona pacífica, suave en el trato e incluso cobarde ante los enfrentamientos. Nunca me gustaron las películas de acción ni las historias en las cuales las personas se hacen daño físico. Sin embargo, desde muy joven encontré una forma de interacción violenta y consensuada que despertó algo que no conocía de mí misma. Algo que descubrí alrededor de la emoción de los conciertos y las fiestas en las que sonaba la música que me gustaba y que compartía con mis amigos. 

No recuerdo la primera vez que vi un pogo, pero por un tiempo miré este acontecimiento de lejos. Estudié cómo funcionaba y quería participar en algún momento. En esa época pesaba 40 kilos, sufría de desmayos recurrentes, experimentaba lo que luego identifiqué como depresión, y era supremamente tímida. Necesitaba sentirme poderosa y solo la música y los conciertos me daban la energía para llenar una larga serie de vacíos adolescentes.

BCNK articulo Historia del pogo 01

El pogo nació en los años cincuenta con la música ska pero en los setenta fue apropiado por la escena punk londinense, más específicamente por el legendario Sid Vicius. Más adelante este baile se popularizó en géneros como el metal, el hardcore y el grunge, dando un salto a la universalidad a través de festivales como Lollapalooza y el la exposición constante de esta cultura en MTV. Contenidos que consumíamos con envidia y admiración en Barranca, tratando de llevar esa fuerza a nuestra propia realidad.

En los noventa en Barrancabermeja existían dos bares y algunas bandas de heavy, rock y hardcore como La Morgue, Necrofilia o No te salvas. También organizaban con frecuencia eventos y conciertos de estos géneros. El principal gestor de esta cultura fue Danny Pérez, un artista que se metió de lleno en la causa de difundir la música y nos permitió conectarnos con una escena difícil de construir en un municipio como el nuestro. 

Gracias a él tuvimos un festival en el que vimos a La Pestilencia y a Masacre en su mejor momento. Por él conocí a los integrantes de estas bandas, compartí van y hablé con ellos; aunque podría decirse que más bien los escuché, porque tenía 15 años y me daba pánico dirigirles la palabra. 

Pasados dos años de ese festival a Danny lo mataron unos sicarios en plena calle. Aunque no se conoce la intención de eliminarlo, siempre supimos que la crítica política que desplegaba en las letras de las canciones que hacía con su banda Hijos de Caín había molestado a unos cuantos. A mí y a muchos nos afectó esta noticia, sumando un capítulo a la larga historia de injusticias reveladas en canciones que cada día queríamos gritar con más ganas y bailar con más fuerza. 

Hoy es inevitable llevar el legado de Danny en cada pogo, porque él fue quien nos enseñó que esta manifestación era para sacar la ira que llevábamos dentro, de forma respetuosa y haciendo homenaje a la música que nos unía.

Y es que por esos años en Barranca y en muchas ciudades de Colombia lo que sobraba era ira contenida. Mataron a Danny, pero también a mi papá cuando yo tenía ocho años, y a los papás de algunos de los amigos con los que iba a los conciertos. Y cuando todavía éramos adolescentes, muchos cercanos fueron amenazados de muerte por apropiarse del micrófono en las marchas o denunciar cualquier forma de opresión o injusticia. No solo vivíamos bajo la intimidación de esa advertencia sino que también nos acompañaba la certeza de que casi siempre el horror de la amenaza se podía volver real.

Pero en estas situaciones a muchos jóvenes en lugar del miedo les suele nacer el ímpetu de hacer más alboroto. Fue en mis primeros pogos cuando descubrí que compartir la rabia como comunidad también era una terapia válida e inesperadamente amorosa. En ese espacio todos sabemos que estamos para ayudarnos a vivir un momento que representa un pico de energía necesario, nos volvemos uno y estamos más presentes y entregados que nunca. Para cada uno es claro que a pesar de que esta práctica puede ser peligrosa, todos nos cuidamos para que la fiesta siga. 

En esa época muy pocas mujeres participábamos en el pogo. Las primeras veces que me atreví a hacerlo fue acompañada de amigos que entraban conmigo a protegerme. De a pocos empecé a sentir la seguridad que me daban esas reglas implícitas y respetadas por todos: al que se cae se le levanta y si es necesario se para el pogo mientras se recupera, se protege el perímetro del pogo para no tocar a quienes no quieren participar y nunca se debe ir contra nadie. Estas reglas son universales y aunque algunos pocos no las respeten y dañen su reputación, es claro que el pogo tiene más que ver con comunidad y respeto que con ataque y confrontación.

Después de esos pogos en Barranca a los 17 años y después, mientras estudiaba para ser ingeniera en Bucaramanga, me fui a mi primer Rock Al Parque en el año 2000. Sin avisarle a mi familia, sin tener dónde quedarme y sin plata suficiente para la comida. Lo único que tenía claro era que no podía faltar y mucho menos perderme de bandas como Divididos, Aterciopelados, Los Pericos o Manu Chao. El primer milagro que me dio este festival fue que aunque fueron cientos de miles de personas y ninguna tenía celular, me encontré con todos mis amigos y desde ahí nada me faltó.

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El primer día no me metí al pogo, pero viví una experiencia que lo cambió todo para siempre: se me acercó un punkero a pedirme plata para el bus, contándome que en el pogo había perdido la billetera. De su boca salía un chorro de sangre y estoy casi segura de que le hacía falta un diente. Sin embargo, la expresión de esta persona mostraba un éxtasis infinito atravesado por una sonrisa que dejaba en evidencia que la vida era maravillosa y estaba llena de posibilidades. 

Comprendí que los que creía que éramos unos cuantos en realidad éramos muchos y nos encontrábamos en ceremonias monumentales, como esta, para celebrar nuestra esencia al margen de un sistema con el que no estábamos cómodos.

La energía del pogo siempre me ha acompañado y ha trascendido mi gusto por el rock para permitirme disfrutar otros géneros. Han pasado muchas cosas en mi vida con respecto a la música y a mi forma de celebrarla, homenajearla y hasta crearla. En ese camino experimenté que aunque el pogo se asocia a la música pesada, hay conciertos en los cuales ciertas canciones emocionan tanto al público que no encuentra mejor manifestación de su emoción que empezar a saltar y empujarse. Es un fenómeno maravilloso porque se genera de la forma más natural. Al estar ahí, simplemente, sentimos que eso es lo correcto y ese sentimiento no se cambia por nada. 

Así fue en una época en la que asistí a toques pequeños, experimentales y muy alternativos. Fui yo quien incitó al reducido público a iniciar un pogo, lo que salió bien casi todas las veces, a excepción de un día en el que me pisaron una uña que días después tuvo que ser removida por completo. En el paro nacional del 2019 los músicos, sin importar el género, improvisaban toques en terrazas, espacios públicos y en las mismas marchas. Ahí el pogo también se nos convirtió en un motivo de unión, así fuera entre cinco personas, al son de un cantautor o de una banda haciendo un cover de Los Prisioneros.

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Y es que al parecer todo lo que sucede en el pogo tiene una razón y obedece a modelos que se encuentran en la naturaleza. En un estudio a cargo de físicos de la Universidad de Cornell, se analizaron miles de videos de pogos de grupos entre las 100 y 100.000 personas. En ellos se encontró que el movimiento característico del pogo se genera de manera orgánica en un patrón que es análogo al comportamiento de los gases de dos dimensiones cuando están en equilibrio, por ello los científicos lo plantean como un fenómeno que cobra vida por sí mismo, de forma autoorganizada y sin ser tan caótico como parece. Esto muestra que aunque no sea tan evidente, bajo ciertas circunstancias nos movemos de forma similar en colectivo, tal como lo hacen las abejas, las hormigas o las aves que se sincronizan naturalmente para convertirse en una sola. 

La razón por la cual estos científicos estudiaron el pogo es porque creen que este comportamiento, que surge como reacción a una estimulación extrema, puede tener semejanzas con lo que harán las personas bajo situaciones de pánico o que requieren evacuación. Lo que deduzco y comprendo después de probarlo tantas veces, es que en el pogo se encuentra la esencia reactiva más pura de los seres humanos. Con él he descubierto que nuestras mentes todavía tienen la necesidad de conectarse con su naturaleza más animal. 

En nuestro día a día, queremos vivir de forma ultracivilizada y empezamos a tener conflicto con esa parte de nosotros mismos que nos pide exteriorizaciones de otro tipo. Aunque lo he defendido durante todo este texto, tengo claro que el pogo es peligroso y representa un riesgo. Pero sin la presencia de este peligro no otorgaría la emoción adrenalínica que tanto nos convoca y nos vuelve adictos. Este ritual nos permite manifestar sentimientos de rabia y frustración, hackeando la mente para que sienta que ha desfogado sus impulsos en lugar de reprimirlos. Una práctica necesaria en un mundo injusto, amenazante e implacable, que queremos acabar a golpes inútilmente.

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