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Mi primera chaqueta

Mi primera chaqueta

Fotografía

El Hueco de Medellín es la zona con mayor concentración de comercio de toda la ciudad. Un lugar donde se consigue casi cualquier cosa que esté buscando para comprar y un montón de cosas que no estaba buscando. Este recorrido tras los pasos de una chaqueta innecesaria es también un poema involuntario al Hueco.

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E

n la carrera Junín del centro de Medellín, ya casi llegando a la esquina de La Playa, había un niño de unos cinco años sentado en un banco junto a una señora rubia que parecía ser su madre. Él llevaba una camisa negra tipo polo, unos jeans pequeños y tenis blancos que en un costado dejaban ver el logo negro de Nike. Su cabello rubio estaba tieso y peinado hacia el centro con una cresta que seguro le había hecho alguno de sus padres. La señora junto a él sostenía un helado McFlurry a medio comer con su mano izquierda, mientras usaba la derecha para limpiar las mejillas del niño con una McServilleta. Las ropas de la mujer hacían juego con las del menor: una blusa de tiritas negra, jeans y tenis blancos. Unos segundos después apareció un hombre joven vistiendo una camiseta gris tipo polo, jeans y zapatos blancos. También tenía un McFlurry y el cabello corto engominado hacia atrás. El hombre se sentó a la izquierda de la mujer completando la imagen de una pareja con su hijo comiendo helado en el centro de Medellín.

Quizás esta pareja quiso hacer una pausa después de comprar ropa, lo cual se daba a entender por las bolsas de papel con logotipos de almacenes que cargaba el hombre. A lo mejor ya habrían encontrado lo que buscaban y pronto regresarían a su casa después de acabar el helado. A lo mejor consiguieron su ropa en promoción, aprovechando las rebajas post-decembrinas. A lo mejor llegaron temprano para hacer sus compras y a lo mejor vienen del Hueco, el lugar a donde yo me dirijo.


Son las dos de la tarde de un sábado de febrero y en Medellín hace mucho calor. Más del que estamos acostumbrados normalmente los medellinenses. Puedo imaginar a la gente sudando, caminando por las calles del Hueco. En mi mente veo los pregoneros invitando personas a entrar a sus almacenes, repartiendo volantes coloridos que describen descuentos y promociones. Veo la incesante seguidilla de vendedores, cada uno detrás de una vitrina exhibiendo su mercancía, diciendo “a la orden” cada vez que hacen contacto visual con un transeúnte. Imagino lo que serán las próximas horas de mi vida, tratando de fundirme entre la marea de personas de un sábado por la tarde en El Hueco. Lo imagino mientras observo a esta pareja sentada con su hijo comiendo un helado, descansando, riendo y cuidando que el niño no se ensucie demasiado. Que no manche su ropa.

Cuando voy a seguir mi camino el niño da un brinco para bajarse de la banca y ponerse de pie. Mira a su madre, quien lo observa en silencio con una sonrisa en los labios pintados. Él se levanta erguido y separa las piernas a un ancho un poco mayor que sus hombros, mira hacia abajo, abre la boca y de él comienza a brotar un chorro potente de helado y jugos gástricos color anaranjado. Durante diez segundos, más o menos, el niño expulsa de un solo gesto todo lo que tiene dentro. Lo bota todo sobre sus jeans y sus tenis blancos.

II

La experiencia de caminar por El Hueco es la de distraerse cada tanto tras los pasos de algo que uno no está buscando. Fue así como me enseñó mi madre a recorrer estas calles cuando era niño y ella me hacía acompañarla a comprar ropa, o telas o cualquier otra cosa. Mi madre me enseñó a regatear y a buscar entre todos los recovecos el mejor precio para cualquier cosa. A ella le enseñó mi abuela cuando se vino de su pueblo para Medellín y salía al centro a mirar los diseños de moda en las boutiques, para luego imitarlos en los vestidos que hacía y comprar las mismas telas. Así lo han hecho generaciones de personas desde que han habido cosas para comprar y niños para obligar a servir de acompañantes.

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La idea de este artículo surgió mientras trabajaba como practicante de periodismo en Bogotá. Siendo de Medellín, me fui a vivir a esa ciudad durante seis meses mientras hacía mis prácticas y, por algún motivo, me resistía a usar chaquetas y sacos, a pesar de que había días en que hacía frío y todos mis compañeros de trabajo andaban arropados.

—Oye, ¿por qué no dejas de aguantar frío y haces un artículo que se llame Mi primera chaqueta?

Así me dijo mi editor hace unos meses y en ese momento yo lo entendí como una broma. No obstante esa broma recurrente se convirtió en una intención real de usar el pretexto de una chaqueta para explorar El Hueco de Medellín, la zona con más concentración y actividad comercial de toda la ciudad. Es por eso que este recorrido se llama Mi primera chaqueta, solo que, en realidad, yo ya tengo una chaqueta. Y que comprar una chaqueta en Medellín con el clima que está haciendo en este momento sería el equivalente de comprar un suéter cuello de tortuga en Barrancabermeja. Por lo que la intención de llamar a este artículo Mi primera chaqueta puede ser la misma de Eugene Ionesco al llamar a su primera obra de teatro La cantante calva, en donde no había ninguna cantante o ninguna persona calva. O lo que sea. No se trata de eso, ni de nada, sino de todo lo demás.

Son pasadas las dos de la tarde y estoy sobre la carrera Bolívar cerca al Parque Berrío. A partir de allí comienza lo que se conoce como El Hueco, un sector que se extiende entre las calles San Juan con Colombia y Bolívar con la avenida de Ferrocarril. De acuerdo a los datos de un artículo que me encontré en Universo Centro, en el Hueco hay más de setenta centros comerciales y al menos unos cinco mil locales donde se puede conseguir la más variada mercancía. Los almacenes de ropa y las bodegas ocupan el primer puesto entre todo lo que se vende en el sector, sin embargo, las personas también vienen a conseguir telas, electrodomésticos, artículos electrónicos, confitería y mecato, muebles, elementos de aseo, productos de higiene personal, juguetes, comida (los almorzaderos en el hueco son todo un universo aparte)  artículos decorativos para el hogar, útiles escolares y casi cualquier otra cosa.

—Esta le trae treinta juegos sin repetir: el Super Mario, el Super Mario 3, el Contra, el Megaman. Usted sabe, los clásicos. Le vale veinte mil.

Eso me dice el vendedor mientras me enseña la XGame One, una copia de la XBox One en versión de bajo presupuesto. Su local es una mesa atiborrada de controles de televisor, antenas de parabólica y cajas de consolas piratas puestas una encima de otra. En medio de todo eso hay un televisor pequeño de los antiguos en el que se ve a Mario esperando órdenes para comenzar a moverse en su mundo.

—¿Todo esto es traído de China o de dónde?

—Claro, todo eso es chino. Usted sabe que acá no sembramos sino papa y yuca.

Por treinta mil pesos le venden la XGame One Pro, que trae dos controles y cuarenta juegos sin repetir. Y por sesenta mil pesos la Game Station 4, una copia de la Play Station 4 de Sony que incluye más de doscientos juegos sin repetir. Para todos los que han querido jugar al Super Mario con un control parecido al de la Play Station.

—Muchas gracias, voy a seguir mirando y de pronto vuelvo más tarde.

Decir “yo vuelvo más tarde” o “voy a seguir mirando” es una forma amable de decir que no vas a comprar lo que te están ofreciendo.

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A partir de ahí me adentro en el entramado de calles, callejones y pasajes que conforman El Hueco. Una persona con experiencia sabe qué rutas conducen a cuáles almacenes y cuáles son pasadizos ciegos que no salen a ningún sitio. Yo, en cambio, me muevo sin tener un destino fijo en mente. Mi idea es dejarme arrastrar por la primera persona que me ofrezca guiarme hacia alguna bodega y comprar unos jeans.

—A la orden, bodega de yines y zapatos.

Bueno, no por la primera.

A la orden, mi amor, qué buscaba.

—A la orden, mi amor, qué buscaba.

—Venga le enseño, bodegas de yines.

Alguna vez mi madre trabajó como pregonera para un almacén de ropa en El Hueco y me contó que la instrucción que les daban era la de, literalmente, jalar a las personas hacia el local. No con brusquedad, obviamente, pero sí conducirlas para que entraran a ver los productos. La mayoría de personas que trabajan como pregoneros no son tan insistentes con sus intenciones de atraer gente, sin embargo, sí hay zonas donde uno se puede sentir agobiado por la persistencia de los vendedores.

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Me dirijo hacia el centro comercial Palacio Nacional, que hace menos de treinta años era conocido solo como el Palacio Nacional, un edificio de fachada gris con relieves que combina elementos coloniales y renacentistas. Se creó con la intención de albergar oficinas públicas, fue declarado Patrimonio Histórico de la nación y desde 1993 es un centro comercial. Hoy se puede considerar el corazón del Hueco.

—A la orden, caballero, lleve la ropa de mejor calidad, bodegas de zapatos y yines, camisetas, ¿qué buscaba?

Yines.

—Bien pueda venga, le enseño por aquí.

Un tipo joven con una camisa roja de algún almacén comenzó a caminar en dirección a la carrera Carabobo. Me sacaba de mi rumbo original, pero igual decidí seguirlo. Me guió entre el tumulto mirando hacia atrás de vez en cuando para asegurarse de que lo estuviera siguiendo. Llegamos a una entrada con unas escaleras que daban a un segundo piso lleno de locales. Reconocí el lugar como uno en el que hace años hubo un incendio. Recordé el humo negro saliendo de las ventanas de los pisos más altos, donde probablemente estaban las bodegas. Los vendedores bajando las escaleras con bultos y bultos de pantalones y camisetas para que no se perdieran en el fuego. A los pocos minutos llegaron los bomberos y controlaron la situación. Por fortuna, no fue grave.

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III 

Subí por las escaleras que estaban cubiertas de un empapelado fucsia con letras grandes amarillas en el que se leían promociones. Arriba el ambiente se tornaba azul oscuro por las montañas de pantalones puestos uno sobre otro en las vitrinas, las estanterías, los mostradores, colgados por encima de las cabezas de los vendedores y en los maniquíes sin rostro y de piel gastada.

—Bien pueda, caballero.

—¿A cómo los yines?

—Ya le enseño.

Una mujer de blusa amarilla, pantalones claros y zapatos Crocs se dirigió a una estantería, seleccionó seis modelos distintos de pantalones y los puso sobre la vitrina.

—Tengo estos desde sesenta mil, estos a sesenta y cinco, y estos con roticos a setenta. O ya más baratos desde treinta y treinta y cinco mil.

Fingí interés, aunque en realidad, no me gustaba ninguno.

—¿A cómo estos?

—Esos son de sesenta.

Los cogí para mirarlos por ambos lados y los descargué de nuevo sobre el mostrador.

—Voy a dar una vuelta y más tarde regreso.

Otra tienda.

—¿A cómo los pantalones?

—Tengo de todos los estilitos desde cuarenta mil pesitos. ¿Qué buscaba? Los tengo con roticos, sin roticos, desgastaditos, con la botica entubada, más sueltecitos, así más clasiquitos, de varios colorcitos, ¿cómo los buscaba, mi amor?

Salí de allí sin mirar nada.

 

 

Otra tienda.

—¿A cómo los pantalones?

—Bien pueda le muestro sin ningún compromiso. Los tengo de setenta en adelante. Se los puede medir si le gustan, ahí hay un probador.

Señaló una cortina colgada sobre un tubo metálico circular al interior del local.

—¿A cómo son esos que están colgados atrás?

—Esos le quedan a 115.

—¿Y cuánto es lo mínimo que los deja? (Otra expresión para el vocabulario del Hueco)

—Esos se los puedo dejar a cien pa que se los lleve ya.

—¿No les hace más rebaja?

—No, qué pena, eso es lo mínimo.

—Muchas gracias, voy a seguir mirando.

No era mi objetivo, pero estaba determinado a conseguir unos buenos pantalones por menos de cien mil.

Otra tienda.

—¿Qué busca, papi?— El vendedor puso su mano sobre mi hombro.

—Pantalones talla treinta—, le dije y me corrí hacia atrás para que me soltara.

—Bien pueda por aquí, papi, le muestro los modelitos. —E intentó de nuevo poner su mano en mi hombro.

—Qué pena, por favor no me diga “papi”.

—Disculpe, mi rey.

Otra, tienda.

—¿A cómo esa chaqueta que está atrás?

—Esa le vale 155. Con descuento le queda a 140. La telita es de jean desgastado y tiene un estampado por detrás. ¿Se la enseño?

Qué va, al final me veía yo comprando una chaqueta en medio del verano en Medellín.

—¿Cuánto es lo mínimo que la deja?

—140 es lo mínimo, señor. Ya eso es precio de fábrica.

—¿No le hace más rebaja?

—No, señor.

Me la probé y parecía ser de mi talla. Me gustaba el desgastado y el estampado de atrás tenía un diseño sencillo con un perro y la frase “alpha dog”. Algo mañé, debo admitir, pero igual me gustaba. Tenía los 140 para comprarla y con eso podía dar por terminado mi recorrido. Mi primera chaqueta: una compra en el hueco de Medellín. Solo que no sería mi primera chaqueta, exactamente.

Al final caminé de nuevo hasta Bolívar y compré mi primera XGame One.

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IV

Voy de regreso. Son más de las seis de la tarde y ya compré algo que no había venido a comprar. Cuando era niño, mis viajes al Hueco solían terminar con un jugo de mango licuado en leche que mi madre me compraba en una cafetería en medio del pasaje comercial entre Palacé y Bolívar. Hoy entiendo que era un refuerzo positivo para que la siguiera acompañando cada vez que ella quería salir a comprar alguna blusa nueva, o un nuevo par de zapatos, o cada que se acababa el shampoo, su crema humectante o el bloqueador solar. Hoy comprendo el adoctrinamiento psicológico al que me estaba sometiendo, y sin embargo, no puedo evitar sentir que mi viaje al Hueco no estaría completo si no voy por un jugo. Pienso que somos la extensión de los deseos de nuestros padres.

Muchas tiendas ya han cerrado. Los vendedores informales que tienen sus locales en la calle y las aceras ya han recogido su mercancía, la han amarrado y guardado en bolsas plásticas. De vez en cuando se escucha el ruido metálico de los rodillos de una puerta cerrándose a la entrada de algún establecimiento mientras el Hueco se comienza a vaciar.

Frente a un local de esos de “Todo a diez mil y veinte mil” hay un hombre parado, un pregonero más, invitando a la gente a comprar en su establecimiento. Solo que este no era como un pregonero más, al menos, no me pareció que lo fuera en ese momento. Era un hombre viejo que aparentaba haber superado los sesenta años. Todo su cabello era blanco y también lo era el pelo retorcido que salía de sus orejas. Tenía una nariz grande, cejas menudas y estaba vestido con una camisa azul claro metida dentro de su pantalón gris y zapatillas negras.

Era uno de esos pregoneros que usaban micrófono, por lo que no tenía que gritar para llamar la atención de las personas. No obstante, su estilo de pregonar era distinto a lo que había visto hasta ahora. Más que llamar la atención, él parecía metido en una conversación consigo mismo, la cual era amplificada por los parlantes del local en el que trabajaba. Constantemente perdía y recuperaba el hilo de lo que decía. Se iba en historias, recordaba que estaba vendiendo, mencionaba las mercancías, las promociones y se volvía a ir entre aforismos. Hablaba constantemente, no hacía pausas, sino que hilaba las frases tranquilamente a través de rimas. Su cadencia y su extraña forma de pregonar me parecieron, en mi camino de regreso, un poema involuntario al hueco:

A diez y a veinte mil
lo mejor de Medellín.
Lo dice el alcalde y el gobernador,
lo dice el presidente y lo digo yo,
lo mejor de cualquier callejón.
Ropa bonita y barata
pa llevar pa Santa Marta,
pa llevar pa Gómez Plata.
Van a vender y a revender
la plata que van a hacer
ropa a diez y a veinte mil
zapatos a treinta mil,
ropa es lo que hay pa llevar.
Yo no estoy rezando, estoy pregonando,
aquí me tienen trabajando
y por esto me van a pagar.
Hay diversidad de prendas
de todos los tamaños y colores
para el gusto de señoras y señores,
para los ahorradores.
Hablo con los que les gusta ahorrar,
los que les gusta economizar,
los que les gusta trabajar y ganar,
hay gente que quiere ganar sin trabajar.
Aquí hay que trabajar, hay que comprar,
hay que invertir, hay que llevar,
¿cómo quiere ganar sin trabajar?
y si van a negociar, con mayor razón
llevando la ropa en promoción
haga la inversión, qué bendición,
las cosas son y como son, son.
Acá viene mucha gente de Sonsón,
a aprovechar la promoción.
Hay que entrar y verá…

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