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La literatura como droga saludable

La literatura como droga saludable

Ilustración

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Después de retirarse del consumo de sustancias, el autor encontró en la literatura la mejor manera de volar, de salir de sí mismo. Este es un elogio a la ficción como droga que enriquece y un intento de responder a la pregunta: ¿qué le hace el vicio de las letras a nuestra vida?

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Siempre he querido escapar de la realidad. Lo que llaman realidad me ha asfixiado, en esta soy un pez naranja y gordo con los ojos salidos, fuera del agua. La rutina, las obligaciones, los contratos, las cuentas por pagar, las Normas APA, son como un martillo sobre mi cabeza; y arriba un juez feo e implacable. Mientras mi hermano mellizo jugaba futbol, competía con sus amiguitos, peleaba y reía con ellos, yo me quedaba en la habitación, solo y ojalá nadie me molestara, jugando con muñecos articulados; haciendo historias fantásticas con estos, mezcla de telenovelas e historias de Gnomos. He-Man, los G.I.Joes, los Thundercats, eran los héroes animados de la época, los ponía a hacer de todo, lo que más el amor; no me gustaban las leyes del mundo e inventaba las mías.

En mi casa la biblioteca no era muy amplia. Mis padres son profesionales, pero no les interesaba mucho la literatura, sí los noticieros, la actualidad; y en los ochenta y noventa la televisión por cable estaba en auge. Me compraban algunos libros, Robin Hood, Tom Sawyer, me gustaba recorrer esos mundos; me identificaba con el Pequeño Juan, torpe y noble. El Nintendo le ganaba a la lectura, pero intuía, me daba cuenta de que había allí algo poderoso: podía viajar sin moverme, aprendía nuevas palabras, me salía de mí mismo. Estaba en la habitación, pero también en el bosque de Sherwood y en el río Misisipi. Admiraba a mi padre, pero más a Robin Hood

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A los 14 años conocí el alcohol y como Charles Bukowski sentí paz en mi alma. Por fin era parte del mundo, socializaba bien, le perdí el miedo a las mujeres. A los 16 empecé a leer con juicio, me gustó mucho La Metamorfosis de Kafka, me conmovió la cucaracha existencialista; yo me arrastraba como una cuando me pasaba de copas, y más bien deliraba. Quedé maravillado con Ficciones de Jorge Luis Borges, no entendí nada, pero disfruté la combinación de ideas y palabras, me di cuenta de que la literatura es filosofía y también música. Pero la botella de alcohol brillaba más, mis prioridades eran la cerveza, los amigos, las carreras de autos veloces –Mazda 323, manejaba mi hermano, no yo–. Los libros estaban cerrados, pero me esperaban pacientes. Un fuego duradero, eterno, más que el incendio hormonal adolescente, que las ganas de fiesta.

En el primer semestre de la universidad conocí la marihuana, el placer de la lectura se potenció, las palabras eran como golpes y caricias, cada frase me llegaba al corazón. Leí trabado “El Apocalipsis” y en comparación el Nintendo era como un ábaco. Me interesé por los escritores y las drogas, supe que el vino, el opio y el hachís eran parte de la dieta de Charles Baudelaire y Edgar Allan Poe. Que los escritores gringos eran potencia mundial en consumo de alcohol. Ligué una cosa a la otra, de manera ingenua, y las drogas que probé y me engancharon más bien hicieron estragos en mí. No me convertí en Poe sino en la bella durmiente. 

En mis peores épocas de consumo de estupefacientes los libros estaban en segundo y tercer plano, incluso vendí algunos para comprar polvitos. Los pagaban muy mal. El Ulises de Joyce, regalo de mi padre, lo vendí al 10% de su precio; la magia de lo que compré se esfumó muy rápido. El Ulises es eterno, hoy me espera en casa, edición de lujo, para que al fin lo lea. Los libros de Borges permanecían en el piso de mi sucio hogar, pateados por maleantes, por dionisiacos desmuelados. Usaba Diálogos de Platón, el mamotreto, para hacer líneas de cocaína. Por mi casa deambulaban hombres semidesnudos y barbados, parloteaban, pero no eran precisamente Sócrates y Gorgias. Cuando la situación fue insostenible decidí ir a rehabilitación, allí me dijeron que era “adicto”, que tenía una enfermedad. En cama, solo y deprimido, aunque empastillado, leí de manera compulsiva; los libros, sus viajes, fueron mi mejor compañía. Me enamoré de nuevo. 

Los psiquiatras definen la adicción como una enfermedad biopsicosocial. El doctor Julio Cesar Redondo, psiquiatra de Colsanitas, me dice que hace años, incluso siglos, se veía a la adicción como un problema de carácter. Ya en el siglo XX, después de la segunda guerra mundial, la de Vietnam y la epidemia del Sida, la ciencia estudió el tema con mayor profundidad y se concluyó que la adicción es una enfermedad multifactorial. Incide la biología, la psicología y el entorno social del individuo. “Los tratamientos de la enfermedad no deben ser solo biológicos, con psiquiatría, sino que requieren el concurso interdisciplinar de muchas especialidades. Y abordajes variados, amplios y flexibles para hacerle frente a este padecimiento complejo”. En mi caso tuve ese abordaje complejo que cambió mi vida; y mi barco, en el mar difícil de la realidad, es la literatura. 

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En mi adolescencia no había tantos entretenimientos como ahora, no había Netflix ni YouTube; el internet estaba en pañales, había que rezar para la conexión durara. Le pregunto al doctor si se consumían más drogas en los 90 o ahora, con tantos estímulos tecnológicos. “En general el número de adictos ha venido en aumento desde el año 1990, un aumento leve, pero la tendencia es creciente. Se pasa de alrededor de 180 millones de consumidores en los años 90, a más o menos 275 millones en el 2016 en el mundo. Y los adictos, con una patología claramente establecida, también han aumentado. El tema realmente es un problema de salud pública en la mayoría de los países”. En Colombia, por ejemplo, según el DANE, se lee un promedio de 1.7 libros al año. De literatura, aún menos. Algunos adictos no saben de lo que se pierden.

Pero, ¿qué pasa en el cerebro cuando leemos? Encontré algo de esto en un artículo de la Revista CienciaUANL
“Leer es vivir nuevas experiencias. Esta no solo es una frase para incentivar la lectura, ya que algunos experimentos han mostrado que se puede entender de forma literal. Por ejemplo, la lectura de palabras referentes a aromas activa regiones de la corteza olfativa y palabras referentes a sabores activan regiones relacionadas con el gusto, de la misma forma que lo hacen cuando olemos o comemos. El mismo efecto se observa ante la lectura de verbos que activan la corteza motora en las regiones que controlan la acción, por ejemplo, la palabra ‘escribir’ activa la región que controla la mano mientras que la palabra ‘patear’ la zona que controla los pies. Esta activación se observa incluso cuando las palabras se usan con un sentido metafórico. Por ejemplo, la frase ‘tuve un día pesado’ activa zonas de la corteza cerebral relacionadas con la percepción de objetos, como el peso de estos, mientras que la frase ‘tuve un día cansado’ no estimula las mismas regiones a pesar de que el mensaje que se transmite es el mismo”.

El alcohol y otras sustancias psicoactivas afectan la mente y el cuerpo, usarlas en exceso es perjudicial para la salud. Lo viví en carne propia y ahora que permanezco sobrio, hace un buen tiempo (con pequeños y blandos deslices, contados), mi sufrida humanidad me cobra el abuso: me duele la espalda, la memoria inmediata a veces falla, mis emociones son un poco montaña rusa: gordo en caída y en loco ascenso. La literatura en cambio fortalece las neuronas, es salud preventiva, medicina poderosa. “En la infancia, las historias ayudan a madurar la corteza cerebral, mientras que, en nuestra vida adulta, el hábito de la lectura aumenta nuestra capacidad cognitiva y previene el desarrollo de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer”. Dice en el artículo de la Revista CienciaUANL. Con la literatura ganamos en todos los frentes sin necesidad de ir a una guerra. 

He probado casi todas las drogas, todo lo que saca de la realidad; que no es la realidad, claro, es más bien una realidad creada por la tradición y la ideología, pero eso es otro tema. Gocé y padecí las sustancias; por mi pasión para vivir, mi tendencia al radicalismo, sobre todo lo segundo. Hoy, que las drogas dejaron de interesarme, encontré el mejor escape en la literatura, en la ficción, en la imaginación poderosa. Leer Las mil y una noches, las historias de mujeres encerradas por gigantes, que se liberan con astucia femenina, de genios en lámparas, de alfombras voladoras, de animales mágicos, me parece mejor que los LSD que consumí. Leer y releer a Borges es mejor que el opio y la marihuana; con la hierba me sentí inteligente, los cuentos de Borges me hicieron más inteligente. El ritmo jazzístico de Cortázar embala más que la cocaína. Los Diálogos de Platón, leídos como ficción, son mejores que las conversaciones de borrachos sin madre. Así que seguiré escapando de la realidad, pero a través de los libros, eso espero y deseo.

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