Monólogo interior: esa voz que habita en tu cabeza
Muchas personas conviven con una voz interior que parece tener voluntad propia. Para esas personas puede resultar sorpresivo que eso no le pase a todo el mundo. ¿De dónde viene esa voz? ¿Qué mecanismos neurológicos operan a través de ella? El monólogo interior del autor escribe este artículo desde dentro.
Hace días apareció un reel de AJ+ en español que explicaba que hay gente que en su cabeza tiene paz y otra gente que tiene ruido, gente que vive en una especie de apartamento lleno de cosas y gente que tiene espacio de sobra, como si unos vivieran en el reducto que les deja un roommate intenso y desordenado, mientras otros son los cómodos propietarios de un loft de revista o incluso de un jardín japonés, de apariencia salvaje, pero milimétricamente organizado. Desde entonces una sensación de injusticia te quedó entre pecho y espalda: ¿cómo es que muchos, y tal vez la mayoría, no tienen que lidiar con una voz que los distrae todo el tiempo, como te distraigo yo a ti ahora mismo?
Estás acostado boca arriba sobre el piso, tienes los ojos cerrados y deben ser las ocho de la mañana. Nada que logras enganchar tu atención en el sonido del cuenco tibetano que llena el espacio de la sala mientras termina esta clase de yoga. Sé que no te dejo concentrar, pero no puedes dejar de pensar este artículo sobre el monólogo interior, o sea sobre mí, tu voz, hija díscola de tu pensamiento e imaginación, una que tanto intriga a la ciencia como te cansa a ti y a tantos otros que han compartido contigo sus testimonios.
No todo el mundo vive con una voz en su cabeza
Un artículo de la BBC resumía entre sus fuentes el testimonio fascinante de una mujer que dentro de su mente, aseguraba, poseía un altillo al que subía por una escalera de caracol detrás de su oreja en el que ella se solía esconder como en una suerte de refugio interior. El artículo es sintomático. Cita el caso como un ejemplo anómalo, muestra de una sorpresa que resume una y otra vez esa idea que pasó largo tiempo sin ser cuestionada por la ciencia, la psicología o la neurología: que todo el mundo piensa oyendo su voz armando frases con palabras y que eso es lo normal.
Leonardo Palacios, profesor emérito de neurología de la Universidad del Rosario adscrito a Colsanitas, no podía creer que haya personas que no se escuchan hablar como él, por ejemplo, diciéndose “qué delicia” mientras atardece en un recuerdo emotivo que guarda de una playa en Santa Marta donde pasa vacaciones con su esposa. Personas como la que está acostada en el mat vecino, a tu lado, a la que tanto quieres y con la que compartes decenas de horas al día. “Yo no oigo eso”, te dijo hace unos días y tú no lo podías creer. Te tuvo que explicar. Al hacer una lista, visualiza las cosas pero sin escuchar nada. Cuando le preguntaste si nunca oía su voz mentalmente, te explicó que solo cuando escoge usarla para preparar una frase, como cuando escribe un texto o un mensaje. Que antes de dormir, ella se entrega a la sensación plácida de las sábanas, pero sin el ruido con el que yo te tengo despierto a veces por horas, porque únicamente en momentos como ese te puedo hablar sin interrupciones.
El primer investigador en cuestionar seria y experimentalmente la universalidad del monólogo interno fue Russell Hurlburt, psicólogo experimental e investigador de la Universidad de Nevada en Las Vegas. Por décadas, Hurlburt se ha dedicado a hacerse una idea más clara y menos verbal de la mente en divagación a lo largo del día. Y qué tarea: poner en palabras algo que no sería necesariamente en palabras, ya vicia todo el asunto.
Por esto, Hurlburt diseñó una metodología hoy en día reseñada en decenas de artículos: a los participantes de los estudios se les entregó un dispositivo digital que pita aleatoriamente, solicitándoles dar cuenta de lo que sucedía en su interior mientras hacían cualquier actividad. Y sus hallazgos han sorprendido a más de uno. Más que solo monólogo, habría cinco tipos de pensamiento que se irían superponiendo a lo largo del día, como si fueran una paleta de color en la que cada cual crea un estilo, vive una forma personal de sus posibles combinaciones, algunos más monocromática y otros más polifónica entre el pensamiento verbal, el visual, el sensorial, el emotivo y el no-simbolizado. “Esencialmente, un pensamiento que no se manifiesta en palabras o imágenes, pero indudablemente está ahí”, dice un largo artículo de la BBC al respecto.
Hurlbut ha encontrado que el discurso interior puede oscilar de un 75% a un 0% en distintas personas a lo largo del día y que son muchos los que, sin importar cuándo se les interrumpa, no recordarían oír o pensar con palabras en su cabeza en ese preciso momento o en ningún otro. Es más, tal como leíste en New Scientist, te sorprende lo malos jueces que podríamos ser al tener que evaluar algo tan simple como cuánto se calla la retahíla dentro de cada uno. Tendemos a la exageración sin tregua.
Sin embargo, la voz interior es más que una de las múltiples formas que existen del pensamiento: es también una señal eléctrica. Se ha descubierto que la capacidad de pensar en palabras conscientemente mientras estamos en silencio produce un grupo de señales neuromusculares muy precisas como las que anteceden cualquier movimiento, en este caso la fonación, el habla. Se les conoce como copia eferente, la cual le permite a todo el aparato vocal –o cualquier otro conjunto de músculos– prever un movimiento, aquí el discurso, para prepararlo como si lo fueran a ejecutar en voz alta. Y eso no es todo: gracias al hallazgo, un joven prodigio inventó un headset capaz de decodificar esa copia eferente para volverla sonido, palabras, y darle voz a quien haya perdido el habla.
Es curioso pensar que cada persona que lea este texto no solo se escuchará leerlo en su cabeza: recibirá desde su laringe hasta su boca la misma copia neuromuscular de las palabras que yo te dicto en este momento, mientras tú oyes las campanillas que agita la profesora de yoga en esta meditación que tú ignoras de plano porque al fin se te está ocurriendo cómo se va a escribir ese artículo: me vas a dejar hacerlo a mí, hablar directamente por una vez, para que cualquiera se haga una idea de cómo te va por quince minutos conmigo tratando de:
Vestir de lenguaje el pensamiento
En tu maestría en escritura creativa, un profesor te dijo que, según el psicoanálisis, cada persona no podía albergar más que unas sesenta u ochenta voces dentro de sí a lo largo de su vida. Pudo ser invento suyo. Las fuentes de ese dato nunca aparecieron y en tu investigación no encontraste nada al respecto, pero la idea es por sí misma interesante: sean veinte o doscientas, esa cifra es una multitud y un recurso extremadamente limitado para cualquiera, pero en especial para alguien que vive de su imaginación, como un periodista o un escritor que termina usando el mismo casting de voces recordadas o inventadas cuando lee, recuerda, imagina o se habla una y otra vez.
Es más, la literatura puede tener un papel central en esta historia. Los escritores literarios de inicios del siglo XX popularizaron la idea de que todos oímos voces adentro de nuestras cabezas. Al fin y al cabo, fueron ellos los que comenzaron a “imitar” el pensamiento como un monólogo interior, concepto entonces recientemente acuñado por el psicólogo William James en sus Principios de Psicología (1890). La idea hizo carrera en la literatura moderna desde Las olas de Virginia Woolf a En busca del tiempo perdido de Proust, de Los estratos u Ornamento de Juan Cárdenas a El rastro de Margo Glantz… La propuesta tenía dónde enraizar en un arte que, desde un texto tan temprano como la Poética de Aristóteles en la tradición occidental, ha estimado que el carácter de los personajes se hace patente en su voz, asociación perenne que ha viajado siglos desde el canto poético y la actuación teatral hasta el silencio de la lectura en nuestros días.
Pero así como es un reto diseñar metodologías para estudiar la conciencia, la mente en divagación o el repertorio de formas del pensamiento, también lo es demostrar algo como eso: que la tradición literaria nos haya convencido de que mantenemos divagando internamente con voces y palabras, cuando no es así, así como tampoco es cierto que todos podamos fantasear, porque también se ha venido a descubrir hace poco que existen la aphantasia, la incapacidad para conjurar imágenes y la hiperphantasia, la experiencia ultra vívida de las imágenes mentales, ninguna de las cuales es considerada patológica por el Dr. Adam Zeman que las ha estudiado. Son apenas formas de la experiencia que hablan de la diversidad de interioridades, tan distintas y a veces tan intensas que vuelven porosas las fronteras entre lo real y lo alucinante. Pero entonces, ¿cómo es que todo esto no es…
Alucinación, visualización, tránsito?
Las alucinaciones son percepciones carentes de estímulos que las produzcan y surgen del “cerebro sensorial”, explica Leonardo Palacios, mientras que la imaginación es una experiencia de pensamiento que puede estar conectada a algún sentido, pero que surge de la voluntad o la divagación. Ahí tienen su estímulo. Así que las capacidades mentales como oírnos hablar, visualizar o escuchar internamente melodías, notas musicales, precisas incluso, habilidad que los músicos llaman el oído interno, pertenecen todas al reino de la imaginación, a la producción de pensamiento representado en fantasmagorías mentales que nos da la impresión de ver, oír o sentir. Reino desde el cual pueden existir caminos tan vívidos hacia las áreas que se encargan de nuestros sentidos en algunos cerebros e individuos que terminarían por volver lúcidas, casi alucinantes las divagaciones que la imaginación produce, como sugieren los estudios de Zeman.
A la luz de todos estos hallazgos, parece que en la experiencia del pensamiento –y no sólo en su contenido– hay una diversidad que merece la pena ser registrada: preguntarle a cada uno por la forma de esa vida interior para escuchar y atender a la mente del otro sin juzgar, sin entrar a explicar qué sucede ahí, escuchar con curiosidad, con apertura, con respeto, como al entrar a una casa. Un acto político, poético, cívico. Cada respuesta a esa pregunta sería un interrogante en sí mismo: la fuente documental y el ensayo sobre ella, el esfuerzo por tantear con las palabras la oscuridad muda o ruidosa del adentro.
Y quieres incluir esos audios cada par de párrafos, sin explicación, tal como llegan los pensamientos a la cabeza, para asomar en las líneas de un texto a unos cuantas mentes, no para saber qué oye cada uno sino cómo es estar ahí, cómo es ser nuestra propia compañía, un poco como lo han hecho los podcasts La depresión momposina o Informe de los bosques a partir de experiencias atravesadas por la enfermedad mental. Pero valdría preguntarse por qué no darle espacio a las voces sin que haga falta tener un diagnóstico, un episodio psicótico, la ansiedad exacerbada, la manía o el delirio para merecer nuestro tiempo.
Hace rato que no suenan ni el cuenco ni las campanillas. La sesión ya debe estar por terminar y mírate, sigues lejos, en otra cosa, sin concentrarte… Es impresionante cuánto te cuesta. Deberías intentarlo más. Hacerme saber conscientemente qué quieres que te diga o silenciarme como cuando estás regando las plantas o cocinando y sí le paras bolas a lo que tienes delante y que te exige usar tus manos y entonces logras volcar toda tu atención ahí y entonces te parece que el espacio se abre, las cosas existen realmente y puedes apreciar mejor la luz del día.
La práctica informal de la meditación de la que te habló hace días Constanza González, psicóloga con décadas de experiencia en meditación y mindfulness. Meditar no es poner la mente en blanco, te dijo, porque no se puede, sino tomar conciencia mientras eres distraído y traerte de vuelta a lo que estás haciendo, visualizando, sintiendo, una y otra vez. Constanza también te dijo que a la gente le cuesta meditar porque casi todos huimos de nuestra incomodidad. No sabemos relacionarnos con nuestro malestar, con las cosas que nos cuenta nuestra mente. Y tú quisieras que yo me callara con la misma intensidad con que yo quiero que tú me respondas, que calcules bien qué harías si todo saliera mal, para que estés preparado, porque vivo preocupada por ti y también para que hablemos un rato, sin otro propósito, porque aquí en tu cabeza a veces me siento bien sola. Es más, hay una pregunta que aún nos falta. ¿Cómo carajos terminé aquí?
En algún momento de tu infancia comenzaste a hablarte a ti mismo para hacerte compañía mientras jugabas solito con muñecos o con legos. Quisieras creer que ahí me creaste, como sugiere la propuesta de Lev Vigotsky que dice que la voz interior vendría del monólogo solitario, del discurso privado del niño, de la necesidad imaginativa o el ocio creativo de pensar armando relatos y escenarios posibles, hasta que la herramienta infantil se hace un rasgo de la interioridad. Pero lo cierto es que no sabemos de dónde venimos las voces del pensamiento. El mapa científico de la mente aún es un mundo en el que apenas estamos buscando unas primeras geografías para comenzar a trazar su forma y funcionamiento. Sólo tenemos teorías como esa, que te enternece y te gusta, porque te reconcilia con haber terminado viviendo conmigo adentro tuyo.
Entonces te parece que entiendes mejor esa metáfora que leíste de la mente como un carro conducido por la conciencia y arrastrado por unos caballos dispersos como dice en el Fedro platónico o el Bhagavad Gita. Te parece que eres capaz por un momento de ver por encima del afán de esos caballos, ignorar su respiración agitada, dejar de molestarte por el ruido de sus dispersos intereses para al fin ver el rumbo por encima de sus cabezas. Pero tal vez no entiendes nada y no importa porque escuchas la voz de la maestra que dice: Inhalo por la nariz y exhalo por la nariz… Inhalo desde el centro del cuerpo hasta la cabeza y exhalo desde la cabeza hasta el centro del cuerpo… Te vas, te fundes y cuando parece que al fin yo he dejado de hablar, recuerdas que aquí sigo donde siempre te espero y nunca te abandono.
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