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Crecer es otra forma de moverse

Crecer es otra forma de moverse

Ilustración

Una jungla paralela se levanta en medio del concreto, se abre camino a pesar de la dureza. Este recorrido por las calles aún desiertas de la ciudad pone en contacto a la autora con la viva naturaleza urbana de las plantas exteriores.

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«Nunca dije que sería un jardín de senderos bien delineados»,
Gioconda Belli, de su poema “Permanencia de los jardines” 

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l otro día salí a caminar por la ciudad y vi lo que muchos llaman “la nueva normalidad”, que implica a la gente con tapabocas, guantes, trajes enterizos y máscaras. Las entradas de los locales delimitadas con cintas amarillas, negras y rojas. La distancia social reglamentaria señalada por franjas o círculos en el piso te recuerdan tu lugar en el mundo. El nuevo orden de las cosas nos hace creer que todo debe estar restringido en su justa medida si queremos que la vida continúe.

Sin embargo, hay algo de esta nueva dinámica que no solo involucra a las personas: la vida de las plantas también avanza y lo que algunos nombran descuidos o ausencias, yo prefiero llamarlos respiros. Porque ver crecer las plantas de forma desmedida es eso: el reflejo de un respiro, un espacio que les permitimos habitar sin controlarles el espesor, el diámetro o la altura.

Durante el recorrido noté la belleza de las plantas de exterior, cualquiera podría pensar que necesitan menos cuidados que las de interior, porque parece que lo tienen todo: agua, mucha tierra, buena luz. Pero, ¿todo lo que necesitan está en el afuera, solo por permanecer a la intemperie? Es cierto que el jardín o el exterior es un espacio mucho más amplio que una matera, pero ¿qué pasa cuando hay tanto territorio sin delimitar?

Me encontré con crecimientos descomunales que me llevaron a pensar en la forma inicial del primer brote: miré todo lo que abarcaban y me resultó imposible imaginar dónde podría haber empezado. Los límites se pierden tanto que el plano pasa a una tercera dimensión, las plantas crecen y trepan para adueñarse de lugares inhóspitos: se abren paso entre los muros que dividen, suben y conectan los troncos de los árboles, disfrazan las ruinas de una casa. Trepar no es otra cosa que expandirse y expandirse no es otra cosa que multiplicarse.

Antes de cruzar la avenida, toqué una hoja de malvón. La apreté suavemente, la luz cambió a verde, seguí caminando mientras sentía la textura y el olor que había dejado entre mis dedos. El crecimiento furioso de las plantas me convoca, ¿qué marca el ritmo de mi expansión?

*

En la casa de mi abuela Yenny están los primeros recuerdos que tengo de haber habitado un jardín. La casa tiene un patio enorme, que se extiende a lo largo: es un patio con árboles de fruta, un par de gatos y perros que van y vienen, suelo de tierra fértil, ladrillos y piedras en los rincones. El recorrido termina en el taller de mi abuelo, un galpón abierto donde él soldaba todo el día.

Mi abuelo era herrero y me pasaba horas mirándolo trabajar, sentada en la hamaca que él había hecho para mí: una de vaivén, de las que tienen dos asientos, que me permitía ubicar una muñeca enfrente mientras esperaba que mi hermana tuviera la suficiente edad y fuerza como para mantenerse sentada sola en una silla. Me impulsaba de un lado hacia el otro mientras levantaba la vista al sol, las hojas altas me protegían de los rayos directos que elevaban la temperatura hasta los 40 grados a la hora de la siesta. El jardín estaba hecho de lo que crecía sin reparo a los costados del taller y de las materas con plantas de flores. Nunca me gustaron las plantas de flores, siempre las sentí más débiles que las de hoja, pero hubo un día que las empecé a respetar. Fue cuando mi tía me explicó que las hojas más grandes del jardín, las que marcaban mi pequeño refugio, provenían de la “flor de pájaro”.

La flor de pájaro o ave del paraíso es una planta procedente de Sudáfrica, que suele utilizarse para adornar las chozas de los jefes de las tribus. Como es una planta de clima caliente, supo adaptarse muy bien al norte argentino; pero necesita mucha agua, sobre todo en verano. Puede llegar a medir hasta ocho metros de altura, tiene una presencia imponente y se llama así porque las flores se abren como pájaros en vuelo: sus alas se baten entre azules y anaranjados, el movimiento lo da la ubicación de los pétalos, que se despliegan como un abanico bajo el sol.

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Esas son las flores que admiro, las que migran continentes enteros y habitan un suelo extranjero como si fuera el suyo, las que saben adaptarse al nuevo entorno y se apropian del paisaje. Ese día supe que la flor de pájaro no es una flor como las que se marchitan enseguida por exponerlas mucho tiempo al sol, o por recibir un poco más o un poco menos del agua que necesitan; es una flor del paraíso, una planta que supo llegar al otro lado del mundo y que, además de existir y ser hermosa, supo dar refugio a los que nos cobijamos debajo de sus hojas.

Las plantas migran, igual que los animales. El éxito de una migración depende de la capacidad de movimiento de la especie, de la capacidad para germinar y de su habilidad para adaptarse al nuevo territorio. Las migraciones pueden ser estacionales o perpetuas, pueden durar tan solo una temporada o ser de las que se prolongan tanto como lo que les quede de vida. Los seres humanos migramos. Llevo casi dos años en Colombia y, al recordar este primer encuentro con la flor de pájaro, no puedo dejar de preguntarme si esta pausa en el recorrido tiene que ver con definir mi movimiento migratorio. Aún no puedo distinguir su naturaleza: no sé si es de vaivén, estacional, como el ir y venir de mi hamaca, o si es perpetuo, como la flor de pájaro, que salió de Sudáfrica y aún sigue plantada en el patio de mi abuela.

*

Hay 19 plantas en la casa que habito hoy. Me gusta que haya algo verde en cada rincón. Las observo todos los días y voy atendiendo a sus reclamos silenciosos: cambiarlas de lugar cuando necesitan más o menos sol, tocarles el cimiento y tantear la humedad de la tierra, reparar en lo que se marchita y en lo que se desprende y, muy de vez en cuando, en lo que necesito podar. Por nombrar algunas: hay un cactus, dos potus, una lavanda, un helecho colgante, una menta y un par de “lazos de amor” o “mala madre”, como le dicen acá. No entiendo por qué en Colombia le dicen mala madre al lazo de amor. Sí, tiene que ver con el desprendimiento de los retoños; pero a lo que voy es que no hay nada más amoroso que soltar un hijo, dejarlo ser. Los lazos de amor crecen hasta desprenderse de sus rebrotes, para que estos den un paso más allá de ellas y pasen a ocupar su propio sitio en la tierra.  La expansión de las plantas es supervivencia, es adaptación. ¿Quién puede culparlas por intentarlo?

Pero además de las migrantes, existen las plantas “invasoras”: son aquellas que llegan a un hábitat distinto al suyo y se adaptan tan rápido que no tardan en apropiárselo. Aprovechan la ausencia para cubrir el terreno deshabitado, dominan el suelo e inhiben la germinación de otras semillas. ¿Hay plantas invasoras en Colombia? Sí, el Instituto Humboldt notificó en 2017 que existe un registro de 597 plantas introducidas o trasplantadas, de las cuales se detectaron 35 variedades potencialmente invasoras, entre ellas la thunbergia alagata o bien llamada “ojo de poeta”. El ojo de poeta es una especie de planta trepadora, proveniente de África. Sus flores son de un anaranjado intenso que se quiebra por la presencia de un punto negro en el centro. Si no se controla, puede llegar a expandirse como una nube de flores pequeñas.

Noté mucho su presencia durante mi caminata por el barrio, esos miles de ojos despiertos me llamaban. Al acercarme y mirar el centro de sus flores, la intensidad del negro me habló como si fuera en serio, como lo haría un verdadero poeta. Las miré durante un buen rato mientras pensaba en este texto y en el acto de migrar. Sentí como ese centro lleno de oscuridad me atrapaba, me absorbía igual a un agujero negro, y me llevaba a un pequeño rincón de la memoria. Gioconda Belli, poeta nicaragüense, dijo en su poema “Huellas”: «Por eso aquí, esta tarde/ así quiero quedarme/ viendo desde lo alto mi rebaño de volcanes azules/ dejando que el paisaje se me crezca por dentro/ que el lago se me instale en los pulmones/ que las nubes se expandan en mi sangre/ que me nazcan volcanes en los ojos».

Su ojo de poeta me habló a través de la naturaleza. Nombró el agua instalada en los pulmones y sentí el mar del pueblo que dejé hace 15 años, vi crecer el paisaje por dentro. ¿De eso se trata, cierto? De atender los reclamos silenciosos que vuelven y vuelven como los recuerdos en la memoria. El poema termina diciendo: “que esta visión de mito y epopeya/ alimente los ríos interiores/ con los que me sostendré/ cuando abra la distancia su profunda frontera”. Mala madre no es la que suelta, mala madre es la que olvida. Enlazar el amor por la tierra desde la memoria, sosteniendo la vida, aun cuando la distancia abra su profunda frontera. ¿Quién puede culparnos por intentarlo?

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*

Las plantas se alimentan de luz: convierten lo inorgánico en materia orgánica a través de la fotosíntesis, aprovechando la energía del sol. Ellas son las únicas que pueden elaborar su propio alimento a través de este proceso, son las únicas que pueden convertir la luz en vida: “Antiguo oficio humano/ este de querer atrapar la luz”, dijo Gioconda Belli en su poema Luciérnagas. Nosotros lo intentamos y lo intentamos, pero ¿qué se necesita para atrapar la luz?

Para llevar a cabo la fotosíntesis, las plantas requieren de clorofila: un pigmento sensible a la luz solar, el mismo que las hace verdes. Pero he aquí el detalle importante: la fotosíntesis, como proceso químico, ocurre durante dos etapas, la clara y la oscura. Cuando supe esto, inmediatamente pensé en el día y la noche, pero no. La primera etapa es cuando la clorofila entra en contacto con el sol, generando una conexión parecida a una reacción eléctrica; mientras que en la etapa oscura la planta aprovecha las moléculas generadas durante la primera etapa y sintetiza las sustancias orgánicas.

Lo que más me llamó la atención es que el proceso no se marca por las horas del día, es decir, no es necesario que llegue la oscuridad para que el ciclo se complete. En el poema Retrato de una ciudad, Gioconda Belli habla de la manera terca en que sus ojos se empecinan en rastrear constantemente la luz: “Una obsesión de buscar el atajo/ por donde pueda filtrarse un asomo de claridad”, dice. Pienso que, tal vez, ahí esté la clave: la luz y la oscuridad no dependen de las condiciones externas, la lógica dicotómica se rige por los tiempos internos porque la oscuridad es parte del ciclo del organismo. Ese atajo del que Gioconda habla, ese querer ir otra vez a la etapa inicial de claridad, es nuestro propio instinto de querer pasar rápido a otra cosa.

Las plantas nos muestran el movimiento de la vida profundamente enlazado con el movimiento interno de crecimiento: nos dicen que no se trata de buscar la luz, sino de esperar el momento preciso en que la luz se presenta. Saber esperar es aprender a respetar esos tiempos de luz y oscuridad.

*

Cae el sol, se hace de noche. Entre más recorro las calles, más percibo el aroma de las plantas de exterior que salen a mi encuentro desligándose de los jardines. Es como si esta oscuridad les permitiera crecer desmedidas, a sus anchas. Paso cerca y dejo que las ramas raspen las mangas de mi chaqueta, ¿qué les marca el ritmo de la expansión? ¿qué define la lentitud o la rapidez del crecimiento? Algunas plantas albergan telarañas, otras resguardan aves o insectos voladores. Ser hogar para otros, anidarlos dentro, ¿las hará más resistentes a las plagas? Escucho el canto de un pájaro y susurro algo, como si quisiera que me escuchara, pero ¿qué podría decirle a un pájaro que ya se fue? O mejor, ¿qué podría decirle a las plantas que siguen acá?

A ustedes les digo que, si migrar es movimiento, migrantes somos todos. Que cada día que pasa migramos de pensamiento y que crecer es otra forma de expandirse. Migrantes somos todos los que dejamos de ser brote, los que escapamos de la matera. Que sí, hay que seguir trepando. Que hay muchas cosas que necesitamos del afuera, pero que mucho también pasa por dentro. Fueron ustedes las que me enseñaron que ver tanta tierra desolada extendiéndose frente a mí no era más que una posibilidad de avanzar hacia adelante, de multiplicarme. Que voy aprendiendo de a poco a soltar mientras intento ser refugio. Migrantes somos todos, aunque nuestro movimiento sea estacional o perpetuo, porque todo movimiento enraíza y hace eco en la memoria. Que ya me cansé de buscar el atajo, que no evado la oscuridad.

 La supervivencia de las plantas es la reivindicación de la potencia vital: en su búsqueda sutil y discreta rastrean incansables la luz de cada día. Son perseverantes. En su movimiento hay una nobleza superior y creo que tiene que ver con captar la dignidad del propósito de habitar, los que buscamos otra cosa no entendimos nada.

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Lucía Vargas Caparroz

Nació el 1 de diciembre de 1987 en Buenos Aires, pero creció en Caleta Olivia, un pueblo de la Patagonia. Es Licenciada en Letras, ha publicado dos libros: Todo el tiempo nuevo (Tyrannus Melancholicus Taller, 2016) y Por ser del Sur (Pensamientos Imperfectos Editorial, 2019). Actualmente vive en Bogotá, trabaja en La Diligencia Libros y colabora en medios como Revista Bacánika y Revista El Malpensante.

Instagram: @lu__va

Nació el 1 de diciembre de 1987 en Buenos Aires, pero creció en Caleta Olivia, un pueblo de la Patagonia. Es Licenciada en Letras, ha publicado dos libros: Todo el tiempo nuevo (Tyrannus Melancholicus Taller, 2016) y Por ser del Sur (Pensamientos Imperfectos Editorial, 2019). Actualmente vive en Bogotá, trabaja en La Diligencia Libros y colabora en medios como Revista Bacánika y Revista El Malpensante.

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