Yoli
¿Cómo era acceder al porno cuando no existía internet y ver mujeres sin ropa resultaba una verdadera hazaña? Esta historia da algunas pistas sobre el asunto.
—¡Ya llegaron estos malparidos! —decía Yoli cuando nos veía pasar la puerta, sentada detrás de una pequeña barra de vidrio y rodeada de cientos de cajas de películas. El lugar era el garaje de una casa de dos pisos que había sido adaptado como tienda de alquiler—. ¡Escojan pues rápido, hijueputas, que no tengo todo el día!
“El viñedo” estaba a una cuadra de mi casa, en el barrio Palermo de Manizales. El recuerdo se ha hecho borroso con el paso de los años, pero todavía puedo ver la figura pequeña y menuda de Yoli, el pelo corto al estilo de un muchacho y la voz estridente con que nos recibía. Su videotienda era la única manera que teníamos de ver películas, que alquilábamos en Betamax —ni siquiera había llegado el VHS— y veíamos en la casa de algún amigo. Por esa época, finales de los ochenta, había salido Devuélveme a mi chica, la cinta de los Hombres G basada en la canción que representó, para mí y para muchos, la banda sonora de nuestra infancia.
No era difícil sacarle la piedra a Yoli, y por eso nos encantaba hacerlo. Cuando acababa cansándose de nosotros —lo que sucedía a los pocos minutos de entrar—, sacaba un machete que tenía escondido detrás del mueble y nos perseguía por toda la cuadra para pegarnos un “planazo”. Había, sin embargo, un rincón de la tienda que solíamos mirar con culpa y deseo juvenil: un par de filas que estaban arriba, en lo más alto, atiborradas de películas pornográficas. Yoli se hacía la de la vista gorda cuando le pasábamos una de esas cajas escondidas entre dos o tres películas más que no teníamos ninguna intención de ver, y nos daba los casetes solo para que nos fuéramos rápido.
Por entonces acceder a la pornografía no era tan fácil como hacer un clic. Y por eso, tal vez, conservaba un poco de mística: el peligro de que a uno lo descubrieran estaba siempre latente; de que el dependiente de turno —en el puestito de revistas que quedaba diagonal a la entrada del Club Manizales, por ejemplo— nos preguntara la edad solo para jodernos el rato, o de que la mamá de alguno encontrara los recortes de revistas que escondíamos con esmero.
Uno de esos días salimos con una película porno bajo el brazo a la casa de un amigo. Habíamos llegado del colegio y nos fuimos disparados a donde Yoli, quien luego de hacerse otra vez la que no había visto nada, nos alquiló dos o tres cintas con la advertencia de que las trajéramos mañana, malparidos. Llegamos a ponerla en el Betamax que tenían en un cuartico de televisión y empezamos a verla maravillados, cuando de pronto el aparato empezó a hacer un sonido extraño, una especie de crujido doloroso que hizo detener la imagen. Apenas lo miramos nos dimos cuenta de que la cinta se había enredado y el Betamax la escupía como una bestia furiosa. En menos de un minuto el piso estaba lleno de cinta café y la película, atascada, se negaba a salir.
Quisiera saber qué sucedió después, pero la verdad es que los recuerdos son caprichosos y las imágenes llegan hasta ahí. Recuerdo un poco más, es cierto: que tratamos de sacarla con un cuchillo de cocina mientras nos reíamos nerviosos y que el viejo Betamax quedó inservible, pero no logro saber qué nos dijo Yoli por la película. No creo que haya sido nada grave, en cualquier caso, porque durante un buen tiempo seguimos alquilando en su local. Y luego Yoli desapareció de nuestras vidas. Yo seguí visitándola algunas veces cuando, ya en la universidad, iba de vacaciones a Manizales y alquilaba películas para llenar el vacío de las tardes, pero ya había perdido la chispa de antaño, o quizás simplemente me hice adulto. Por entonces Yoli era solo una señora amable.
No sé si ahora quede alguna tienda para alquilar películas en Manizales, pero no lo creo. Al menos “El viñedo” murió hace años y hoy solo nos queda el recuerdo de Yoli persiguiéndonos por la cuadra, machete en mano, y esas películas de mujeres exuberantes que metíamos de contrabando en medio de las comedias de turno. Pero eran otras épocas, decía: esas cuando buscar porno tenía algún sentido.
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